Revista Cultura y Ocio

Janucá V

Publicado el 23 julio 2011 por Zeuxis

JANUCÁ V
JANUCÁ V
La purificación del amorCHINATOWN Y CINEMA PARADISO
En mi ciudad hay dos barrios chinos. El primero es misterioso, el segundo, en cambio, es ordinario. Uno está circunscrito a las propiedades y caprichos del espejismo y el otro está dispuesto a las variaciones de la clepsidra y los sentimientos.Por eso cuando Diana Kaulitz me citó en Chinatown no supe cuál elegir. Ambos barrios los conocía pero el mensaje de Kaulitz era confuso.«Te espero en el barrio chino, a la hora en que León de Greiff veía fugarse los crepúsculos. Estaré allí donde hay un dragón que tiene dentro de su ojo el mapamundi, mis uñas estarán pintadas de un azul oxidado y estarán adornadas con cuernos de lunas en fase menguante.Recuerda que en el restaurante donde te espero siempre hay un perro criollo, de color azabache, que tiene un impostado ladrido de asmático. No llevo sostén. La calle está adornada con serpentinas, los faroles cuelgan encendidos, y siempre, a la hora en que te voy a esperar, del “Zurcidor japonés” sale el anciano Honda a recibir las mariposas luna.Una cosa más. Estaré al lado de la vitrina que exhibe los shooji. Me encanta el gato color de arequipe que sonríe dormido. ¡Quiero que me lo compres esta tarde!»Eso era todo. Ni una referencia clara, ninguna dirección, sólo cosas comunes, señales que se repetían con idéntica textura y carácter en las infinitas cuadras de mis dos chinatown.La nota había sido escrita con algún tipo de tinta que, al parecer al contacto con el oxigeno, se oxidaba y por eso demarcaba en un añejo color de óxido. El papel era artesanal y tenía dos tréboles ubicados en esquinas contrarias. Tenía residuos de de espigas y  sombrillitas de copos de diente de león; siendo sincero, el conjunto no desentonaba con el rosado color del papel ya que estaba estéticamente organizado hacia los bordes dando la apariencia de un marco. El papel, bastante grueso, lo llenaba de una fragilidad alarmante, su textura y hechura parecía podía llegar a quebrarse en cualquier instante. Lo más extraño y lo que más me impresionaba en aquella nota era el lenguaje tan pulido y exacto; el léxico que esta mujer utilizaba para expresarse y para ser tan gustosamente imperante parecía presentar o denotar la silueta de alguien erudito o por lo menos misterioso.Por otro lado también había otra incógnita que llenaba de un halo de acertijo a toda la misiva; a decir verdad, en mi ciudad nunca ha habido barrios chinos. La cuestión es que hay dos calles que parecen como si fueran mercados de pulgas. Están llenas de chinos, de todos los chinos imaginables: de vendedores que corren y  huyen, de contrabandistas que buscan seducirte con un guiño siniestro mientras, con orgullo, se acomodan su raido sombrero de vuelta, de Bruce Lees flacuchentos que se acercan, acosando-ofreciendo sus almuerzos ejecutivos mientras se cuelgan  trapos sucios y pútridos en las mangas grises de sus camisas blancas, de niños que, con el vientre abultado y los mocos escurriéndose sobre su rostro, se montan sobre la espalda de los perros callejeros llenos de sarna que se encuentran inmovilizados por la enfermedad en la entrada de rojos anticuarios. Hay loros repletos de piojos, gatos empecinados entre las rejillas de las alcantarillas a la espera de que salga alguna rata, aletas de pescado tiradas a podrir entre los canales y arroyuelos grises y espumosos por donde flotan cucarachas y coles podridos. Sombrillas, carretas, gritos, serpentinas, camionetas aparcadas en mitad de la calle exhibiendo sus entrañas vegetales, cuajadas rancias y ancianas con las tetas escurridas como si se tratara de dos ahorcados que se balancean inertes en su pecho.No sabía a qué barrio acudir. El primero lo recuerdo bien; tenía apenas unos 12 años, padre nos había traído a la ciudad. Una tía había dejado venir  a mi primo Daney. Padre nos llevó por detrás de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, por una de las calles que iban hacia el occidente. El barrio en aquella época carecía para mí de direcciones, sólo recuerdo que un restaurante del pacífico inauguraba la entrada al Chinatown.Hoy en día es fácil dar con él, sólo se trata de subir por toda la quinta hacia la Tadeo, tres cuadras antes de llegar a la Universidad se voltea en escuadra hacia el occidente por la 23 y listo. Es como si la ciudad, de pronto, sucumbiera a un cambio mágico, a una dimensión donde todo parece salido de una película.Aquella tarde de mi infancia, Daney y yo nos apartamos de la familia y nos dimos en merodear por tan fantástico mundo.Estábamos embelesados, cada zarandaja de ese mundo nos parecía una reliquia y brillaba para nosotros con una luz más contumaz que la de las piedras preciosas.De pronto mi primo deletreó hasta descifrar el letrero: “Zurcidor japonés”. La palabra “zurcidor” nos hipnotizó. ¿Qué sería un zurcidor?, ¿qué extraño oficio practicarían allí?, ¿que venderían? y ¿a quiénes se les vendía lo que comerciaran adentro? Nos hacíamos esas preguntas sin hablarnos, pero sabíamos que estábamos estrechando las mismas incógnitas porque caminábamos acercándonos hacia ese lugar con una parsimonia de detectives como cuando jugábamos a policías y ladrones en el solar de los abuelos.Pronto estuvimos frente a la puerta de entrada de la tienda. Estaba cerrada y mallas metálicas cubrían las vitrinas con frialdad absoluta.De pronto la puerta se abrió, nuestros ojos también se abrieron sorprendidos. Temblábamos abrazados. Un anciano, casi de la misma estatura que nosotros, calvo y con los ojos entornados hasta el delirio de una sospecha indescriptible comenzó a caminar hacia la calle  con los brazos extendidos.Sus manos estaban repletas de polen. Un enjambre de “mariposas lunas” casi trasparentes comenzó a volar desde algún lugar del cielo hasta el cuenco de sus manos.El anciano sonreía mientras nosotros guardábamos para si aquella imagen como nuestra máxima joya, como una recompensa de esa travesura. Aquel  cromo del vejete hablándole y mimando a las mariposas que llegaban a sus manos como si fueran palomas fue apoteósico.Padre nos llamó furioso desde el restaurante que estaba al lado. Abandonamos al viejo y corrimos hacia el castigo. Éramos felices. Recuerdo que Daney dijo, antes de llegar donde nos esperaba padre, que la próxima vez que viniéramos compraría uno de los afiches que había al lado de la tienda del japonés y que al regalárselo a su primera novia, después de hacerle el amor, le contaría lo que había visto aquella tarde.Mientras terminábamos el almuerzo, rodeados de regaños, con la mirada nos prometimos que algún día volveríamos.El otro barrio lo conocí un año después, a madre le encantan las películas de terror y en la única parte que podía tolerarlas en público era en el “cinema paradiso”, un cine poco convencional que competía con la cinemateca distrital.Madre solía frecuentar ese cinema porque decía que en él era en el único cine que se podía ver una película en completo silencio y además sentir la atmosfera de lo que en realidad era un cinema.Recuerdo que fue allí donde vi la película “El oso”, recuerdo que lloré, recuerdo que duré varios meses con pesadillas y que me entristecía cada vez que me acordaba del lamento desamparado del osezno ante el cadáver de su madre que acaba de sucumbir ante la balas de un cazador que todos llegamos a odiar esa noche en la sala del cine.Aquel cinema sigue siendo una insignia. En él muchos acontecimientos se dieron: la primera película de Passollini la pasaron allí, así como las operas primas de Robert Bresson, David Lynch, Bernardo Bertolucci, Gaspar Noé, Giuseppe Tornatore, Akira Kurosawa y Nagisa Oshima. El cinema está ubicado en la carrera séptima. Por esa carrera están casi todas las cosas coleccionables y museológicas de mi ciudad. Es la calle del turismo y la bohemia. Allí están el teatro, los callejones de ventas tradicionales, los restaurantes vegetarianos de los musulmanes y los indios y además se encuentran las torres de rock and roll, el mirador de la ciudad, los mac donalds, las rodeo y hasta las catedrales ajedrezadas de oriente con los parques de la independencia que siguen ostentando sus Caldas, sus Humboldt y sus Bolívares cagados hasta la herrumbre del olvido por las palomas.Antes de llegar a el callejón de artesanías de “Colombia linda” hay una cuadra repleta con balcones estropeados, al final, en la esquina, hay un puesto de revistas de comic de los sesenta y setenta, al voltear por esa esquina uno se adentra en el Chinatown.El día que conocí este barrio entré con madre. Ella quería que conociera algo rotundo. Quería que le hablará a una prostituta. Todavía en ese barrio se les llama meretrices.Era ya de tarde cuando nos internamos en esa dimensión. Yo buscaba asirme del brazo pero madre me empujaba y me obligaba a caminar sólo. Algunos niños se percataron de lo que sucedía y se burlaban. Sus risas me hacían sentir más desamparado.Pero al pasar por el frente del “Zurcidor japonés” el alma y la felicidad volvieron a mí, ebrias de recuerdos. Mi alegría parecía un delfín saltando sobre las olas.Mi madre tiene el pelo largo y liso del color de la escaña silvestre con visos relumbrantes de centeno que cuelgan hasta sus glúteos, siempre viste de negro. Mi padre la llama “su sentimental Negrón” y cuando ella levanta los brazos parece como si fuera a volar. Madre tiene unos ojos del color de una sangrienta batalla y navegan en su color purpúreo trazas de oro, esas harijas de polvo encandelillado parecen en la noche querer salir de sus ojos como si fueran luciérnagas. La piel de sus párpados es tan delgada que pareciera que siempre estuviera despierta como un pez y cada hendidura palpebral deja al descubierto unas escleróticas blancas como la niebla que reposa a la madrugada sobre los páramos. Sus pestañas tienen la elegancia de un pavo real y sus labios parecen dos amantes entrelazados flotando en medio de su nívea cara. Su rostro más que cultural, es mitológico, es estelar, podría decirse sideral. Mi madre es hermosa.Delgada, de senos duros para amamantar un dios y redondos como sólo los pueden tener las mujeres de la revista de “África Blanca” o “Kalimán”, senos como solo pueden lucirlos Monica Belucci y Eva Green. Madre tiene un rostro esplendente como el de Rachel Weisz y brilla con esa travesura que muestra Kate Winslet en Eternal Sunshine, con esa malicia de Uma Turman en Pulp Fiction además su risa tiene ese aire entreverado de la risa de  Diane Keatton en Anie Hall. Madre es tan perfecta como un basilisco. Madre es preciosa.Pero madre fue cruel ese día conmigo. Cruel como sólo puede serlo una mujer fatal.   Al pasar por el “Zurcidor japonés” un anciano se atravesó en nuestro camino mientras sonreía.Antes de que aparecieran las mariposas le pregunté a madre por el nombre de esas diminutas y bellas palomillas que, sabía iban a abrevar en el cuenco polinizado del anciano.Madre sin voltear siquiera, respondió que se llamaban “mariposas luna”, cuando volvía la vista atrás, un grupo de ellas planeaban sobre mi madre. ¡Madre!, ¡madre!, las mariposas, ¡mira! Le gritaba mientras corría y saltaba a su alrededor. Poniendo su dedo sobre la comisura de mis labios, me pidió silencio y siguió. Recuerdo todavía esa caricia, ese dedo que en la yema llevaba una luna y que estaba pintada con un esmalte herrumbroso. Su uña se hundió tiernamente en mi piel y cuando la separó sentí escalofrío.Ambos recuerdos tienen un valor emocional incalculable y de alguna manera después de ellos no volví a  ser el mismo. El primero me convirtió en un aventurero y el segundo en un hombre. Aquel día nos castigaron pero cada que teníamos una oportunidad, nos escapábamos y volvíamos al barrio chino. Aquella tarde con mi madre conocí una prostituta y desde entonces supe que la mejor compañía para desahogar mis penas no era una botella de licor sino una desconocida a la cual se le pagaba por escuchar y olvidar.La cuestión ahora consistía en saber en cuál barrio me había citado Diana Kaulitz.El acertijo era un verdadero reto, Diana conocía muy bien Chinatown, en ambos barrios había un restaurante con un perro mugriento de color azabache, en ambos las calles estaban adornadas con serpentinas y con faroles encendidos, en ambos las vitrinas exhibían shoojis. Sólo una cosa no tenía una de las calles, el shooji con el gato color de arequipe, ese cartel como lo llamó mi primo y que iba  a comprar para regalárselo a su primer amor.Sólo una cosa faltaba en los dos Chinatown: el dragón con el mapamundi dentro de su ojo.Me arriesgue por el primer Chinatown. Toda la noche la pasé pensando en el dragón. 


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