Revista Filosofía

In memoriam

Por Zegmed

Los últimos días han sido días de duelo para mí y para mi familia. En menos de dos semanas hemos visto partir a por lo menos cuatro personas queridas, pero entre ellas dos se destacan notoriamente: John y Saúl Suárez. Estar tan lejos del Perú, inevitablemente, lo convierte a uno en espectador de dolores, en un sufriente lejano incapaz de estar al lado de los que lloran, de darles un abrazo, de decirles cuánto siento la partida de estos amigos queridos que nos han precedido en el camino. Que sean estas breves líneas, entonces, una forma de dar ese abrazo, de conmoverme con ustedes a la distancia, de decirles cuánto John y Saúl marcaron mi vida y cuánto serán siempre extrañados.

Quizá la mejor manera de honrar su memoria sea, precisamente, recordarlos avivando el recuerdo de cómo impactaron mi vida. John tenía la edad de mi padre; Saúl era algo más de diez años menor. Uno en sus 50, el otro en sus 40: dos hombres jóvenes que nos dejaron muy pronto. Su presencia, sin embargo, se recuerda con fuerza. Menciono su edad porque es ella, justamente, la que me hace pensar en la alegría que siempre me dieron con su presencia. Recuerdo que alguna vez una tía lejana se preguntaba con cierto asombro en la Peña porqué me gustaba tanto sentarme a conversar con “los tíos”. No recuerdo si aquella vez tuve una buena respuesta. La tengo con toda claridad hoy: porque John y Saúl casi siempre estaban presentes.

Todo el que los conoció sabe bien cuánta alegría siempre llevaban a toda reunión estos dos primos. Gente llena de energía, llena de buen humor, rebosante de una alegría que contagiaba hasta al más adusto señorón. Pero quizá pocos entiendan cómo esto se volvió para mí y para algunos otros un puente entre generaciones. Gente como John y Saúl hizo tantas veces que yo pudiese estar sentado en una mesa con amigos de la generación de mi abuelo, de la de mi padre y de la mía, compartiendo una cerveza, una broma, una buena historia con una naturalidad que despertaba la extrañeza de esta tía y seguro la de algunos otros. Y es que es verdad, ¿con qué frecuencia personas de edades tan disímiles y con historias tan distintas comparten por tantas horas, tan feliz y espontáneamente? A veces me pregunto si mi cariño por Caravelí, me perdonará mi familia, no creció enormemente gracias a estos dos grandes hombres y no necesariamente gracias a mis padres o abuelos. No tengo una respuesta clara para eso, pero sé muy bien que John y Saúl tuvieron un rol decisivo en ese proceso de acercamiento y amor al Club, a la provincia, a su gente. Eso, de suyo, ya constituye una razón para recordarlos siempre, con alegría y con una gratitud indescriptible.

Quizá lo último que quisiera hacer es traer una memoria muy viva, una memoria que como tal contribuye a celebrar la vida. Pues, tocaría preguntarse, ¿qué es la muerte sino una ocasión para celebrar la vida, para recordar a quien nos dejó y, en ese dolor, celebrar todo lo que nos dio, todo el amor que nos dejó? No tengo un recuerdo claro de mi último buen rato con mi tío John, pero sí tengo uno muy nítido de mi tío Saulito. En este último me gustaría concentrar lo que los dos siempre representaron para mí: motivos de inmensa alegría. Era el cumpleaños de mi padre, primero de enero, y Saulito vino de visita a la playa. Comimos, bebimos, bromeamos. La pasamos tan bien que en un arranque de entusiasmo, o quizá en un exceso de él, Saúl y yo decidimos irnos a Lima a ver a dónde nos llevaba la noche. Terminamos, finalmente, cerca de mi casa, cantando en un karaoke como tanto le gustaba a él. Eramos de los pocos en el lugar. Allí lo conocían bien. Saulito era un caserito. Cantamos, bromeamos, bebimos. Fue un día lleno de alegría, una forma maravillosa de empezar el año. Esa no fue la última vez que nos vimos, pero sí la última que compartimos un largo rato entre bromas, abrazos y cariño. La última vez que estuvimos juntos fue en mi cumpleaños, hace poco más de un año. Saulito me regaló una botella de pisco. Un Portón, “es un piscazo, sobrino –me dijo”.

Qué curiosa es la vida. Hoy, en Chicago, sentado en mi escritorio a pocos días de su partida, tengo esa botella frente a mí, muy cerquita. No la dejé en Lima, preferí traérmela conmigo. Nunca la abrí, sin embargo. Quise esperar siempre un momento oportuno, un momento digno de quien me había regalado ese pisquito. En esta noche fría, fría por la ausencia del calor de John y Saulito, toque quizás abrirlo y servir un poquito para calentar este frío, para recordarlos en estos días tristes, para decirles “salud” siempre, queridos tíos y amigos. Descansen en paz. Nosotros nos encargaremos de honrar su memoria y de compartir con los demás su alegría.


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