Revista Cultura y Ocio

Hotel Paraíso – @sor_furcia

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

¿Sabes lo duro que es desear que alguien a quien quieres muera?

¿Sabes lo difícil que es aceptar que quieres que su sufrimiento acabe porque cuando lo haga también acabará el tuyo?

Te sientes egoísta.

Pero en otros momentos sientes que no quieres que ocurra, porque no quieres enfrentarte a su pérdida ¿Y si no puedes soportarlo?

Y otra vez te sientes egoísta.

Y ya no sabes qué sentir.

Es todo tan contradictorio…

Pero tan lógico…

Muchas veces no hablamos de lo que sentimos porque nos sentimos culpables por sentirlo. Pero, aunque no lo parezca, no somos los únicos.

Mi madre ha pasado años enferma, postrada en una cama. Al principio en casa, donde yo la cuidaba. Después en el hospital, donde las enfermeras me arrebataron mi papel de cuidadora y me tuve que conformar con el de acompañante. Sentía cierto alivio pero también cierto resentimiento. La contradicción otra vez.

¿Sabes lo difícil que resulta tomar la decisión de que tu madre debe abandonar su hogar para ir a morir a un hospital porque tú ya no puedes atenderla sola?

Cuando dedicas años de tu vida a cuidar a una persona que necesita tu total y completa atención, haces de ello tu rutina. De repente el centro de tu mundo ya no eres tú. Y cuanto te lo quitan… Te sientes perdida.

Quería a mi madre.

De verdad que la quería. Mucho.

Pero muchas veces la miraba y deseaba que muriera.

Sí, así de duro. Y la gente me dirá ¿Cómo puedes querer que tu madre muera? Muy sencillo. Para dejar de ver como esa mierda la consumía. Y para evitar que todo este desgaste físico y emocional, al final, me consumiera a mí.

Me culpé muchas veces por tener ese pensamiento en mi cabeza. Yo también me dije a mí misma que no la quería. Pero no. Esa no era una muestra de los sentimientos de amor que profesaba hacia mi madre. Cuidarla todos los días durante los últimos años con cariño y paciencia. Esa sí.

Recuerdo cuando era pequeña y había tormentas eléctricas. Me daban pánico los rayos y los truenos. Me metía en la cama, bajo las mantas, con la bolsa de agua caliente en los pies y tiritando de miedo. Mi madre entraba en mi habitación y se sentaba junto a mí, apoyando mi cabeza en su regazo. Acariciándome el pelo. Contándome alguna historia que se inventaba. Como un ritual. Tranquilizándome hasta que veía que me había dormido.

He pensado en ese momento muchas veces mientras yo le acariciaba el pelo a ella tras un día horroroso soportando dolores y pruebas médicas. Porque una simple caricia de pelo no puede sanar, pero alivia. Porque que alguien te acompañe en tu dolor no lo divide por dos, pero lo hace más llevadero. Porque el amor es una de las mejores medicinas.

– Un día tenemos que ir a la playa, hija, que no la conozco.

Me dijo en uno de nuestros viajes al hospital de la capital, tras un montón de pruebas que la habían dejado exhausta, mientras miraba por la ventana y veía el mar en el horizonte. Yo le contesté que sí, pero sabía que era bastante posible que no lo hiciéramos nunca…

A las mujeres nos educan para sacrificarnos, para cuidar. De nuestros hermanos pequeños, de nuestros maridos, de nuestros hijos, de nuestros padres. Es nuestro sino. Y cuesta mucho desprenderse de él. Y del sentimiento de culpa. Y del miedo a sentirte egoísta por pensar en ti.

Y por eso, cuando veo a mi madre enferma y quiero que muera (por ella, porque esto no es vida, para que deje de sufrir; y por mí, para poder descansar), siento que soy un monstruo. Así que no se lo cuento a nadie. Como si no fuera un sentimiento humano con el que otras personas pudieran empatizar. Como si estuviese poseída por algún tipo de mal.

A veces siento que me voy a volver loca…

Quizá sea el agobio del hospital. De ver siempre las mismas paredes. De respirar siempre el mismo olor. A químicos. A la cercanía de la muerte. De respetar siempre los mismos silencios. De dormir siempre sobre la misma almohada mojada por las mismas lágrimas.

¿Hasta cuándo va a durar todo esto?

Quiero que acabe ya. Lo necesito.

No puedo seguir soportando esta carga sobre mis hombros.

Nunca tuve hermanos. Mi padre murió cuando yo era muy joven. No me casé, ni tuve hijos. Siempre hemos sido mi madre y yo. Solas las dos. Y yo no conozco otra rutina que no sea a su lado.

¿Qué voy a hacer cuándo ella no esté? ¿Qué voy a hacer con una vida que se me va a quedar vacía?

– La decisión de desconectarla de las máquinas está en su mano. Pero, si lo hacemos, no creemos que pase de esta noche.

Me quedé helada. ¿Ya? ¿De verdad? No, por favor. Todavía no. Por más que llevo haciéndome a la idea todo este tiempo de que tarde o temprano va a morir, y aunque a ratos lo desee, no termino de asimilar que finalmente pasará.

¿Cómo tomas esa decisión sobre la vida de una persona? ¿Cómo puedes decidir que muera sin, otra vez, volver a sentirte culpable?

Si te dieran a elegir entre morir ahora mismo y ahorrarte un mes de sufrimiento, o sufrir durante un mes pero poder vivir más antes de morir ¿Qué elegirías?

Se me pasan mil cosas por la cabeza.

Sorprendentemente no lloro. Creo que ya no me quedan lágrimas. Las he gastado todas en este duelo tan largo, tan doloroso. Eterno.

Decido que ya ha sufrido suficiente. Porque su mente podría seguir luchando, sí, pero su cuerpo ya hace tiempo que se ha rendido. “Desconéctenla”.

Otra vez me siento un monstruo.

Voy a la habitación y la observo. Sedada. Como calmada. No parece ella. De hecho hace tiempo que dejó de serlo.

No sé qué hacer. ¿Qué se hace en esos momentos? Camino, nerviosa, mordiéndome los padrastros hasta hacerme sangre.

– Lucía

Su voz me sobresalta. “¡Estoy aquí, mamá!”. Me acerco a la cama y me doy cuenta de que está hablando en sueños. “Lucía, Lucía”. La agarro la mano con fuerza. Las lágrimas brotan. Parece que todavía me quedaban más. “Tranquila mamá, estoy aquí”. Susurro entre sollozos.

Quiero que acabe ya, joder.

Su sueño es inquieto. Su respiración se acelera. Nerviosa, pido a las enfermeras que le den algún tranquilizante. Dicen que no pueden hacer mucho. Y decido tumbarme en su cama, junto a ella, acariciándole el pelo, e intento inventarme una historia para tranquilizarla. Como hacía ella. Como si me pudiera oír.

– ¿Sabes lo que pienso, mamá? Que la muerte es como un hotel. Un hotel en el que tarde o temprano todos acabamos alojándonos. Se llama Hotel Paraíso. Porque una vez que entras en él, ya nunca quieres salir, porque allí solo hay paz y felicidad. El día que llegas al hotel, a registrarte, lo primero que ves es el hall, una estancia preciosa, de esas con los techos altos y vidrieras, y con mucha luz. De repente ves a un hombre muy elegante, con traje y corbata, que te llama por tu nombre y te dice que te estaban esperando. Y tú te sientes importante. Ese día te colman de atenciones, te dan un masaje, te peinan, te maquillan, te ponen guapa… Y por la noche te organizan una fiesta de bienvenida. Una fiesta donde están todas las personas a las que quieres y que estaban allí esperándote. Y entras al salón comedor, todo adornado con flores blancas, y velas, y todo el mundo te aplaude. Y ves a tu hermana Pili, a tu madre, que está al lado de un señor al que reconoces por las fotos, es tu padre, y al que por fin vas a conocer después de haber oído hablar tanto de él… Y en una esquina, con los ojos llorosos y con un ramo de margaritas (tus flores favoritas) entre las manos, está papá. Y por fin puedes volver a abrazarle…

Su respiración ya es más tranquila. Muy pausada. Casi demasiado. Como si le costara. Como si no tuviera fuerzas ya.

– Te quiero mucho mamá. Has sido la mejor madre que pudiera imaginar. Pero no hace falta que sigas luchando. Puedes irte. No te preocupes por mí. Me has educado para ser fuerte. Como tú. Estaré bien. De verdad. Ya puedes irte.

Veo como una lágrima resbala por su mejilla. ¿Me oye? Yo también lloro. En silencio. Su respiración se hace cada vez más lenta. Cierro los ojos y la abrazo. La abrazo como si no la fuera a abrazar más. Porque sé que así será.

Hace ya días de esto. Unos días horribles. De papeleo. De sufrir sola. De darle el último adiós sola. De tener miedo a que toda esta vorágine acabe y no saber por dónde continuar caminando. De una ebullición descontrolada de emociones. Me he sentido aliviada. No lo niego. Y culpable por sentirme aliviada. Pero me he perdonado a mí misma.

¿Y ahora qué? ¿Cómo puedo intentar ser feliz cuando debería estar triste?

Decido que todavía puedo hacer una última cosa por mi madre.

Cojo un avión. Con sus cenizas en la maleta. Y mientras facturo pienso: “Te has colado sin pagar, mamá”, y sonrío. A veces hablo con esa vasija como si pudiera oírme. Como si eso me hiciera tenerla todavía un poco más de tiempo conmigo. Llego al hotel, uno de esos con techos altos y vidrieras. Pero cuando me registro nadie me dice que me estaban esperando. Pero no me importa. Dejo todo en la habitación rápidamente, cojo a mi madre en brazos y me apresuro escaleras abajo. Salgo a la calle y camino con rumbo fijo, sintiendo la brisa en mi cara. Y de repente, me detengo:

– ¡¡Mira, mamá!! ¡¡Por fin!! ¡¡La playa!! ¡¡Playa Paraíso!!

Y levanto la urna con una sonrisa en la cara. Como si de verdad ella pudiera verla.

– Venga ¡¡vamos a bañarnos!!

Siento la arena caliente entre los dedos de los pies. El agua burbujeando mientras me adentro en ella.

– ¡¡¡Está buenísima!!! ¿La quieres probar?

Y abro la urna y nos bañamos juntas. Y siento como si el agua me abrazara. Como si otra vez, como cuando aun no había nacido, mi madre y yo volviéramos a ser una.

Quizá no era el paraíso que le prometí. Quizá ella no pueda verlo y todo esto sea absurdo. Pero quizá, egoístamente otra vez, esto sea lo que yo necesito. Lo que me hace falta para poder coger las riendas de mi vida. Para pensar en mí misma sin verlo como un hecho egoísta, sino como un mero acto de generosidad para conmigo. Para hacerme a la idea de que a partir de hoy yo soy la protagonista de mi vida y preguntarme “Y ahora ¿qué vas a hacer con todo este tiempo que solo te pertenece a ti?”. Y poder sentirme libre.

#HastaProntoMama

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