Revista Cultura y Ocio

In Memoriam: 50 años sin Dashiell Hammett

Publicado el 10 enero 2011 por Alguien @algundia_alguna

El 10 de enero de 1961, hace hoy medio siglo,  Dashiell Hammett moría en su Estados Unidos natal. En su haber tenía dos guerras, un valiente compromiso con la izquierda política a pesar de su paso por la mítica agencia de detectives Pinkerton -germen del FBI- y una mala salud de hierro macerada en alcohol pero, sobre todo, cinco novelas y dos libros de relatos con los que sentó las bases de un nuevo género: la novela negra.

In Memoriam: 50 años sin Dashiell Hammett.

Lo peor que le puede pasar a un sabueso es quedar fuera de circulación. Cuando aún era un cachorro, Dashiell Hammett se movía a sus anchas en las calles de su Maryland natal, donde tras abandonar el Politécnico, vendió periódicos, fue empleado del ferrocarril y estibador, hasta que el llamado del instinto lo hizo reclutarse como investigador de la Agencia de Detectives Pinkerton de Baltimore, empleo en el que, quizás, tuvo el primer contacto imaginario con Sam Spade o con Nick Charles, sus torvos alter egos de El halcón maltés y La llave de cristal. Sin embargo, la vida suele ensañarse con la vocación de los hombres libres y la guerra puso en pausa su aventurera profesión, y se alistó en el cuerpo de ambulancias y transportes de la American Field Service con cuartel en Francia. Ahí, el futuro novelista sufrió el revés de la fatalidad: contrajo tuberculosis, le endosaron una licencia médica y lo despacharon de vuelta a Estados Unidos.

Inmovilizado, o tal vez sea mejor decir, domeñado físicamente para seguir en la investigación de campo, el sabueso trabajó un año más en la Pinkerton y después probó fortuna como publicista de un joyero de San Francisco, pero aquel oficio era poco, demasiado poco para su espíritu merodeador, una energía que brotaba del apego a los bajos fondos y del gusto por desentrañar misterios y penetrar hasta el último rincón de los avernos delictivos, por lo que curado a medias de la tuberculosis, se prescribió a sí mismo un riguroso régimen de alcohol y en 1922, comenzó a escribir relatos policiacos para el magazín Black Mask, editado por Joseph Shaw, de los que surgiría su personaje favorito, el Agente de la Continental, un individuo sin nombre, bajo y mofletudo, entrenado para no caer en ninguna trampa afectiva, psicológica, sensual o emocional que pudiera perturbar o confundir su olfato, porque el mundillo violento y despiadado que Hammett concibió, era para puros canes desconfiados y correosos.

Desconfianza. Ese es el atributo esencial para sobrevivir en sus historias, monumentos a la fealdad, el complot y la traición, donde hasta el tipo más duro puede resbalar con una simple fullería o cualquier mujer hermosa puede llevar bajo la piel a una femme fatale o, peor aún, se puede amanecer en la cama de un hotel de quinta clase con un tiro en la frente o veinte puñaladas en el cuello o la barriga, hasta que esa muerte que no es pero podría ser nuestra, sea aclarada por el cochambroso detective que fuma y bebe, observa, inquiere, anota, busca, allana, profana y compromete, porque el deber es lo único inquebrabantable en ese espacio que inspira suspicacias. Quizá es por ello que Raymond Chandler dijo que la obra de Dashiell Hammett reveló las mefíticas pero protectoras posibilidades de la duda, ya que si nos apegamos al saludable ejercicio de la sospecha, podríamos descubrir los secretos de la gente que nos rodea, la más agresiva, la más pasiva o insignificante, pues nadie sabe, a ciencia cierta, lo que hay debajo de la máscara social. Lo dijo así, en uno de sus ensayos sobre la novela negra en El simple arte de matar: “el realista de esta rama literaria escribe sobre un mundo en que los pistoleros pueden gobernar naciones y casi gobernar ciudades, en el que los hoteles, casas de apartamentos y célebres restaurantes son propiedad de hombres que hicieron su dinero regentando burdeles; en el que un astro cinematográfico puede ser el jefe de una pandilla, y en el que ese hombre simpático que vive dos puertas más allá en el mismo piso, es el jefe de una banda de controladores de apuestas; un mundo en el que un juez con una bodega repleta de bebidas de contrabando puede enviar a la cárcel a un hombre por tener una botella de un litro en el bolsillo; en que el alto cargo municipal puede haber tolerado el asesinato como instrumento para ganar dinero, en el que ninguno puede caminar tranquilo por una calle oscura, porque la ley y el orden son cosas sobre las cuales hablamos, pero nos abstenemos de practicar; un mundo en el que uno puede presenciar un atraco a plena luz del día, y ver quién lo comete, pero retroceder inmediatamente a segundo plano, entre la gente, en lugar de decírselo a nadie, porque los atracadores pueden tener amigos de pistolas largas, o a la policía no gustarle las declaraciones de uno, y de cualquier manera el picapleitos de la defensa podrá insultarle y zarandearle a uno ante el tribunal, en público, frente a un jurado de retrasados mentales, sin que un juez político haga algo más que un ademán superficial para impedirlo”. Mejor definición de la obra de Hammett, ninguna, pues basta con internarse en sus novelas, sea Cosecha roja (1929), La maldición de los Dain (1929), El halcón maltés (1930), La llave de cristal (1931) o El hombre delgado (1934), para reconocer que en aquellos territorios que nos remiten al universo cotidiano, la ley y el orden efectivamente brillan por su ausencia, y que los personajes (como nosotros en la vida diaria), se ocupan de mantener la cabeza a flote para no ahogarse en la marea.

In Memoriam: 50 años sin Dashiell Hammett.

Cosecha roja o la revelación de que el infierno no tiene límites poblacionales ni fronteras. El Agente de la Continental llega a Personville, mejor conocida como Poisonville (“Villa Veneno”), para esclarecer un homicidio en el que prácticamente está implicado todo el pueblo; La maldición de los Dain, donde el mismo detective investiga un robo de diamantes, entabla un duelo intelectual con el escritor Fitzstephan, combate a un hombre de nariz larga y otros matones de ínfima ralea, y descifra el anatema de familia, donde el padre esconde esqueletos en el clóset y la hija está implicada en líos de drogas y cultos siniestros; El halcón maltés, el título más célebre pero no el mejor de Hammett, gracias a la adaptación que John Huston realizó en 1941 con Humphrey Bogart en el papel de Sam Spade y Mary Astor en el rol de Brigid O’Shaughnessy, donde un legendario cernícalo cubierto de diamantes, es el objeto de discordia de un puñado de codiciosos y asesinos; La llave de cristal o las peripecias del jugador y estafador Ned Beaumont, que opera uno de los bandos de las pandillas en conflicto, y El hombre delgado, donde a través de la torcida relación del detective Nick Charles con su joven e inteligente esposa Nora (según los críticos, una alegoría de la relación de Hammett con Lillian Hellman), el crimen se entreteje con la tribu de los Wynant, la familia más grotesca de todos sus relatos.

A Dashiell Hammett le suelen escamotear la significación y trascendencia en la literatura norteamericana, a pesar de la indudable crítica social que revisten sus historias (recordemos que se sitúan en pleno Crack del 29 y en la época de la prohibición), quizá porque escribía sin ambages ni abalorios o porque su mirada era absolutamente descarnada: sus criaturas solían carecer de cualidades, sólo eran cáscaras humanas cuyas esencias estaban a flor de piel, en los rostros o en las encías, en las orejas, los dientes, el abdomen, la nariz o los mentones, por lo que sus héroes debían echar mano de una frenológica intuición para determinar quién o quiénes eran aliados o enemigos, aunque algunas veces caían en el engaño, y la fábula se engarzaba en una espiral de impensados desenlaces.

En 1946, el sabueso ingresó al Congreso Nacional de los Derechos Civiles de Nueva York, de ideas afines a la izquierda. Tres años más tarde, el macarthismo puso a sus miembros en la mira y Hammett fue encarcelado en 1951 al negarse a proporcionar información. ¿Y cómo iba a hacerlo, si una de sus frases emblemáticas dicta que “no es tan sencillo decir la verdad, cuando se ha perdido la costumbre”?

Destruido por el alcohol y minado por la tuberculosis y el tabaco, Dahiell Hammett abandonó la escritura poco después de publicar El hombre delgado. Lillian Hellman lo padeció hasta su muerte, el 10 de enero de 1961, en el Hospital Lennox Hill de Nueva York. El último suspiro, tal vez, le hizo recordar aquella escena de La maldición de los Dain, donde sus alter egos, el detective y el novelista, se reprochan uno a otro el modo en que se ganan (o despilfarran) la vida, pues la paga, como siempre, es lamentable:

—Pero… ¿es posible que viviendo como vives de husmear en las vidas ajenas, estés burlándote de la curiosidad que la gente me inspira y mis desvelos por satisfacerla?

—Somos diferentes —le contesté. —Mi trabajo tiene por finalidad meter a la gente en la cárcel; y me pagan por ello, aunque no tanto como debieran.

—No veo la diferencia. El mío tiene por objeto encerrar a la gente en un libro, y por eso me pagan, aunque no tanto como debieran.

—Sí, ¿pero de qué sirve eso?

—Dios lo sabe. ¿Para qué sirve meter a la gente en la cárcel?

—Alivia la congestión —dije. —Si metieran en la cárcel a una cantidad suficiente de personas, no existirían problemas de circulación en las calles.

Circulación. Movilidad. Acción. Desde la parálisis prematura de 1922, Dashiell Hammett conjuró la maldición de los sabuesos combatiendo con la máquina de escribir, pero ahí los guetos se ensancharon y poco a poco descubrió que, como en el infierno, los monstruos suelen desbordarse en ese limbo que no por imaginario deja de ser tan parecido, demencialmente parecido al mundo real.

La maldición de los sabuesos. Texto: Iván Ríos Gascón. Publicado en Suplemento Laberinto. Diario Milenio. 08.01.2011


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