Revista Cultura y Ocio

Isabel de la Trinidad y la familia

Por Maria Jose Pérez González @BlogTeresa

Isabel de la Trinidad y la familiaMaría del Puerto Alonso, ocd Puçol

Santa Isabel, como pasa con todos los santos de nuestra Orden, no escribe ningún tratado sobre la familia. Pero, de su vida y sus cartas, se pueden entresacar muchas enseñanzas.

Isabel vino al mundo en un ambiente militar. Con padres y abuelos militares, nació en el campo militar de Avor, en Francia. Sus primeros años de vida pasaron, por tanto, animados al toque de trompeta, en medio de la disciplina y el orden.

Sus padres no eran jóvenes. Cuando Isabel nació, su padre tenía 48 años y su madre 34.  Su padre (José Catez) era un militar enérgico, que pasó por la guerra y por ser prisionero en Sedán. Su madre (María Rolland) era sensible y amigable. Perdió un primer novio en la guerra, lo que la sumió en una profunda tristeza. Pensó en algún momento de su vida en hacerse religiosa, pero se casó con José en 1879. Mujer escrupulosa de conciencia y con mentalidad jansenista.

Fruto de este matrimonio sería Isabel, que nació el domingo 18 de julio de 1880. En las cartas de la señora Catez habla de la niña de 21 meses de la siguiente manera: “Es un verdadero demonio, se arrastra, se necesita cada día un par de pantalones blancos”, es “una gran charlatana” – añade. En 1882 el abuelo paterno pasa a formar parte del núcleo familiar, a la muerte de su esposa. En 1883 nació la única hermana de Isabel: Margarita (Guita). Pero mientras su hermana pequeña era de temperamento dulce, Isabel era  “muy viva, incluso colérica: berrinches, verdaderos berrinches, muy diablo”. En el control de este carácter de Isabel influirá no poco su madre. Una mujer de temperamento minucioso y directivo.

Pronto, el dolor visitará a la familia. El año 1887 comienza con la muerte del abuelo y termina a principios de octubre con la muerte del padre. Enfermo del corazón hacía años, José tiene una crisis que no supera y muere en brazos de su hija Isabel. Ella misma narra ese momento en una poesía dedicada a su padre:

“Fue en mis brazos débiles de niña,
brazos que tanto te abrazaban
mientras duró tu corta agonía,
último combate de la vida.
En vano traté de retener
ese tan largo, último suspiro…”.

La muerte del padre provocará un nuevo cambio de casa, debido a la reducida pensión de su madre. Desde la ventana de su nuevo hogar, Isabel puede contemplar el Carmelo de Dijon. También lo describe en un largo poema del que extractaremos solo el comienzo:

“Mi habitación es sencilla, pequeñita,
pero me gusta por su gran balcón,
pues veo desde allí a las carmelitas
y escucho su armonioso carrillón.
Cuántas tardes, triste y soñadora
voy a contemplar mi querido Carmelo,
mientras su campana melodiosa,
dulce y lento sonido envía al cielo…”.

Su madre la introduce, ya adolescente, en la lectura de Santa Teresa, sin sospechar que su hija ya anhela ser carmelita. Mientras, las tres mujeres (la madre con sus dos hijas) viajan a menudo a visitar amigos o familiares, y tienen una vida relajada. Pero cuando la madre de Isabel descubre la vocación religiosa de su hija, se opone totalmente. Al principio, le prohíbe volver a visitar el Carmelo, hasta que poco a poco va levantando la prohibición. Isabel trata de vivir la voluntad de su madre como voluntad de Dios. Sigue participando en fiestas y bailes. Pero una amiga, en plena fiesta exclama: “Isabel, ¡tú ves a Dios!”. Y los muchachos que participan, bailan con ella,  pero se dicen: “Esa no es para nosotros, basta observar su mirada”. Por fin su madre le da permiso para entrar en el Carmelo, pero a los 21 años. Isabel espera anhelante. Los últimos meses fueron para las tres un auténtico Calvario. Su hermana la apoyaba, aunque también sufría con la vocación de Isabel. La joven postulante iba a ir a la fundación de Paray-le-Monial, pero en atención a su madre, se decidió a última hora que ingresaría para quedarse en Dijon. El 2 de agosto de 1901, Isabel abandona para siempre su casa para entrar en el Carmelo. Pero antes de hacerlo, se arrodilla ante el retrato de su padre para pedirle una última bendición.

En el Carmelo, Isabel forma parte de una nueva familia: la supriora, Germana de Jesús (que en breve pasará a ser la nueva priora), y algunas hermanas acogen a la joven postulante. Pero no rompe por ello con su familia natural. Isabel trata de hacerse cercana a sus familiares y amigos, pero sobre todo a su madre y hermana, a través de las visitas en el locutorio o –cuando estas no son posibles por viajes de su familia–, mediante cartas.

Apenas cuatro meses después de su entrada, Isabel es admitida a la “toma de hábito” que en aquella época era una fiesta en la que la futura novicia hasta vestía de novia. Según la costumbre de Francia, Isabel pasó unas horas sin clausura con su familia. Se guardan fotos de aquella circunstancia, donde se palpa la tensión y el sufrimiento de ambas partes por la próxima separación. Apenas un año después, la novicia hará su profesión definitiva, esta vez en una ceremonia privada.

Desde el convento, Isabel, a través de sus cartas, comienza a ejercer una verdadera dirección espiritual en su madre, hermana, familiares y amigos. Tras una primera temporada, en la que trata de tranquilizarlos respecto a su felicidad, poco a poco va profundizando en sus escritos, que al principio comienza con el encabezamiento tradicional de “JM+JT” (Jesús, María + José y Teresa), pero a los que al final de su vida añade frases bíblicas.

Al principio de estar en el Carmelo, Isabel se ilusiona al pensar que su hermana Guita seguirá sus pasos. Pero, poco después, esta se promete y se casa. En breve, comenzará a tener hijos (Isabel conocerá sus dos primeras sobrinas). Según la mentalidad de la época, su hermana podría ser una mujer piadosa, pero no más, debido a su estado de casada. Pero Isabel le insiste una y otra vez en que ella, como cristiana, también tiene una vocación contemplativa y debe de vivirla a fondo. El matrimonio y la maternidad no son impedimento para vivir esta contemplación, sino todo lo contrario. En una carta a una tía suya en 1902 ya deja entrever estos pensamientos: “Por tu parte, querida tía, rézale un poco por mí (a Sta. Teresa), para que llegue a ser una verdadera carmelita, es decir, una santa, ni más ni menos. Pide también por nuestra Guitita para que Dios sea muy amado en esa pequeña familia. Pienso que será así, pues los dos son muy piadosos. Doy gracias al Señor por haber escogido para mi hermanita un hombre tan formal; su familia es profundamente cristiana. Tuve el otro día la visita de su hermano que está en el seminario, un alma toda angelical, toda llena de Dios…”.

Un poema que Isabel dedica a su hermana un año antes de morir es todo un tratado de lo que le quiere transmitir: “¿Conoces, hermanita, tu riqueza? – ¿sondeaste tal vez el Abismo del Amor? – vengo a revelarte la inefable ternura – que mira sobre tu alma noche y día. – Con mirada simple, contempla Guita mía, – el “misterio oculto” que obra en tu corazón: – “El Espíritu Santo te escoge por su templo, – ya no te perteneces… y esa es tu grandeza. – Bajo su toque divino permanece en silencio – para que se imprima en ti la “La imagen del Señor”. – Fuiste predestinada a esta semejanza – por un decreto oculto del mismo Creador. – Ya no eres tú, te cambias en Él mismo, – en cada instante se obra esta transformación. – Agradece al Señor este querer supremo, – se abisme tu alma en santa adoración… – Y pase lo que pase, “cree siempre en el Amor”…” Termina el poema animando a su hermana a no despertar a Dios si duerme en su corazón y aconsejándole que eduque a sus dos hijas orientando su corazón “hacia el Dios todo Amor”. Fima “La que adora el don de Dios”. Antes de morir, escribirá un tratado: “El cielo en la fe”, que dedicará a su hermana, donde insiste en todos estos aspectos con abundantes citas bíblicas.

A veces no se ha comprendido la postura de la madre de Isabel, respecto a su vocación y se la presenta como una mujer extremadamente dura. Hay que comprender lo que suponía para esta mujer viuda la separación de su hija, a la que amaba tiernamente. Además, la misma Isabel compara más de una vez a Dios con una madre, cosa que no haría si tuviese una relación con su madre tan traumática. Un ejemplo: “Entonces voy a Él como va el niño a su madre, para que Él llene, invada todo y me tome y lleve en sus brazos. Me parece que hay que ser muy sencillos con el Señor”. Isabel intentará llevar a su madre por el camino de la oración ininterrumpida y de la confianza en Dios, ejerciendo una verdadera maternidad espiritual sobre ella.

No es la única maternidad que ejercerá sobre una madre. Su madre priora, la Madre Germana, experimentará esta misma influencia de la que fuera su novicia y primera monja que profesó en sus manos. Le enseña a no temer, a “dejarse amar” por Dios, a creer en el profundo y gran amor de Dios para con todas sus criaturas.

Y ahora, sigue ejerciendo este magisterio en nuestra Orden y en la Iglesia, enseñando a muchas personas a vivir en oración y adoración constante al Dios Trino que nos habita.

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