Revista Sociedad

Huesos sin nombre

Publicado el 18 marzo 2015 por Abel Ros

En las fosas comunes yacen miles de huesos sin nombre; huesos revueltos, cada uno de un padre y una madre


Huesos sin nombre
ras un año de investigaciones y 114.000 euros gastados, lo cierto y verdad, es que no se sabe a ciencia cierta, si los huesos enterrados en las Trinitarias Descalzas pertenecen al "manco de Lepanto". No se sabe, queridísimos lectores, porque no hay ADN que lo corrobore. Luego, por muchas evidencias arqueológicas, históricas y antropológicas que respalden la teoría; siempre nos quedará la duda sobre la veracidad del hallazgo. Es, precisamente, este margen de error, o dicho de otro modo, esta ausencia de certeza absoluta sobre la autenticidad de los restos de Cervantes; la que invita a la crítica a reflexionar sobre el asunto. A reflexionar, como digo, para no caer en el mismo error del Quijote, que quiso ver gigantes cuando solo eran molinos. Así las cosas, señoras y señores, por mucho entusiasmo que muestren algunos investigadores, en el fondo de sus palabras subyace el sabor amargo de la frustración. El mismo sabor a limón, que sienten los atletas cuando no llegan a la meta.

Aunque los huesos no sean de Miguel, la noticia ha servido para que esta semana, millones de personas hablen de él. Tanto es así, que esta mañana, en la biblioteca del instituto donde trabajo, no quedaban ejemplares del Quijote. Algo anómalo, si tenemos en cuenta que la mayoría de los adolescentes pasan olímpicamente de la literatura. Les importa un bledo – y perdonen por mi enfado – quién fue Cervantes y, todavía más, si estuvo enterrado en una cripta de Madrid o en un cementerio de Londres. Una alumna me confesaba que su padre era lector asiduo de Cervantes. Hasta tal punto que El Quijote se lo había leído diez veces y todavía se preguntaba: "cómo un recaudador de tercias y alcabalas – "de rostro aguileño (y), de cabello castaño" – pudo escribir algo tan grande desde la Real de Sevilla" Dice su padre, que el Quijote es un libro para leerlo a partir de los sesenta. Lo es – me contaba esta alumna, de gafas de pasta y granos en la cara – porque "trata temas, que sin vivir lo suficiente sería imposible comprenderlos". Cervantes, al parecer – se preguntaba ella – era un fracasado de la vida. Lo era – me comentaba – porque estuvo preso en Argel; fracasó con las mujeres y, para inri, fue condenado por apoderarse de recaudaciones que no eran suyas.

Cervantes – cuánta razón tenía Gabriela, la cuñada de Jacinto – era un hombre sabio en el sentido amplio del término. Un sabio – en palabras de Enrique, un viejo conocido del Halley – es aquel que sabe de qué habla, cuando habla de la vida. Miguel se notaba – a través de sus personajes – que conocía muy bien del pie, que cojeaba la gente. Conocía tanto a los hombres que supo dibujar dos personajes con los mimbres de sus sueños y temores. Aunque el Quijote sea una sátira sobre los libros de caballerías, el mensaje de sus páginas va más allá del diálogo acalorado entre un hidalgo y su escudero. Va más allá, como digo, porque a lo largo del viaje, unas veces somos Sanchos y otras, ingeniosos caballeros. Unas veces nos sentimos grandes y con ganas de aventura y otras, sin embargo, somos cobardes y temerosos por las hostias de la vida. Tanto es así, queridísimos lectores, que Saavedra supo darle la vuelta a la tortilla. Supo, como digo, que las personas no son blancas ni negras, sino grises como la plata. Así las cosas, en la segunda parte de su obra, la influencia mutua de sus personajes hizo que Sancho se pareciera más a su hidalgo y éste a su escudero. Es formidable que dos personas limen sus caracteres por el influjo del otro. Lo mismo que ocurre a miles de parejas; cuando después décadas juntas, no se sabe a ciencia cierta; quién ve el vaso medio lleno y quién medio vacío.

Por mucho entusiasmo que muestren algunos investigadores, en el fondo de sus palabras subyace el sabor amargo de la frustración

Después de leer la noticia sobre los supuestos huesos de Cervantes, me vino a la mente una historia que me contó una señora de Alicante. Decía esta anciana, que en el mundo de los muertos hay nobles y plebeyos. "Si algún día andas por las calles del cementerio – me comentaba -, verás a los ricos en grandes panteones y los pobres en nichos verticales". En la mayoría de los camposantos hay fosas comunes. En tales lugares enterraban a los forasteros; fusilados, y a quienes no tenían donde caerse muertos. En las fosas comunes yacen miles de huesos sin nombre; huesos revueltos, cada uno de un padre y una madre. Algunos con orificios en la frente y otros con los cráneos aplastados. Huesos – me decía Josefina – de poetas perseguidos; sindicalistas clandestinos e infieles guerrilleros. Huesos de mendigos; homosexuales condenados, e incluso de correveidiles descubiertos. En el subsuelo de algunos conventos también hay fosas comunes. Fosas con huesos de curas; de niños abandonados, e incluso, de ilustres escritores.

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