Revista Cultura y Ocio

Í-spn-ya

Por Jesús Marcial Grande Gutiérrez
Í-spn-ya


Quiero pensar que, entre las variadas hipótesis sobre el nombre de nuestro país, la que defiende que proviene del término fenicio "i-spn-ya" (término documentado en tablillas de escritura cuneiforme ugaríticas desde el segundo milenio antes de Cristo), sea la correcta. Lo que sí es seguro es que los romanos le dieron a "Hispania" el significado de "tierra abundante en conejos" y no me extraña pues, si dudas tuvieran, se disiparían al caminar por sus calzadas y sorprenderse de los abundantes conejos que las cruzan, especialmente al amanecer. Muchos historiadores se refieren además a Hispania como península "caniculosas" (conejera) y en algunas monedas acuñadas en la época del emperador Adriano figuran personificaciones de Hispania como una dama senada y con un conejo a sus pies.

Í-spn-ya
Adriano, que nació en Itálica, y le tiraba el terruño, acuñó una moneda en conmemoración de uno de sus viajes a la provincia de Hispania. Ésta es la alegoría de Hispania más famosa se acuñó en Roma; se trata de una figura femenina con una túnica larga, timbrada con laurel u olivo, reclinada hacia la izquierda, con su brazo izquierdo sobre unas rocas, que podrían hacer referencia a los Pirinieos. Con su mano derecha sostiene una rama de olivo. A los pies de la figura aparece un conejo, el animal que teóricamente los fenicios emplearon para nombrar a la península: Hishphanim.
Jesús Marcialem, descendiente de algún lejano antepasado germánico, también hacía sus excursiones temprano por las cercanías de su pequeña villae-adosada en la Hispania Citerior y, aún sin las doradas monedas del imperio, sí iba provisto de móvil donde recogió la lejana imagen de algún gazapo y grabó algunas impresiones:

"Paseo desde las siete de la mañana, por la vía de servicio del Canal del Henares, que rodea mi urbanización en Cabanillas del Campo durante un kilómetro y luego se alarga hasta Meco. Me he incorporado al camino de tierra a la altura de un pequeño puente y desde entonces, lo recorro a buen paso, disfrutando del aire templado de la mañana y, también hay que decirlo, intentando ponerme en mediana forma después de un año de costumbres sedentarias. El camino está flanqueado a la derecha por un talud de tierra que refuerza el perfil del canal y que aparece horadado por cientos de galerías escavadas por esos pequeños roedores que dieron nombre a la Península; a la izquierda, tras la maleza, se extienden naves industriales y, más allá, los campos pintados de un verde primaveral. A ambos lados crecen abundantes cardos y hierbajos y, sobre ellos, numerosos árboles (olmos y álamos) que hidratan sus raíces con la humedad que se filtra del canal. Enseguida, desde que me puse a caminar, empezaron a sorprenderme los pequeños cunículus que saltaban por todas partes. Estimulado por su numerosa aparición comencé a contarles: 1, 2, 3, 4...  Cruzaban siempre desde el terraplén a los matorrales del otro lado donde la espesura les protegía. Los que, apurados por mi llegada, no se atrevían a cruzar, se escondían rápidamente en alguna de las numerosas madrigueras: todo menos dirigirse al borde mismo del canal donde estarían irremisiblemente perdidos. Escasamente andaba diez pasos, apenas doblaba un recodo, aparecían correteando  por el camino: 5, 6, 7...  Mientras avanzaba (8, 9...) estudiaba su comportamiento. Debían notar mi llegada, pero no porque me vieran (jamás miraban al camino), sino que se situaban en él de perfil con las orejas orientadas hacia mi posición y esperaban un momento para asegurarse (el número 10 se había detenido...). Si me detenía se quedaban así, inmóviles a un lado del camino, agazapados, prestos a saltar a la inmediatamente hacia la espesura pero sin decidirse. Podía quedarme varios minutos y el pequeño herbívoro seguía inmóvil,  pero si me decidía a dar un paso más las vibraciones del terreno o su finísimo oído le alertarban y tomaba entonces alguna senda secreta en el laberinto de matorrales. Sé que notan las vibraciones porque cuando voy con la bici me detectan mucho más tarde, hasta el punto de que en una ocasión atropellé a uno de ellos arrollándolo sin contemplaciones. Al reiniciar la marcha el número 10 saltó hacia los cardos. Enseguida aparecieron muchos más (11, 12, 13... 14...). Zigzagueaban por el camino, corrían por el lateral y, por sorpresa, cambiaban de dirección saliendo  perpendicularmente con una agilidad pasmosa (el 15, de improviso...). Sorprendí al número 16 con la guardia baja, al apercibirse tarde de mi presencia; subió desesperado el talud de la derecha levantando una mediana polvareda antes de introducirse en una de las cuevas. Yo seguía mi  madrugadora ruta (17,18...); si caminaba despacio podía, con el sol a mis espaldas, acercarme incluso a unos cinco metros. A veces les sorprendía a esa distancia (19, 20, 21...). Pensaba en la oportunidad de disponer de una escopeta con esos cartuchos que abren las postas en abanico; seguramente mataría tres de un tiro (22,23...) o, siendo más realista -no soy cazador-  podía haber traído mi tirachinas y, quizás, a alguno hubiera acertado ¡Estaban tan cerca! (24...). En una ocasión, recordé, había construido un arco con las elásticas lamas de un somier de madera y varillas de paraguas como flechas: hubiera sido un buen momento para probar la efectividad del invento (25... 26...). Un grupo más grande (27, 28, 29 y 30) saltaba en ese momento, mientras yo fantaseaba sobre la trágica posibilidad de una guerra que nos obligara a buscar el alimento por nuestra cuenta en la naturaleza cercana: unos cuantos lazos en la boca de las muchas madrigueras darían de comer a un familia largo tiempo... (31, 32... ¿era un conejo aquello que se movía? 33...)   Los pequeños herbívoros seguían apareciendo incluso en las proximidades de los polígonos industriales y sus accesos; al parecer no sentían ningún temor por los trabajadores y las máquinas (34...). Yo seguía caminando en silencio entre salto y salto: 35... 36... 37... El número 38 lo encontré inmóvil y tieso en medio del camino, su pellejo hinchado revelaba que la mixomatosis aún hacía estragos en la población.  Continué la marcha, mientras los pequeños animales no cesaban de aparecer (39...). Encontraba de vez en cuando montoncitos de excrementos en medio del camino, pero siempre en un lugar que facilitaba su fuga. Alguien me contó en una ocasión que, desconfiando de los lugares escondidos, los conejos prefieren realizar sus evacuaciones en lugares abiertos donde  pueden auscultar el entorno fácilmente (el número 40 cruzó velozmente a apenas dos metros por delante de mí...). Los excrementos que ahora observaba y que hubieran resultado un excelente abono para mis macetas, estaban ya probablemente reciclados, pues la coprofagia es una necesidad biológica para estos animales al necesitar aprovechar la vitamina B12 de las heces (el 41 y el 42 se alejaron corriendo mostrando al correr la intermitente bandera blanca de sus ancas descubiertas al alzar la cola).  Mientras saltaba hacia la maleza derrapando en el borde del camino, el número 43, distinguí, ya cerca, las urbanizaciones de Alovera, el pueblo vecino. Poco antes de abandonar los tramos arbolado me sorprendió un numeroso grupo que se desplegó por el camino alejándose a un tiempo después de que uno de ellos golpeara el suelo fuertemente con sus patas traseras como señal de aviso (44!... 45, 46, 47, 48...). La mayoría eran gazapos muy jóvenes, apenas un bocado para el posible cazador. Ya rebasada la línea de árboles aún me encuentro alguno más (49... 50... 51...) mientras me acercaba al puente que cruza sobre el canal. Poco antes de pasar al otro lado asustando una familia de patos con sus pequeños patitos que salieron huyendo desplegados en abanico aguas arriba, entreví en los arbustos esconderse el número 52. A partir de aquí, ya próximas las huertas de ocio para la tercera edad del pueblo alcarreño de Alovera, no volvieron a aparecer hasta que en el camino de vuelta,  por el otro lado del canal, aparecieron tres más que se ocultaron rápidamente entre unos altos matorrales en un cruce de caminos, casi al lado de las tapias de los primeros chalets (el 53, 54 y el 55, parecían estar a gusto entre la basura abandonada al lado del camino). 
Ya iniciada la vuelta dejé de contarlos. Seguían apareciendo, eso sí, pero avanzaba el día y eran animales de hábitos crepusculares. Además, los practicantes de footing corrían ya por la pista asustando desde larga distancia a los sensitivos animales. No fueron tantos como en el temprano amanecer, pero seguían saltando gazapos rezagados... "
Jesús Marcialem, el germano, llegó a su villae contento. Esa prodigiosa fecundidad que observó en el campo le había inspirado. Subió a la habitación de su esposa que se desperezaba y se tendió a su lado...

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