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Justicia, venganza y reconocimiento: Joe Kidd (John Sturges, 1972)

Publicado el 08 mayo 2017 por 39escalones

Justicia, venganza y reconocimiento: Joe Kidd (John Sturges, 1972)

El mestizaje ocupa un lugar central en las novelas de Elmore Leonard ambientadas en el western. En el caso de Joe Kidd (John Sturges, 1972), el motor que genera el planteamiento dramático básico, consustancial del género, la equiparación entre justicia y venganza (magníficamente sintetizada en el tiroteo final, con Kidd disparando y liquidando el caso desde el asiento del juez en la sala de tribunales local), es la reivindicación por parte de los antiguos propietarios de las tierras, en su mayoría indios y mexicanos, de sus viejos títulos de propiedad sobre ellas, usurpadas ahora por un rico terrateniente, Frank Harlan (Robert Duvall), con la connivencia de las autoridades y la ayuda del “oportuno” incendio de los archivos del registro. Cuando un grupo de descontentos decide tomar las armas y forzar violentamente la restitución de la legalidad, Harlan desembarca en el pueblo, no acompañado de la ley, sino escoltado por un grupo de pistoleros a sueldo con la intención de aniquilar al cabecilla, Luis Chama (John Saxon), y a sus seguidores. A Harlan no le interesa abrir un pleito legal, no tiene ninguna intención de convencer; solo de matar, de imponer por la fuerza su autoridad, de conquistar por las armas el territorio que, según él, le pertenece por derecho. Harlan simboliza así la doctrina del Destino Manifiesto, la ideología de corte racista y genocida sobre la que se edificó en buena parte la conquista del Oeste, el exterminio de los indios o su confinamiento en reservas, la independencia y posterior anexión de Texas y la guerra de 1846-1848 tras la que los Estados Unidos arrebataron a México la mitad de su territorio. Harlan obliga al borracho del pueblo, Joe Kidd (Clint Eastwood), follonero local que se dedica a la crianza y venta de caballos, a que oficie de guía en su persecución de Chama y sus hombres. Kidd, que se vende por dinero, por mucho dinero, y por los atractivos de la acompañante del magnate, representa en su evolución psicológica a lo largo del metraje (de poco más de ochenta minutos muy bien administrados por Sturges, repletos de acontecimientos a pesar de su brevedad gracias a un sabio empleo de la economía narrativa) los sucesivos cambios del punto de vista moral a la hora de juzgar los hechos: de su indiferencia ante un simple caso de bandidaje pasa a la implicación personal cuando Chama y los suyos roban en su rancho unos caballos de refresco con los que facilitar su huida; no obstante, ante la contemplación de los métodos crueles de Harlan y el hambre de violencia de sus hombres, y de la codicia y la estupidez de algunos de ellos (en especial del mercenario que interpreta Don Stroud), Kidd llega a entender la verdadera naturaleza del conflicto planteado, y se erige en auténtico azote de Harlan y sus esbirros.

Se trata de un excelente western, aunque en general tenido por menor en la carrera de Sturges, que no carece de atractivos más allá de la naturaleza de reivindicación histórica de su trasfondo dramático. Además de la concisión narrativa y de la rápida caracterización de unos personajes que, salvo Harlan y sus hombres, no son para nada simples o arquetípicos, Sturges ofrece una meticulosa y eficaz puesta en escena de las secuencias de acción y violencia, y un manejo espléndido de la información que transmite al espectador y del suspense sobre el que se sostiene el desenlace de algunas situaciones apuradas. El argumento tampoco carece de humor, sustentado en los diálogos ácidos de Kidd y en el choque de caracteres entre Eastwood y Stroud, en la rivalidad establecida desde el principio entre el lacónico Kidd y el villano Lamarr, presuntuoso, chulesco y bastante fantasma, que siempre intenta impresionar e intimidar al que él toma por vulgar tratante de caballos pero que una vez tras otra no solo sale airoso de sus continuos desplantes, sino que además suele dejarlo en ridículo delante de todos (la secuencia de la escalera en el hotel, o la del campanario en la iglesia, por citar las dos más celebradas). La acción, en una producción de modesto presupuesto, no anda escasa de sus dosis de espectacularidad. Con influencias de los westerns italianos de Leone, el desenlace de la historia, de nuevo en la ciudad, y con una locomotora como arma primordial, añade una oportuna y conveniente nota de caos y desenfreno (nunca mejor dicho) en un metraje, por lo demás, austero y medido, más pendiente de las relaciones entre los personajes que de exprimir las posibilidades de unos exteriores anodinos, feas colinas de roca y matojos en su mayoría; las secuencias se concentran en los lugares habitables, la ciudad y la aldea en torno a la iglesia.

Secundada por la estupenda fotografía de Bruce Surtees y la fenomenal partitura compuesta por el argentino Lalo Schifrin, el resultado final, de una evidente falta de pretensiones y ajustadísima en cuanto a medios utilizados, proporciona sin embargo una abundancia de puntos de vista acerca de los criterios sobre los que juzgar la historia y sobre el mestizaje como valor más que positivo para cualquier sociedad en proceso de crecimiento, al tiempo que, una vez más, se postula como western crepuscular, en este caso a principios de los años setenta, que sella el final de la frontera y el nacimiento de la era del desarrollo económico y el progreso material que sustituye el nomadismo y la vida en la naturaleza por el sedentarismo urbano, anunciado, en la mejor tradición del género, por el silbato de un tren que, al menos por esta vez, avanza tantas promesas de escepticismo y destrucción como augurios de modernidad.


Justicia, venganza y reconocimiento: Joe Kidd (John Sturges, 1972)

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