Revista Historia

Hoy, cuento: El bulevar

Por Ireneu @ireneuc

Aquella plomiza mañana me pesaba en el alma como sólo la soledad sabe hacerlo: con una aplastante frialdad. Pensaba que tomar un poco el aire me permitiría salir, al menos un rato, del agujero negro en que se había convertido mi vida, pero no. El gris asfalto, la contaminación tóxica de los tubos de escape y las macilentas plantas del desértico parterre, no colaboraban a despejarme. Al contrario, me arrastraban a un marasmo de patetismo y decrepitud que me angustiaba. Me asfixiaba.

Sin saber hacia dónde dirigirme, ni si valía la pena seguir adelante, me encontré arrastrando mis pies y mi alma por una larga avenida jalonada de árboles pelados y llenos de cicatrices que tenía los carriles de circulación a los lados. Extrañamente estrecha, si mi melancolía me lo hubiese permitido, hubiera podido tocar ambas hileras de árboles con solo poner los brazos en cruz. Bastante calvario llevaba, como para, encima, haberlo hecho patente para los demás... Caso de que hubiera habido alguien, claro.

Una explosión detrás mío, me extrajo de golpe de mi tupida nebulosa mental. ¿Qué había pasado?

El estallido, que se había producido a un centenar de metros en medio de aquel desolado bulevar, había provocado que el pavimento saltase por los aires levantando una columna de agua de varios metros, tal como si fuese una mina en el mar. Quedé flipando.

Todavía no estaba repuesto del shock que, una segunda explosión se produjo unos metros más adelante, en mi dirección. A los pocos segundos, una tercera, una cuarta y una quinta. Las explosiones se dirigían a toda velocidad hacia mi. Mis ojos no creían lo que estaban viendo; querían huir, pero mi paralizado cuerpo no reaccionaba. Una nueva detonación a menos de cinco metros me hizo reaccionar al final. Huir. Huir a todo trapo. Huir.

Mis cortas piernas no corrían lo suficiente como para dejar atrás aquellas explosiones que me pisaban los talones y una de ellas, de tan cerca, me dejó empapado. Y corrí. Como nunca lo había hecho. Corrí en busca de una salida entre aquella jaula de árboles y setos que dejara zafarme, pero sólo la huida hacia adelante estaba permitida. Correr o morir. No había más escapatoria.

Una eternidad pasó a la vez que mi corazón latía hasta salirse por la boca. Finalmente, un paso cebra me permitió girar y cruzar la calle. ¡Mi salvación! Pero no fue más que un espejismo. Las detonaciones cruzaron por el mismo sitio por donde lo había hecho yo. ¿Qué endemoniada pesadilla estaba viviendo? Estaba muerto en vida, pero tenía que seguir corriendo. Un paso más, un metro más, una pulgada más.

Tomé una calle, tomé otra, giré a izquierda, giré a derecha, pero no podía escapar. Aquellas malditas explosiones que me perseguían de aquella forma tan inmisericorde, me acabarían por coger y volaría por los aires borrando mi triste existencia de este valle de lágrimas. Un exhausto e inoportuno tropezón dio con mis huesos en el suelo. Ya no podía levantarme y rompí a llorar. Un estallido a mis pies que me llenó de miedo, agua y cascotes me dijo que allí se acababa todo. Era el final. Pero...

Había cerrado los ojos y estaba temblando esperando la detonación que me despanzurrara, cuando me di cuenta de que algo raro pasaba. Aquella explosión temida estaba tardando más de lo que debiera. No es que la deseara exactamente, pero me extrañó. Primero el uno y después el otro, abrí los ojos y pude ver que los estallidos habían cesado. Una oleada de alegría nerviosa recorrió mi extenuado y dolorido cuerpo, dándome fuerzas para levantarlo.

Una vez incorporado, me di la vuelta y pude ver algo maravilloso: me encontraba delante de un canal por el que discurría una corriente de agua tan límpida y cristalina que se veían los numerosos peces que nadaban dentro de ella. Un sentimiento de felicidad me llenó el alma.

Ese canal reseguía exactamente el recorrido de mi desesperada huida y, cuando deshice el camino, vi que todo había cambiado. El día, como por arte de magia, se había abierto y lucía un sol despampanante, pero no solo eso, sino que todo aquel gris y mortecino bulevar se había convertido en un canal lleno de vida, donde los antaño mustios árboles flanqueaban el curso de agua henchidos de salud y verdor. Los pájaros revoloteaban y cantaban hasta quedarse roncos, atrayendo un numeroso público que se sentaba a orillas del canal y se bañaba, y pescaba, y se reía... y vivía.

Aquel canal que, en su grito de escape, a punto estuvo de matarme, irónicamente me devolvió a la vida. Una vida que llenó toda la ciudad. Una vida que, jamás, jamás, tenía que haber sido enterrada bajo la ignominiosa lápida del cemento y el asfalto.


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