Revista Filosofía

Hospitales transparentes

Por David Porcel
El hospital se extendía ante mí. Ya no se distribuían en plantas, consultorios y especialidades, sino que una gran superficie, cubierta de paredes y un techo de cristal, albergaba todo cuanto pudiera disponer un sanatorio. Como si de un gran expositor se tratara, diferentes aparatos, a veces integrando a su funcionamiento cuerpos vivos e inconscientes, se mostraban a los ojos de un espectador atónito. Una enfermera se aproxima y enseguida detecta mi historial. Mientras aguardo al médico de cabecera, entre aquellos aparatos que recuerdan a ciertos relatos de Kafka, observo bajo el cristal de mis pies unos conductos transportar sangre. El médico extiende sobre mí tres sobres, advirtiéndome que debo dejar de comer porquería, como café y frutos secos, y que he de cuidar mi sangre. Veo que en uno de ellos pone tuberculosis. Alarmado, le pregunto si no ha equivocado el historial, porque no recuerdo estar enfermo. Al escucharlo, las dos enfermeras, con vestimenta de secretaria, se retiran riéndose burlonamente. Una de ellas, cogiéndome del brazo, me conecta a uno de esos aparatos implacables que me retira la sangre devolviéndomela poco después. Pienso que tendría que poder quejarme. Pienso que tendría que poder sentir dolor y gritarlo a las paredes, pero no puedo. Me alejo preocupado de mi enfermedad, y le pregunto a la enfermera si con ella podré vivir cien años.
Sueño de la noche del 9 de Mayo

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