Revista Viajes

Jugar al fuego. 17 días de retorno

Por Marikaheiki

¿Jugamos al fuego? Verás, es muy fácil: anotaremos en papelitos todas las cargas que queremos dejar atrás en nuestras vidas. Por ejemplo: el miedo a cruzar líneas que no tienen señalización de retorno. Por ejemplo, el miedo a la noche. Escribiremos lo que más nos pesa y elegiremos una fuerza mayor para deshacernos de ello. El fuego nos sirve, el fuego es irrevocable. Salgamos afuera. Siéntante frente a mí. Te prendo el palosanto: protección y poder. Mientras tu carga se quema has de visualizar cómo se va de ti todo ese miedo, toda esa angustia. Y después dar las gracias. Esto es muy importante. Lo aprendí de un chamán en el norte: cuando se piden deseos, la manera correcta es agradeciendo que ya se han cumplido.

—¿Y a quién se le agradece?

—Al universo, a los diositos sin nombre, a quien tú creas.

—Y si no creo.

—La creencia es la verdad.

—Necesito experimentar para creer.

Tienes razón. Porque yo en la selva viví en una casa llena de espíritus y presencias y experimenté en mi mano izquierda el hormigueo de la energía moviéndose invisible pero tangible por toda la casa. Y entré en el mundo de las ánimas con ojos cerrados y oscuridad total y encontré núcleos vivos como sombras lúcidas. Todas estas cosas puedo contártelas y puedes creerme. Pero no creerlas. Porque para creer hay que experimentar y es entonces cuando es completamente cierto:

—La creencia es la verdad. Y nada más que esto existe.

Utilizamos los rituales como pasos fronterizos. Después del fuego, nos vaciamos. Tú me hablaste del ave fénix: no mordió la fruta prohibida y es por eso que muere y renace de sus cenizas. La inmortalidad es solo un pretexto. Queremos vivir hoy y no mañana y mañana querremos vivir los minutos que contiene el día y nada más que eso. Pero el fuego no es excusa de nada. Hubo un tiempo en el que despertaba cada mañana sabiendo que ese día iba a morir. Me curé del miedo a la desaparición con fuego. Por eso te lo ofrezco.

El papel se hace ceniza y lo soplamos a la Montaña. Esta mañana le has cantado una canción a la tierra quemada porque los incendios son cosa del día a día en este valle. Espero que esa voz también fuera de humo. Nubes de sal. Compones una canción que es yo pero el yo que te doy. No sé si se pueden entregar los cuerpos completos.

Reinvéntame.

—¿Cómo te enfrentas a cinco minutos de música sin letra?

—Con vivencias.

—¿Cómo recuerdas cada nota y cada acorde?

—La música tiene un lenguaje, se hace con palabras que son notas, y que a su vez tienen una lógica, una gramática. Es poesía.

Te he tenido que preguntar cosas tontas para darme cuenta de que tu música y mi escritura son la misma cosa: jugamos con elementos mágicos para construirnos el uno al otro en algo eterno.

Por eso disfracémonos para salir a la calle. Seremos las estrellas de Guápulo en un día sábado. Le haremos creer al que nos levante en medio de la carretera que vamos a cruzar Venezuela a nado. Bailaremos jazz en la tienda de libros, leeremos poemas de Bob Dylan en un libro amarillo. O podemos cogernos de la mano, pero no mucho, solo con ligereza, como si no importara tanto quererse. Abramos los espacios íntimos donde creamos cada uno y dejemos que se entremezclen hasta desligarse por completo de la realidad. Escribo en tu cuaderno y tú juegas con mis maquinitas. Te pido que quieras a mis hermanas y ya las quieres.

Qué te parece: ¿nos marchamos para que quede todo intacto entre nosotros o nos quedamos un día más aquí, atrapados en viento?

No quiero saberlo todo de ti hoy. Eso me encanta. Eres suave.

Yo también le escribo cartas a tu “vos” del futuro.


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