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Juego de tronos: el principio del fin

Publicado el 28 agosto 2017 por Jorge Bertran Garcia @JorgeABertran
JUEGO DE TRONOS: EL PRINCIPIO DEL FIN

Acabada la séptima temporada de Juego de Tronos podemos decir que ha muy sido divertido. Como ya sabéis, la ficción televisiva creada por David Benioff y D.B. Weiss ha sobrepasado las novelas de George R.R. Martin, y eso ha sido bueno y malo a la vez. Por un lado, la trama pisa el acelerador: el ritmo narrativo ha sido mucho más ágil, lo que se traduce en una serie más entretenida. Esto elimina uno de los grandes problemas de esta adaptación: su exceso de fidelidad al original literario -para complacer al autor y a su legión de fans-. Esta fidelidad era sin duda un lastre: una cantidad exagerada de personajes, tramas, y nombres de reinos fantásticos a recordar, expuestos farragosamente y en menoscabo de una propuesta visual más elaborada. Cada temporada de JdT había sido hasta ahora algo así como ocho capítulos de exposición y una gran batalla en el noveno, para recompensar nuestra paciencia. Ahora que Benioff y Weiss van por libre, sin ataduras, la serie encuentra un lenguaje más visual: hay más acción y menos escenas de diálogos en cámaras de palacios. Además, los elementos fantásticos crecen: ganan protagonismo los dragones y el ejército de muertos vivientes, que se acerca lentamente desde el primer episodio de la primera temporada. Ahora bien, también es cierto que Juego de Tronos ha perdido densidad. Los conflictos shakespereanos, la lucha entre familias por el poder, se han diluido en favor de lo que parece una partida de Risk. Las metáforas políticas se han simplificado hasta ser esquemáticas: los oprimidos contra los poderosos. Todo esto ha causado un cómico malestar entre los que consideraban la adaptación de la obra de Martin una serie "de calidad". Esos que confundían su pesada narrativa con profundidad y que ahora se quejan de la "teletransportación" de los protagonistas. Tienen su parte de razón, pero también es verdad que Daenerys Targaryen (Emilia Clarke) había tardado 60 capítulos en llegar a Poniente. También es cierto que JdT ha perdido algo en originalidad y en capacidad de sorpresa. Martin estaba escribiendo una historia río en la que la premisa original no era más que una excusa para crear personajes y situaciones, profundizando en ellos sin prestar tanta atención a la trama general. La ficción televisiva post-Perdidos exige sin embargo un desenlace claro -que ahora mismo parece bastante predecible- para que los fans no se sientan "estafados". Las muertes inesperadas que han hecho famosa -y excitante- esta serie ya no existen. Benioff y Weiss siguen viviendo de la traumática Boda Roja. Resumiendo, esta séptima temporada ha sido muy entretenida, vibrante y a pesar de las críticas de los aburridos defensores de lo "creíble", fiel a la esencia de Juego de Tronos. Analizamos ahora cada capítulo, por supuesto, con spoilers.

JUEGO DE TRONOS: EL PRINCIPIO DEL FIN

El primer capítulo de esta séptima entrega, Dragonstone, es el mejor exponente de lo que era Juego de Tronos, una ficción tan apasionante como pesada, obesa por la cantidad de tramas y personajes. Cada uno de los muchos protagonistas tiene aquí su pequeña escena en un capítulo que es puro planteamiento argumental, sin desarrollo: la llegada al Muro de Bran Stark (Isaac Hempstead Wright) -algo así como el jedi de JdT, un personaje muy desaprovechado-; la venganza de una endurecida Arya Stark (Maisie Williams) contra los asesinos de la mencionada Boda Roja; la lenta marcha de los Caminantes Blancos y la investigación de Samwell Tarly (John Bradley) -nos enseñan su vida diaria en una secuencia algo reiterativa- que busca descubrir la fórmula para derrotarlos; las primeras sospechas entre Jon Snow (Kit Harington) y su hermana Sansa Stark (Sophie Turner), con el maquiavélico Meñique (Aidan Gillen) esperando la oportunidad de sembrar cizaña; y así hasta la esperadísima llegada de Daenerys Targaryen (Emilia Clarke) a Poniente (llevábamos seis temporadas esperando ese momento). Hay una escena, en la sala del mapa, entre Cersei Lannister (Lena Headey) y su hermano/amante Jaime (Nikolaj Coster-Waldau), que intenta ser un resumen explicativo de todo lo que ha ocurrido, pero nos perdemos de nuevo entre tantos nombres mencionados rápidamente. Todo esto sirve solo para dejar claro que los objetivos dramáticos de JdT se resumen ahora en tres: la amenaza de los Caminantes Blancos; la ambición de los Lannister; y la revolución de Daenerys. Pasado el trámite del planteamiento, el segundo capítulo, Stormborn, es una pasada. Las tramas comienzan a desarrollarse sin la lentitud que ha caracterizado a la serie. Aquí encontramos escenas más elaboradas, menos historias intercaladas y momentos de acción como la batalla naval -y familiar entre los Greyjoy- o alianzas decisivas que generan tantas expectativas como la reunión de Jon Nieve y Daenerys, personajes que nunca habíamos visto juntos. Hay decididamente otro tono, otro ritmo, y un subtexto feminista: el poder sobre la vida y la muerte de Daenerys; el miedo que despierta Cersei; Missandei manteniendo relaciones con el eunuco Grey Worm (Jacob Anderson); Sansa tomando el relevo como Reina del Norte ante la ausencia de su hermano; Arya convertida en un guerrero maleducado; la mala leche de Ellaria Sand (Indira Varma); el poder de Olenna Tyrell (Diana Rigg); lo guerrera que es Yara Greyjoy (Gemma Whelan). El episodio gana también visualmente: transiciones entre tramas como la de Samwell Tarly arrancando las placas de soriagris de Jorah Mormont (Iain Glen) que por corte nos lleva a un asqueroso pastel que se come a lo bruto un hombre en un bar. En el tercer episodio, The Queens Justice, la acción se acelera todavía más. En temporadas anteriores habría sido impensable ver cómo Jon Snow y Daenerys se encuentran, establecen una dinámica interesante con una predecible tensión sexual, en un solo capítulo. Pero además, los Inmaculados conquistan el castillo de los Lannister y estos a su vez se quedan con el de los Tyrell, matando de paso a Olenna. Cersei se venga de las Serpientes de Arena, sale del armario en cuanto al incesto y encima Sansa comienza a dar muestras de liderazgo: todo en un solo episodio. Los malos comienzan a ser muy malos -¡A Cersei la apoyan los bancos (Mark Gatiss)!- y Jon Snow y Daenerys se perfilan como los grandes héroes de la función. En The Spoils of War se confirma la nueva dirección de la serie, que da prioridad a la acción y a la fantasía más descerebrada (y divertida). Hay una espectacular batalla entre los Dothrakis y los Lannister, con aires de western, solo que ahora los buenos son el equivalente de los indios. Aún así, la serie sigue buscando metáforas políticas, aunque estas son cada vez más simples: Missandei (Nathalie Emmanuel) defiende una idealización de la democracia en la que asegura que los seguidores de Daenerys lo hacen por voluntad propia y no por un vínculo hereditario, aunque la reina apele a una monárquica línea de sucesión para ganarse la lealtad de Jon Snow. En estos últimos compases de la serie, los personajes se han ido alineando de forma maniquea, polarizados por la amenaza de los Caminantes Blancos. Solo Jaime Lannister y Meñique, en sus respectivos bandos, evitan que la trama se convierta en un enfrentamiento entre buenos y malos.
JUEGO DE TRONOS: EL PRINCIPIO DEL FIN


Eastwatch es un capítulo de transición que reincide en los mensajes políticos simplificados: Daenerys como defensora de los oprimidos, aunque arroje sombras sobre su revolución forjada con el fuego de los dragones, ejecutando a sus enemigos. Esto genera malestar en Tyrion Lannister (Peter Dinklage). El enano ha olvidado su atractivo nihilismo del inicio de la serie y se ha convertido en un auténtico Pepito Grillo. El polémico sexto episodio, Beyond the Wall, parece haber sido la gota que derrama el vaso de la paciencia de los fans. Es en este capítulo donde los ociosos seriéfilos tienen más combustible para criticar momentos "poco creíbles" y la ya famosa "teletransportación" que permite a los personajes recorrer supuestas grandes distancias en poco tiempo. Esto a pesar de que los guionistas se esfuerzan en cerrar tramas abiertas hace años. O más bien, en atar cabos sueltos, pequeños detalles que quizás George R.R. Martin se iba a dejar en el tintero. Jon Snow revela a Jorah Mormont (Iain Glen) que tiene la espada de su padre; Arya le cuenta a Sansa que estuvo presente en la ejecución del suyo, allá por la primera temporada. Mucho diálogo que luego se compensa con un nuevo enfrentamiento con los Caminantes Blancos, siempre muy intensos. Jon Snow y sus compañeros vuelven a meterse en una situación imposible, lo que lleva a los guionistas a inventarse escapatorias de última hora, una detrás de otra y sin ningún rubor. El rescate contra reloj, tan antiguo como el cine y el deus ex machina del teatro griego. Los dragones de Daenerys llegan justo a tiempo para salvar a los héroes de los zombies. Esto evidencia que los "hijos" de la reina son demasiado poderosos: aniquilan con su aliento de fuego a los muertos vivientes como si nada. Lo que obliga a los guionistas a inventarse inmediatamente una kryptonita: no solo los Caminantes Blancos tienen lanzas capaces de abatir a estos seres de leyenda, sino que uno de los monstruos caídos se convierte en zombie. Sí, amigos, un dragón zombie. ¿Puede molar más? No. Para completar la sensación de fantasy opera, Jon Snow y Daenerys siguen avanzando en el terreno amoroso mientras los guionistas nos lanzan indirectas sobre la posibilidad de que sean hermanos. ¿Alguien se acuerda de Luke y Leia? ¿No hay suficiente incesto en esta serie? Por último, Arya sigue transformándose en un ser vengativo, enfrentada a Sansa, en un giro un poco loco, pero muy divertido, con elementos feministas -la chica tenía prohibido tirar al arco; afirma que con las máscaras de los Hombres sin Rostro puede ser quién quiera, mientras Sansa, como mujer, no ha podido elegir-. El final de la temporada, The Dragon and the Wolf, es un gran episodio. Empezando por ese diálogo inicial, desmitificador, entre Jaime Lannister y Bronn (Jerome Flynn) sobre los hombres, los hombres sin polla y la polla como sentido de la vida para los hombres. Luego, el estupendo y tenso encuentro entre las dos fuerzas en conflicto, que tiene mucho, precisamente, de medirse la polla. Benioff y Weiss ya no se deben al texto de George R.R. Martin, pero siguen sintiendo la necesidad de hacer honor a los libros, antes de lanzarse a darle un final a esta historia. Por eso en este capítulo, y durante toda la temporada, se han dedicado a cerrar las subtramas de cada personaje. Aquí, prácticamente todos los importantes se ven las caras y se producen reencuentros esperados -como el de los hermanos Clegane- o la tensa entrevista entre Tyrion y Cersei. La liberación del muerto viviente para convencer a Cersei, la espantada de Euron Greyjoy (Pilou Asbaek), todo funciona en un capítulo que no tiene casi acción, ni batallas. Pero la trama avanza tan rápido que produce incluso cierto vértigo. Se resuelve de forma inesperada, pero satisfactoria, la traición más que predecible de Meñique. También resulta lógico el engaño de Cersei, pero su decisión acerca de Jaime es una sorpresa mayúscula. Lo malo es que cada bando prescinde de su verso libre. Sospechábamos la revelación que hace Bran Stark a Samwell Tarly, pero sigue siendo un momento muy potente -de fantasy opera-. La genialidad es hacer la revelación de que Jon es un Targaryen en paralelo al primer -e incestuoso- encuentro sexual con Daenerys, cambiando completamente su significado. Por último, un cliffhanger al que ya estamos habituados: nos recuerdan la amenaza de los Caminantes Blancos, que derriban el Muro y penetran por fin esa barrera inconsciente que hasta ahora los convertía en una mera pesadilla.

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