Revista Opinión

Hotel Granada. Bajo el influjo de las máquinas.

Publicado el 05 junio 2010 por Adolfo Morales

19 Bajo el influjo de las máquinas.
Lo cierto es que no recuerdo que hayan existido demasiados días en los que no hubiéramos descubierto algún modo de disfrutar, aunque en mi caso, siempre desde la sencillez y la escasez jesuítica a la que estábamos abocados. Esa es la razón de que observase la road city desde un ángulo distinto.
En contadísimas ocasiones tuve más de lo deseado para hacer con las pesetas, algo que no estuviese perfectamente encuadrado como gasto: ir al cine…., y poco más. El resto de las ocasiones: comprar algo del kiosquillo, jugar a los futbolines o a “las máquinas” y pare usted de contar, se enmarcaba dentro de otro ritual, por decirlo de algún modo, los sábados y los domingos eran días de “paga”, de una paga escuálida pero suficiente. Lo llevaba bien. Me acostumbré a no tener, por lo que cuándo había algo, disfrutaba como el mejor de los cumpleaños.
La escasez de recursos abre expectativas, así me encantaba jugar a las máquinas, o mejor dicho, me encantaba ver cómo jugaban, apostándome silenciosamente y respetuosamente en un costado de ese mágico tablero, por el que deambulaban aquellas bolas de acero iluminadas por los leds de colores, emitiendo sonidos a cada golpeo.
Aquellos primeros pinball también llamados flippers, eran para nosotros “máquinas”, y cada cierto tiempo surgían nuevas propuestas, estos magníficos trastos  se apostaban en bares o en salones, compitiendo con mesas de billar o futbolines. De todos ellos, era el único que evolucionaba.Sentía una especial adoración por aquellos artilugios, a los que me acercaba con una absoluta y entregada expectación.  En el Bar Suizo Chico, en la calle Marina, en el bar  de Ginés y Pedro, siempre hubo una máquina casi en la misma entrada, en una zona que estaba escasamente iluminada, era  el santa santorun ideal para aquel objeto, en el que él por si mismo, iluminaba con sus pequeñas, brillantes y oscilantes luces de colores, en la medida que el juego discurría.
Tanto la pizarra donde estaba el marcador de puntos, el indicador de partidas o el luminoso identificador con la palabra “fault” cuando tocaba, y el tablero de juego, eran monotemáticos, así unas veces el tema podría ser el oeste americano , el espacio, gángsters,  el baloncesto, o cualquier historia que estuviese de moda. Fue también un modo de aprender inglés, dado que éstas máquinas eran por lo general franquiciadas y provenían de fuera de España, en muchos casos, o en casi todos: rótulos, nombres, y hasta instrucciones estaban en su idioma original.Así ensimismado, casi aspirado por la influencia de aquel mundo intermitente, abstraído por las evoluciones de aquellas bolas de acero brillantes, atontado y concentrado en tratar que aquellas esferas, descubrieran el tacto exacto del golpeo, que las llevase a impactar con las gomas (slingshot) laterales que las impulsara al punto logístico en el que el petaco imponía la dirección y la fuerza adecuada, que hiciera posible, que la bola descubriese el pasillo correcto, en el que impactar con las dianas de más puntos, y atraídas por la Ley de la Gravedad, volviesen una y otra vez, hacia el justo pero inevitable hueco por el que se perdían una y otra vez, hasta completar el rango de cinco oportunidades, en un ejercicio de concentración máxima, en el que todos tratábamos de conseguir una partida gratis, una bola gratis o no hacer “fault”, que no era otra cosa que inutilizar y desactivar la partida, pues estas maquinas disponían de un péndulo que detectaba el movimiento del conjunto, y si sustituías destreza por empujones más o menos desconsiderados, el sistema entendía que era juego sucio y se desactivaba, perdiendo la partida. Por lo que había que tener cuidado, pues si cometías “fault”, no había nada que hacer.Jugar a las máquinas, una cuestión de “honor personal”, se solía por lo general hacer individualmente, era un reto, una confrontación, entre esa evolución y nuestra inteligencia humana. Había que doblegar la gravedad, la electricidad, la neumática aplicada, traspasar rampas, golpear bumpers, esas setas centrales a las que cuando la bola llegaba, golpeaban y eran rechazadas, al tiempo que otra cercana que también la rechazaba, la lanzaba a otra similar, en un baile salvaje de idas y venidas, pero cuyo resultado se traducía en la toma de puntos, pues con cada golpe el marcador del tablero anotaba la progresión hacia el objetivo de juego, alcanzar aquellos diez mil puntos, trece mil o quince mil, lo que daba derecho a una, dos o tres partidas,  emitiendo un sonido muy característico que se hacía notar, sobresaliendo notablemente y haciendo que todos los presentes y hasta los ausentes, deparasen en aquel individuo que por instantes era el rey, el líder, el atleta de elite, el mejor en pocas palabras. Había una admiración silenciosa pero admiración, por aquel individuo fuese quien fuese, en cualquier caso había impuesto su ley, había domesticado a la cosa, había demostrado que allí quien mandaba era él.Todo un placer aquellas máquinas, y tantas horas de observación, de diligente observación, de análisis e investigación de cuantas posibilidades daban de si las evoluciones: subiendo y bajando rampas, golpeando bumpers, descubriendo agujeros que llamaban holes, o haciendo diana en aquellos targets de colores estratégicamente situados, evitando la huida de la bola por el centro o por los pasillos laterales en los que en ocasiones los  rollovers activaban un mecanismo que impulsaba la bola de nuevo al tablero, toys, capturadotes de bolas, elementos electromagnéticos, tantos dispositivos, que hacían de éste un juego que rozaba la ingeniería matemática, y todo para alcanzar una “extra ball” o lo mejor de todo, hacer pleno o Jackpost con el resultado ya conocido.Así es que me pasé horas, ya fuera en el Suizo Chico, en los Billares Gálvez, o en la Sala de Máquinas de La Plaza de Las Monjas, observando aquellos magníficos cacharros.Como venía diciendo, la ausencia de frescura económica, me hizo desarrollar más la paciencia y disfrutar con el juego de los demás, ya se sabe, “a la fuerza ahorcan”, era lo que había, y como era lo que había la mayoría de los días, pues poco a poco me hice de un ritual, como acercarme a observar desde el respeto y la admiración, así me aproximaba con discreción, pues muchos jugadores no querían ser observados, sobre todo si eran unos maletas, y no querían testigos de su fracasada aventura. Otros, la mayoría si te dejaban observar y la complicidad que llegabas a tener a lo largo de las partidas, me hacían disfrutar tanto o más que al propio actor, a veces me permitía darle algún consejo-truco, y otras el cansancio me hacía apoyar los brazos sobre el marco de cristal, muy al filo para no molestar, acercando la cara y reposando en ellos, de este modo, las luces y la bola, se hacían extraordinariamente íntimas, ensimismado en los giros, y atontado por las idas y venidas, cuándo el golpeo extraordinario de la bola en el cristal te devolvía a la realidad. De algún modo esas bolas siguen dando vueltas en mi cabeza.Otra cosa eran los sábados o los domingos, con algún dinerillo fresco para echar una o dos partidas. Extraordinaria la emoción, de ser tú, ahora el dueño, esperar el momento, la mejor hora, las sensaciones adecuadas para acometer el reto, y así en ese ritual, te disponías en primera persona a “echar una partida”.  Descubriendo unas veces el honor del sonido secreto que premiaba haber alcanzado la cima del éxito, otras el fracaso estrepitoso de haber perdido inexplicablemente la partida, sin juego ni placer alguno,  por alguna extraña atracción que hacía que todas las bolas, unas tras otra, se perdieran inexorablemente sin nada que hacer, y algunas otras, las menos, pero no por ello, menos dolorosas, la maldita “fault”, unas veces lógicas y otras inexplicables hacían concluir de un modo frustrante la partida.Las máquinas me hicieron conocerme mejor y conocer a la gente que se enfrentaba a ellas. Observándoles jugar, su destreza -algunos tipos eran realmente formidables jugadores-, su impaciencia, su paciencia o la complicidad por la admiración que advertían en mi modo de estar, de mirar, de “jugar”, algo que en ocasiones me premiaría con partidas gratis, con las que me “premiaban”, bien por capricho, porque tuvieran que marcharse ya, o porque estuviesen cansados. De este otro modo, sin pedirlo, ni sugerirlo, convirtiéndome en “colega” jugué casi más partidas que las que dispuse por mis propios medios.Estos ingenios nos propiciaron grandes sensaciones: viajes estelares, canastas históricas de la NBA, aventuras en el lejano oeste, far west por entonces. Un ritual,  una apuesta, una sensación extraordinaria.
Continuará...

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