Revista Espiritualidad

Iguales y Diferentes

Por Av3ntura

El artículo 14 de la Constitución española afirma, de forma muy políticamente correcta, que “todos somos iguales ante la ley”. Como acostumbra a pasar bastante a menudo en estas lides, una cosa es lo que se plasma sobre un papel y otra muy distinta lo que se acaba materializando en la realidad.

A veces defendemos la tesis de que todos nacemos iguales y nos volvemos diferentes a medida que la experiencia nos va esculpiendo con sus cinceles implacables. Pero, ¿nacemos realmente iguales?

A nivel físico y psicológico, no todos los niños nacen sanos. Los hay que nacen enfermos y que lo seguirán estando de por vida; otros nacen con deformaciones en alguna de sus extremidades o con deficiencias sensoriales; otros con alteraciones en su carga genética o en determinadas áreas cerebrales que condicionarán de por vida sus relaciones interpersonales.

A nivel familiar y social, no todos nacen contando con el amor incondicional y la protección de sus padres, ni en un entorno de bienestar económico, ni en un país que les pueda prometer un futuro digno. Los hay que nacen para ser abandonados en orfanatos o vendidos para asegurar la supervivencia de sus hermanos; otros padecen precariedades de todo tipo, no pudiendo acudir a la escuela y teniendo que trabajar para contribuir al sustento familiar desde edades demasiado tempranas; otros aprenden a hablar entre el estruendo de las bombas y las balas.

En nuestra sociedad democrática que se vanagloria de definirse a sí misma como “la sociedad del bienestar” muchos niños viven en condiciones pésimas, rodeados de estímulos que no les auguran nada bueno. Si estos niños se comparan con compañeros de clase que vivan en condiciones mucho más favorables, es evidente que no pueden considerarlos “sus iguales”, porque se sienten a años luz de ellos.

Lo mismo ocurre con los adultos. Toda la vida han habido ricos y pobres y esa desigualdad social se ha instaurado entre ellos como un muro descomunal que ha separado sus mundos en realidades completamente distintas. Aunque, entre ambos mundos, también encontró su hueco un espacio denominado “clase media” en el que trataron de acomodarse aquellos que, no siendo ricos, tampoco eran muy pobres. Un sector de la población que tenía la suerte de tener trabajo y casa, y de poder hacer frente a todas sus necesidades básicas sin demasiados problemas.

Iguales y Diferentes

Foto de Pixabay- Las margaritas pueden ser de muchos colores distintos, según sean sus semillas o se hayan manipulado externamente con colorantes en la tierra en la que se han sembrado o en el agua que las riega. Pero su color distinto no las privará de seguir siendo margaritas. El color de nuestra piel, nuestras tendencias sexuales, las ideas políticas que alberguemos o las discapacidades que podamos sufrir tampoco nos van a privar de seguir siendo personas, iguales a todas las demás, pero también completamente diferentes. Porque no hay dos personas iguales. Todos tenemos algo que nos hace únicos.


A raíz de la crisis financiera que asoló al mundo entero en 2008, ese espacio social conquistado por la clase media ha ido perdiendo cada vez más territorio y el muro entre ricos y pobres se ha ido elevando cada vez más. A costa del esfuerzo y de los sueños de esas personas que integraban la clase media, los ricos cada vez son más ricos y los pobres cada vez son más pobres.

Esa Constitución de la que tanto se alardea en España y que data de la realidad, ya tan distante, de 1978, ¿está dispuesta a actualizar sus contenidos y a contemplar la nueva realidad del país al que dice representar?

El artículo 14 de esa Constitución no puede mantenerse ni ante la ley, ni ante los hombres y mujeres de 2021. A menos que alguien decida ponerse manos a la obra y todos los habitantes del país empiecen a tener realmente las mismas oportunidades, a nivel de derechos y a nivel de obligaciones. Y esa propuesta, por desgracia, no debe estar en la hoja de ruta de ningún gobierno. Tal vez porque los más desfavorecidos no son precisamente los que ostentan el poder de mantener o derrocar a esos gobiernos. A los que hay que tener contentos es siempre a los de arriba, que son quienes les dan de comer. A los de abajo, con ignorarlos durante toda la legislatura y prometerles una luna que saben de antemano que no llegará a brillar en medio de la noche más cerrada, es más que suficiente.

Si la pobreza y la riqueza nos separan en mundos irreconciliables, otros binomios nos ponen contra las cuerdas, obligándonos a cuestionarnos si somos todos iguales o todos diferentes: La enfermedad y la salud, la discapacidad y la capacidad, la piel negra y la piel blanca, la izquierda y la derecha políticas, el norte y el sur, la heterosexualidad y la homosexualidad son baremos en los que hemos de situarnos y tratar de mantener un equilibrio como en una vieja balanza de dos brazos. Un prejuicio de más o una tolerancia de menos puede decantar todo el peso hacia un extremo y hacernos parecer más o menos enfermos de lo que podemos estar, más o menos capaces de desempeñar nuestras funciones, más o menos xenófobos a la hora de relacionarnos con los demás, más o menos progresistas o conservadores, más o menos elitistas o más o menos homófobos.

Por muy tolerantes y justos que pretendamos ser con todo el mundo, siempre acabaremos molestando la sensibilidad de alguien.Porque todos somos hijos de nuestros padres, pero también de las circunstancias que hemos vivido cada uno. De todo lo que hemos aprendido en nuestra vida, bien a partir de experiencias directas o a partir de los libros leídos, las películas y documentales que hemos visto, los viajes realizados, los amigos que hemos ido atesorando o los maestros que hemos tenido.

Todo ese bagaje nos ha moldeado hasta ser quienes somos hoy, con nuestros aciertos y con nuestras imperfecciones. No tenemos capacidad para entenderlo todo ni comprender a todos. Entre otras cosas, porque no hemos tenido que caminar con los mismos zapatos de cada persona con la que nos hemos cruzado a lo largo de toda nuestra vida. Seguro que hemos sido injustos con muchas de esas personas. Tal vez no intencionadamente, sino por total desconocimiento de la causa de su situación o de su comportamiento.

Hasta que la vida no nos muestra una realidad en carne propia, somos incapaces de verla aunque nos hayamos estado cruzando durante años con personas que padecían esa misma realidad.

Iguales y Diferentes

Astrid Fina
Foto de Diario AS


Así, para una persona que conserve las dos piernas y los dos brazos, no tiene que resultar fácil entender qué siente una persona como Astrid Fina, que tuvo que acostumbrarse a vivir sin un pie y parte de su pierna a raíz de un accidente de tráfico que sufrió cuando tenía 26 años.

Ella no sólo aprendió a aceptar su nueva realidad, sino que tuvo el coraje de reinventarse empezando a practicar snowboard en 2011, sólo dos años después del accidente. En 2014 participó en sus primeros Juegos Paralímpicos de invierno en Sochi (Rusia), quedando sexta en su categoría, y en 2018 logró la medalla de bronce en los Juegos Paralímpicos de Pyeongchang (Corea del sur). Un año después ganó otra medalla, también de bronce, en el Campeonato del mundo de snowboard en Finlandia.

Después de ocho temporadas de duro entrenamiento al más alto nivel, Astrid Fina decidió retirarse del mundo de la competición en 2020. Abanderada del snowboard paralímpico, se ha convertido en una voz imprescindible para normalizar la discapacidad.Participa con diferentes fundaciones, ofreciendo ponencias sobre su experiencia que no dejan a nadie indiferente.

Ella es un ejemplo de que perder una capacidad, lejos de limitarnos en nuestras expectativas de futuro, puede abrirnos a oportunidades que ni siquiera nos hubiéramos planteado antes de sufrir esa pérdida.

En 2021 se ha estrenado el documental “Astrid”, que narra la excepcional historia de superación de esta gran persona.

Todos nacemos capacitados para algunas cosas y discapacitados para muchas otras, pero los que tenemos la suerte de poder aparentar “normalidad” nos creemos con derecho a etiquetar como “diferentes” a quienes se les nota especialmente alguna de sus discapacidades.

Los prejuicios, los sentimientos de pena, la falta de información o el miedo a no saber qué decir, nos llevan a veces, sin pretenderlo, a no acercarnos a esas otras personas que decidimos arbitrariamente que no tienen nada en común con nosotros ni con nuestras “vidas normales”. Da igual si se trata de una persona con discapacidad, o de alguien que viene de otro país, o tiene tendencias sexuales distintas a las nuestras. El caso es que hacemos lo que nos resulta más fácil: pasar de largo, mirar para otro lado, ignorar una realidad por no atrevernos a reconocer que no la entendemos.

Las palabras, más que para separarnos como en la Torre de Babel, deberían servirnos para preguntar eso que no entendemos. Si el idioma es un problema, para algo existen los traductores. Ahora incluso tenemos aplicaciones de móvil que nos pueden ayudar en ese sentido. ¿Qué excusa tenemos para seguir sintiéndonos tan diferentes unos de otros cuando, en realidad, somos tan iguales?

Tal vez nos bastaría con imitar a los niños que fuimos hace muchos años, cuando no entendíamos de color de piel, ni de género, ni de cuerpos perfectos o imperfectos, ni de sueños correctos o incorrectos. Cuando no se hacían preguntas incómodas y cualquier recién llegado se convertía en un amigo. Qué sencilla era aquella vida de cuando teníamos dos, tres o cuatro años... Qué sabio era aquel comportamiento de acercamiento y de cooperación. Lástima que después entraran en juego la competición, el nosotros o ellos, el eterno conmigo o contra mí.

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749


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