Revista Fútbol americano

Hoy se recuerda la partida del máximo Ídolo de Alianza Lima [Alejandro Villanueva]

Publicado el 11 abril 2017 por Gronedson
Hoy se recuerda la partida del máximo Ídolo de Alianza Lima [Alejandro Villanueva]

VILLANUEVA, EL HOMBRE QUE MURIÓ DOS VECES (1944)
Alejandro Villanueva en un hospital de beneficencia.
* A los treinta y cinco años se consumía en el pabellón de tuberculosos.
* Siete años antes había perdido a un hijo.
* Ahora se le moría
su hija con Rosa Falcón.
* Las monjas lo sorprendieron varias
veces volviendo de madrugada al hospital.
* Villanueva se escapaba para irse de jarana.
* Se casó con Rosa en la capilla
del Hospital Dos de Mayo.
* Magallanes, Valdivieso y Lolo Fernández fueron sus testigos.
* No quería quedarse solo al caer
la noche del 10 de abril.
* Rosa y doña Melchora lloran juntas por Villanueva.
* Lo dan por muerto al amanecer.
* A las siete de la mañana Rosa lo encuentra cubierto con una sábana pero lo
destapa y Villanueva abre los ojos.
* Volvió a morir a las siete y catorce minutos de la mañana.
* Su última jugada de caracol...
Y TODO VERDADERAMENTE PARA QUÉ.
Hace siete años perdió a un hijo.
Ahora la bebita se extingue, seis meses con fiebre, sin que los doctores sepan decir otra cosa que espere usted, confiemos en Dios.
Ni siquiera el cuerpecito calenturiento aferrado a su cuello lo acompaña a dormir en estas noches de abril, ni a veces alcanza el aire para dar unos pasos con prisa, ni escriben ya de él en los periódicos,
ni Alianza Lima es más su propio club, ni nada parece tener sentido aquí, en la sala Santa Rosa del Hospital Dos de Mayo, mientras está tumbado y siempre despierto, siempre inconcluso, tan alerta en la
resonante penumbra de un pabellón de tuberculosos. No necesita volver el rostro para ver dos largas filas de camas blancas, a otros noventa y nueve cuerpos corroídos por dentro. Bastaba escuchar
toda su tos ensangrentada, silbantes respiraciones sin esperanza.
Había nacido en el callejón Santa Rosa. Ahora moría en un pabellón con el mismo nombre.
Aún ahora, apenas vivo a los 35 años de edad, todavía es Alejandro Villanueva. Un hombre de orden, eso había sido. Pulcro y alto, vestido como un inglés, alto como un zulú, el más importante de
todos para el pueblerino corazón de los obreros de La Victoria, de Lince y Abajo el Puente.

A su paso se detenían en el barrio, esperando de don Alejandro la gracia de una voz, de un sombrerazo,
de una conversación. Manguera le habrán dicho en los periódicos.
Aceptaba tal alusión a su cuerpo largo y flexible sólo si venida a consecuencia de esa fama que parece haberlo abandonado.
Para siempre, vaya uno a saber. Para otra vez. Pero en La Victoria nunca dejó de ser don Alejandro.
Allí, más arriba que Villanueva, nunca hubo nadie.
Dicen que no, que el color de la piel no importa en el Perú, pero negro, lo que se dice negro, lo que se llama zambo auténtico, no hay todavía uno que haya sido presidente de la república o ministro de estado.
O que llegara a los resplandecientes salones del Paseo Colón como no fuese mayordomo.
O que paseara el Jirón de la Unión a bordo de un páckard como no fuera chofer.
Nunca deseó lavarse la piel, sumergir su estirpe en jaboncillo hasta cambiar de color y vestir de blanco, de doctor, de temporada en Chorrillos, de caballero sajón.
De sus ojos al rojo vivo para adentro se recordaba altivo transeúnte o ascendiendo al palco presidencial,
donde un dictador a quien llevaba dos cabezas de estatura sonreía al ofrecer su pequeña diestra de uñas esmaltadas, cómo está Villanueva, hoy tenemos que ganar; y tampoco se olvidaba en el salón dorado,
entre jaspes y brocados, al afectuoso encuentro de otro fornido presidente que rubricó la resolución suprema designándolo vitalicio entrenador de la selección nacional de fútbol con el asombroso salario
de dos mil soles mensuales y a quien rechazó respetuosamente tal distinción porque Alejandro Villanueva ni tenía ya fuerzas para entrenar a nadie, ni aceptaba limosnas aunque viniesen del General Benavides.
No se preocupe, hoy ganamos señor presidente. Héroe en Berlín, jefe del rodillo negro, muchas veces campeón y todo para qué. Pasea el Jirón de la Unión vestido de gris exacto, los trancos
largos, sin prisa, saluda de igual a igual a caballeros que cruzan apuestas para el partido del domingo y que se distinguen si él, Manguera, don Alejandro, el mejor de todos, recuerda su apellido, sí
señor, el rival es difícil, estamos en forma, no señor, nada de jaranas la víspera, con permiso señor, respetuosamente porque esa calle opulenta, quieta al mediodía, a la que asoman casas bien saciadas,
importancias apenas entrevistas, tal calle estrecha nunca había sido propiamente su país. El suyo empezaba en otra parte. La alameda Grau era su frontera. Junto a textilerías, más allá de conventillos que parecían transatlánticos de la pobreza, después de la Escuela de Artes y Oficios y de canchas miserables donde grupos de negritos disputaban partidos polvorientos, llamándose a sí mismos Manguera, silbándose como los íntimos auténticos; adelante y no siempre
esquivando la callejuela donde acababa La Victoria honesta y empezaban los lupanares, rumbo, en fin, a concurridas esquinas y a billares de prosapia, llegaba don Alejandro perseguido por la admiración de los chiquillos y por ayayeros que conservaban prudente distancia. Habían sido mucho más que un club de fútbol.
Por algo íntimos, compadres todos. También habían jugado a vivir, observando más o menos las mismas reglas. Combinaban a cualquier hora, juntos no sólo porque hubiese partido y después dispersos, sino siempre respetado cortejo con Villanueva al frente, más silencioso.
En este cráneo único y universal donde está contenido todo su conocimiento y donde aún se obstina la vida, transitan Valdivieso, Califa, también Filomeno, el bárbaro Quintana que sabe ser amable,
otros negros admitidos por razones de familia o amistad. Hasta el razonable Kochoy, el ordenado Lavalle se suman a la fiesta que no se interrumpe.
Allá, en lo que fue su país y su hora, nunca hubo nadie más arriba que Manguera y acaso al subir al palco presidencial se encontraban dos alturas y por eso saludaba Villanueva con cortesía
de poder a poder y el pequeño dictador, atraído por la remota displicencia del futbolista, lo retenía y preguntaba si hoy ganamos, como si sólo de Villanueva dependiera.
Despega un lento párpado indagando si es de noche siempre o si ha llegado Rosa, casi sin prestar atención a la infatigable presencia de su hermano Goyo, a las periódicas visitas de su compadre Juanito
Valdivieso.
Por mis hijos, Rosa. Nunca habían peleado en presencia de los niños.
Mamá Melchora se los llevaba a dar una vuelta para que ellos discutieran en paz.
Se les había muerto un hijo al nacer.
Y ahora, la bebita. Se nos muere, Rosa, no me engañes.
Dice por fin el doctor que la bebe empieza a mejorar, no fue más una fiebre malta.
Hace cinco meses que Villanueva está postrado en el hospital y hace nueve que su hija menor cayó enferma.
Y por suerte ignoras, Alejandro, que tu hijo mayor también llamado Alejandro morirá
exactamente dentro de un año, de pulmonía, justo cuando iba a ingresar de marinero a los buques de guerra. Abre los ojos pero a ratos no está, no importa que mire tan rotundamente a su mujer, a
Rosa.
El callejón tiene ducha, voces de antes, un bullicio que acompaña.
No hay que echar llave a las puertas. A veces se muerden las negras, arrancan cabellos, trizan sus ropas hasta que un varón interviene. A veces es preciso que don Alejandro Villanueva asome -
-basta su perfil, alcanza su mirada que congela- para liquidar una pendencia.
Es un buen lugar para vivir, Rosa, un callejón limpio, semanalmente baldeado por sus habitantes, pródigo en jaranas, razonablemente bien alimentado, industrioso y amplio en el que
viven veinticinco familias, setenta niños embelesados porque son amigos de Manguera, el inquilino más ilustre de La Victoria.
Inigualado emerge en bata y chancletas hacia la ducha que nadie usa hasta que don Alejandro, apenas fatigado por el entrenamiento matinal, no haya concluido de acicalarse.
Como una majestad entrega buenos regalos si es cumpleaños, un puñado de libras si hay
enfermedad, unos kilos de churrasco si hace hambre.
Todo el callejón era su casa, todos los vecinos su familia, todos los regocijos su fiesta
personal. Si está de buen humor, tocará con sus pies la pelota de trapo con que los niños desafían la gruñona paz en vano reclamada por las abuelas, burlará a dos, tres minúsculos rivales antes de
rendirse ante la total acometida de pequeños pies descalzos. Así es.
Manguera jugó con esta pelota. Estos niños dirán dentro de cuarenta años: yo jugué con Villanueva en el barrio, vivíamos en el mismo callejón. Te diré, Filomeno, cuánto camino atrás. Desde haber sido nadie, desde la niñez en Malambo dolía todo lo andado.
Atisbabas Alejandro casas de blancos, absorto espía de celebraciones ajenas.
Desgarbado y roto, así había cruzado la penumbra, la noche todavía, plazas donde se inflaban globos de luz amarilla, la ciudad que, de regreso de libres potreros, respiraba picante, casi extranjera.
Vestir para el lugar y la hora, comer ya saciados, abrigarse sin frío, tumbarse sin sueño, morir así, con caballos y flores, penachos y mausoleos, aunque no hubiesen vivido. Acaso otro comprendiera mejor a los blancos, Filomeno, atiborrados de objetos, midiendo el día en cristal, la noche en muselina.
Si nomás esto era pasar mientras ayer dolía.
Sirve cerveza Quintana, mascullaba Filomeno, que vaya uno a saber cuánto dolor pasado comprenderemos cuando ya sea de mañana.
Si vivir es otra cosa.
Vivir es esto. En fin, estar aquí, salirte con la tuya, al cabo confirmar que tenías algo de razón, saber la vieja piel gastada, correctamente terminado todo aún más adentro. Esto era y nada más.
Mire usted compadre en derredor, sépase seguido por palomillas descalzos y sin embargo con gorras, todos con sombrero, como si más importante fuera abrigarse la cabeza.
Y no vaya a entristecerse.
Recuerde esos cuartos de callejón donde todo se interrumpe para recibir a los íntimos, lo que sentía usted compadre al descubrir borrosos recortes de periódico, su rostro en gris, en puntos negros, engrudado a la pared más importante. Para usted, don Alejandro, la cerveza más fría, la presa más suculenta, el más mullido asiento casi siempre rehusado, porque entre familias no se
abusaba, porque lo cedía a negras viejas encantándolas, acariciándoles el cachete o susurrándoles piropos en la oreja.
Se desprende Villanueva de Giuffra y los niños lo asedian, quieren ser como Manguera que acaricia sus cabezas, reparte gordos para que vayan a chupar caramelos.
Dobla la esquina del XX de Setiembre y las pupilas forcejean en las ventanas para mejor verlo pasar a la
cabeza de los íntimos, de gris planchado, de profundo azul inglés, largo y afilado, garboso, como llevando un compás que sólo Alejandro entendiera. Vivir es esto, compadre.
Vivir es suficiente.
Hola, Rosa.
Cómo te sientes, negro.
Delante de los chicos, nunca.
Los dos solos peleábamos.
Por cosas del hogar.
El era un poco celoso.
Yo también me cansaba.
"Tus sinvergüencerías que haces por la calle vienes a achacármelas a mí".
Respiraba con lentitud. Por el pellejo empujan sus huesos.
Se han hundido sus ojos tan brillantes.
¿Cómo está la bebé, Rosa?
Mejorcita, Alejandro, ya no tiene fiebre.
Es inútil, se va a morir.
Rosa, la bebe se nos muere.
Los mellizos han cumplido dieciséis años.
Para explicarlo mejor: Otilia vivía en el Jirón XX de setiembre así que los niños crecieron
con la abuela Melchora y después con Rosa Falcón.
Desde la muerte de Otilia, hace ocho años, han vivido con su papá.
Pero su salud y porvenir no angustiaba tanto a Manguera como el futuro de la bebe.
No, compadre, algo anda mal.
Vivir no es suficiente. ¿Te acuerdas de Otilia? Sí, sí... ahijada de hábito de doña Melchora.
Rosa fue la última persona que le habló en la agonía. ¡Otilia, Otilia! Como que
dormía, que estaba muy cansada.
Descubrió la mirada. Ah, dijo, la estaba esperando, quiero agradecerle todo lo que ha hecho por mis
hijos y pedirle que los siga queriendo como hasta ahora, no permita que sufran. Rosa sollozó bajito. Sobre ese particular, señora, mientras estén conmigo no les va a faltar nada. Alejandro y Graciela
Villanueva, hijos de Otilia, ya se lograron, dieciséis años de edad, se movían por su cuenta.
-¿Qué fecha estamos, negra?
-Diez de abril Alejandro, todo el día.
Llegaba diariamente a las nueve de la mañana y se marchaba a las cinco de la tarde. Monjas y doctores mostraban confusión y lástima ante esta celebridad derrotada. Treinticinco años, el mejor de todos y sin embargo nada. Aquellos partidos en Berlín y para qué.
Alianza Lima cambió de dueños.
Los íntimos perdieron su club por deudas.
Hasta bajaron de categoría y los viejos, Manguera con sus pulmones
carcomidos, Lavalle a quien con engaños hicieron jugar con la barriga
repleta de tallarines, fueron hasta la cancha del Potao, a devolver su club a la división de honor.
Goyo va y viene con su taxi, visita el hospital de beneficencia, lo obsequia con ejemplares de peneca y
billiken, también los diarios, pregunta a los doctores si hay esperanza. Y ellos se van, un poco con la cabeza gacha.
Cristianas campanas anuncian horas y llaman a devociones, se consume el soleado 10 de abril de 1944. Villanueva permanece sumergido en pozos de silencio en este lugar sin intimidad posible.
Mientras visitan los médicos, pasan parientes, trapean pisos, deambulan enfermos en
busca de conversación o a preguntar cómo sigue don Alejandro.
Rosa ha traído tacutacu con su sábana encima, un enorme
apanado. Y ají fresco, huacatay, aceite. Aunque con lentitud, Manguera se comió todo su almuerzo.
Su mamá cocinaba para todos.
Pero cuando estuvo enfermo se le agarró la chochera de que yo le cocinara. Hasta me compró ollas
chiquitas para que le hiciera su comida aparte.
Para él y su hija. Yo cocinaba. Hoy te voy a preparar olluco.
Ya. Y hoy, papas a la diabla. Ya.
Atardecía el 10 de abril cuando Villanueva pregunto: ¿Y mañana, qué me vas a traer de comida? A Rosa la atravesaban pensamientos como papeles en blanco.
No sé, lo que tú quieras. Y agregó: tengo pollo. Manguera meneó la cabeza.
No, el pollo ya me aburrió... ¿sabes? Vas a hacerme un tacutacu bien jugosito.
Varios internos rodearon a Villanueva. También ellos, de niños, lo habían seguido a los estadios, aplaudido a su retorno de Berlín.
Y Manguera, don Alejandro, se animó mientras bebía su vaso de leche con cocoa.
Cuéntenos, Villanueva, como fue la vez que Valdivieso le hizo gol a Inmenso.
Porque habían arreglado un partido con los diablos rojos de Chiclín, para empatar a cambio de toda la taquilla.
Pero los trujillanos se sobraron, hacia el final del partido le hicieron gol a traición a Valdivieso.
Cuatro años tardó Villanueva en tropezar de nuevo con Inmenso en otro partido de provincia. Ahora Juan te va a devolver el gol, mascó Villanueva y los íntimos aprobaron.
Sucedió en Huancayo.
José María Lavalle pasó a jugar de arquero y Juanito tomó el sitio de Villanueva.
¡Cinco goles le hizo a los huancaínos y todo por culpa de Chiclín!
Otra vez campaneaban.
Las cinco, afuera las visitas.
También los internos se despedían.
No le gustaba que yo fuera al estadio.
Pero pude verlo jugar varias veces.
Mi suegra me llevaba.
Alguien decía a Alejandro que su mamá y yo habíamos estado en la tribuna.
Al regresar me decía: ¿tú has ido al fútbol? No.
¡Sí, tú has ido, me han dicho! No.
¿Quién la ha llevado?... ¿usted la ha llevado? Se la agarraba con su mamá.
¡Usted, que es una apoyadora, porque sabe que no me gusta! ¿Por qué la lleva? Y se armaba la discusión.
¿Ella es su hija o yo soy su hijo? ¡O usted quiere más a ella o a mí que soy su hijo!
Hace quince días que Alejandro Villanueva y Rosa Falcón se casaron en este mismo hospital. Juanito Valdivieso, Adelfo Magallanes, Lolo Fernández y Julio Cisneros fueron sus testigos.
Los tuberculosos de la sala Santa Rosa ofrecieron un agasajo.
Don Alejandro quiso mandar por una botella de champaña.
Pero el médico de turno se opuso.
Villanueva no debía beber alcohol.
Al salir, las lágrimas chorreaban por el rostro de su adú Valdivieso.
El 30 Juanito se casó y abandonó la parranda.
No ignora, sin embargo, que su mejor amigo escapa de noche en compañía del velador, a
jaranearse por barrios miserables y a beber cerveza.
Las monjas lo han sorprendido varias veces volviendo por los jardines a las seis de la mañana.
Y su compadre, el gordo Enrique, lo encontró de madrugada en los Barrios Altos, bebiendo con tres desconocidos.
También Rosa se ha enterado pero guarda silencio para no darle cólera.
-Sabes, Rosa, no quiero que te vayas.
-¿Te siente mal?
-No, me siento bien, pero quiero que te quedes.
-Bueno, pues, pero antes voy un rato a la casa.
Eran las cinco y media.
Rosa lloraba sin saber por qué cuando salió del Hospital Dos de Mayo.
Encargó a la bebita al cuidado de su suegra.
De regreso al Hospital, Alejandro había cambiado de opinión.
-Rosa, ven. Eran casi las diez de la noche.
Negra, no te quedes.
Anda a descansar.
¿A qué hora vienes mañana?
-Mañana tengo que comprar pollos.
Rosa se surtía en una granja
por La Parada y hacía el viaje a pie.
Pero antes vendré a verte.
A las seis estoy contigo.
A DOÑA MELCHORA TAMBIÉN SE LO ANUNCIABA el corazón.
¿Cómo está? Algo raro.
Sabe, señora, hoy no duermo.
¿Por qué, Rosa? No, señora, hoy no duermo.
¿Presientes algo? Sí, señora.
Rosa no fumaba pero fue a una chingana a comprar tabaco.
Doña Melchora se acostó a las once.
Su nuera apagó la luz y se recostó en la cama, a fumarse un "country club".
¡Rosa! ¿Sí? ¡Hija tú no duermes nada... toma entonces un poco de café! Sí, señora.
Sabes, Rosa, me he sentido bien dormida y que alguien se echaba junto a mí, una persona se ponía bien pegadita a mi cuerpo.
Entonces Rosa rompió a llorar.
Clareaba el 11 de abril cuando Rosa salió corriendo del callejón.
Pasó la esquina de la comisaría: ni un ómnibus, nada. Trotaba, llorando, desde La Victoria a los Barrios Altos, cuando apareció una carcocha.
Manejaba un taxista que se detuvo al verla agitar brazos pidiendo ayuda.
¡Señor, por favor, lléveme al hospital Dos de Mayo!
La dejó en la misma puerta.
El taxista no aceptó el dinero con que Rosa quiso pagar la carrera.
GOYO SALÍA CON LA MONJITA de la sala Santa Rosa.
Nada más movió la cabeza y se pasó un índice por la garganta.
Rosa aulló desde las entrañas. ¡No puede ser, no puede ser!
A las seis de la mañana dieron por muerto a Alejandro Villanueva.
Le cubrieron el rostro con una sábana.
Dentro de un rato se lo llevarían al mortuorio.
¡Alejandro! ¡negro, negro!
Rosa lo destapó.
Entonces el supuesto difunto abrió los párpados y comenzó a llorar.
¡Alejandro, acá estoy!
¡Negro, negro!
Me miraba, me miraba y sus lágrimas le caían.
¡No te vayas, no me dejes!
Seguía llorando.
Poco a poco fue cerrando sus ojos.
Yo me prendí de él.
Atrás mío entró el enfermero.
Goyo también vino.
Me lo quitaron.
A las siete y catorce minutos de la mañana del 11 de abril de
1944, un médico extendió el certificado de defunción.
Manguera, don Alejandro, acababa de hacer su última jugada de
caracol. Había muerto dos veces.

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