Revista Ciencia

La Antigua Libia, Nueva Libia

Por Ciencia
La Antigua Libia, Nueva Libia El retrato en bronce del peor enemigo de Muammar al-Gadafi yace boca arriba dentro de un arcón de madera en el oscuro almacén de un museo. Su nombre, Septimio Severo. Al igual que Gadafi, había nacido en lo que hoy es el Estado de Libia, y durante 18 años, entre los siglos II y III d.C., gobernó el Imperio romano. Su lugar de nacimiento, Leptis Magna –una ciudad comercial situada a 130 ki­­lómetros al este de la ciudad fenicia de Oea, la actual Trípoli–, se convirtió en una segunda Roma. Más de 1.700 años después de la muerte del emperador, los italianos que colonizaron Libia honraron su memoria erigiendo una imponente estatua en la que aparece alzando una antorcha con la mano derecha; la instalaron en 1933 en la plaza principal de Trípoli (ahora plaza de los Mártires), donde permaneció durante medio siglo, hasta que otro líder la hizo retirar.
«La estatua se convirtió en portavoz de la oposición, porque era la única cosa que Gadafi no podía castigar –dice Hafed Walda, nacido en Libia y profesor de arqueología en el King’s College de Londres–. Los ciudadanos se preguntaban a diario: ¿qué ha dicho hoy Septimio Severo? El viejo emperador se convirtió en fuente de irritación para el régimen, y Gadafi lo exilió a un vertedero. La gente de Leptis Magna fue a rescatarlo y lo devolvió a su hogar.» Allí es donde lo encontré, en aquella caja de madera, esperando el destino que la nueva Libia le deparara.
Gadafi estaba en lo cierto cuando veía la estatua como una amenaza, pues Septimio Severo constituía un nostálgico recuerdo de lo que Libia había llegado a ser en el pasado: una región mediterránea de inmensa riqueza cultural y económica, estrechamente conectada al mundo que se extendía más allá del mar. Con sus más de 1.800 kilómetros de costa, rodeada de tierras altas que dan paso a los uadis semiáridos y finalmente al vacío cobrizo del desierto, Libia fue durante mucho tiempo un corredor para el comercio, el arte y las aspiraciones sociales: la región de Tripolitania, con sus tres ciudades –Leptis Magna, Sabratha y Oea–, que en otro tiempo había surtido de trigo y aceitunas a los romanos.
Sin embargo, Gadafi desperdició las grandes ventajas del país: su ubicación cercana al sur de Italia y de Grecia, que la convierte en una puerta de entrada a Europa; su reducida población (menos de siete millones en una superficie seis veces superior a la de Italia) y sus enormes reservas de crudo. Acalló la libre expresión y acabó con la innovación. Para los niños, obligados a memorizar la embrollada filosofía de Gadafi tal como aparece en su Libro Verde, la historia de Libia consistía en dos capítulos: los días tenebrosos bajo la opresión imperialista occidental, y los días de gloria del Hermano Líder.
Hoy el dictador está muerto, al igual que su histriónica visión de Libia. El país pasa ahora por la agonía de su reinvención. Como dice Walda: «El largo viaje hacia nuestro propio redescu­brimiento apenas acaba de empezar. En muchos sentidos, este momento es más peligroso que el de la guerra». Las cárceles temporales están atestadas con miles de partidarios del régimen gadafista que aguardan su destino mientras se reforman las leyes y los procedimientos judiciales. Hay zonas enteras del país controladas por milicias. La única razón por la cual se ven menos armas que durante la guerra es porque los cientos de miles de personas que las poseen han aprendido a esconderlas. Muchas carreteras en las áreas rurales siguen sin tener ningún tipo de presencia policial (sin contar los puestos de control de los antiguos rebeldes, los thuwwar). Riadas de inmigrantes llegan a Libia desde las fronteras occidental y meridional. Algunos antiguos colaboradores de Gadafi, al igual que su mujer y algunos de sus hijos, siguen huidos. Para varios de los nuevos ministros el soborno y la corrupción son moneda corriente.
El ataque terrorista del pasado mes de septiembre al consulado estadounidense de Bengasi ha dejado la inequívoca impresión de que el país pende de un hilo. Sin embargo, y pese a las adversidades, no puede decirse que Libia esté al borde de la anarquía. El Congreso General de la Nación, votado democráticamente, ha encargado una nueva constitución. Trípoli se encuentra en relativa calma. En la céntrica plaza de los Mártires (una zona de disparos constantes durante la revolución) un par de motociclistas rodean un parque infantil recién instalado. En el lado sur se venden las nuevas publicaciones surgidas desde el comienzo de la revuelta. En el lado este, decenas de libios se congregan en la terraza de un bar de estilo occidental bajo una torre de reloj de la era otomana, y conversan frente a sus caffellate y croissants. Pancartas y grafitis con la bandera roja, negra y verde, prohibida durante 42 años por Gadafi por su vinculación al rey Idris, adornan ahora todos los edificios a la vista. Vallas publicitarias y carteles ostentan imágenes de muchos rebeldes caídos, con proclamas como: «¡Hemos muerto por una Libia libre. Por favor, mantenla libre!», «¡Entrega las armas!». Por la calle los transeúntes me dicen en inglés: «¡Bienvenido a la nueva Libia!».
Tras las incertidumbres hay una nación con un ferviente deseo de volver a formar parte del mundo libre. Salaheddin Sury, un profesor octogenario del Centro de Archivos Nacionales y Estudios Históricos, me dijo: «El precio por la independencia en 1951 fue irrisorio, casi un regalo. Esta vez los jóvenes lo han pagado con su sangre. Por aquel entonces el himno nacional no me preocupaba lo más mínimo. Ahora, por primera vez –declara con sonrisa orgullosa–, lo he aprendido de memoria».
No obstante, en la larga travesía del árido desierto que Libia está recorriendo, el patriotismo es poco más que un espejismo. Tal como reconoce Sury, la reconstrucción «empieza de cero». Los ataques terroristas del pasado mes de septiembre ensombrecen el intento del país por reafirmar su estabilidad y recomponer el Gobierno. Aún es pronto para saber si los 30.000 libios que protestaron contra las milicias diez días después del ataque constituyen el mejor indicador del futuro del país. Libia permanece todavía bajo ciertos efectos de la mano dura de su antiguo dictador. Ahora, igual que la estatua dentro del arcón, espera un futuro mejor.
Cuando la revolución llegó a la ciudad comercial de Misrata en febrero de 2011, Omar Albera declaró a su familia: «Me voy a quitar el uniforme y luchar contra Gadafi».
«¡Pero tú eres un policía de Gadafi! –exclamó su mujer–. Los demás sospecharán de ti. Y si fracasa la revolución, entonces, ¿qué?».
Solamente el hijo mayor alabó su decisión; más tarde luchó junto a su padre y murió en un combate a los 23 años. Los jóvenes rebeldes a quienes el coronel mandaba eran novatos en cuestiones bélicas. Al principio no tenían armas, por lo que lanzaban piedras y cócteles Molotov. Pero cuando empezaron a hacer acopio de las armas de los soldados muertos, el coronel les enseñó a disparar. Algunos eran convictos a quienes él mismo había encarcelado alguna vez. Eran más duros que sus compañeros, y él estaba orgulloso de tenerlos en sus filas; ellos, a su vez, acabaron viendo al coronel como un rebelde más.
Tras un feroz asedio de tres meses, los rebeldes de Misrata forzaron la retirada de las tropas de Gadafi; fue una especie de batalla de Leningrado a pequeña escala, decisiva para la revolución, pero con un coste terrible para la tercera ciudad más grande de Libia. Albera se puso de nuevo el uniforme que había vestido durante 34 años de régimen gadafista. Ahora es el jefe de policía de la ciudad. Quiere mostrar a la gente que el hombre que hoy lleva ese uniforme no es un ladrón ni un matón, sino alguien que está para proteger; que un día los niños soñarán con vestir ese atuendo y lo considerarán un símbolo de dignidad y no de criminalidad. Pero Albera no es ingenuo ni idealista. Tiene 58 años y sabe que la confianza no puede ganarse de un día para otro en un lugar donde, en el pasado, tres cuartas partes de la policía libia ha sido corrupta.
A su reto se suma el hecho de que, en el fondo, él no es el cabeza de las fuerzas del orden público de Misrata. «El verdadero poder en la ciudad lo tienen los thuwwar», admite. El equipamiento del departamento de policía fue destruido durante la guerra; los jóvenes a quienes instruyó durante la revolución tienen ahora las armas. «Aunque fueron valientes, no están preparados para mandar –dice–. Muchos de ellos son honestos; algunos, demasiado impresionables.»
Esta delicada situación tiene otras implicaciones. Los Davides que derribaron a Goliat con tirachinas ahora dirigen el reino y no están dispuestos a entregárselo a un nuevo gigante. Tampoco piensan devolver todo el armamento, ni siquiera están dispuestos a perdonar y olvidar. De hecho, ni siquiera han perdonado y olvidado. Y todavía hay partidarios de Gadafi, algunos de ellos en la vecina Tawurgha, una población de clase obrera a 40 kilómetros de distancia, desde la cual las fuerzas del Gobierno lanzaron un feroz ataque contra, precisamente, Misrata.
Fuente: nationalgeographic ZONA-CIENCIA

Volver a la Portada de Logo Paperblog