Revista Comunicación

La beata timadora

Por Hluisgarcia

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Existe en la ciudad de Plasencia, en la gloriosa provincia de Cáceres, una señora llamada Rosario, a la que todos conocen por Charo. Siempre fue ella muy dada a la iglesia, y merodeó, desde joven, todas las sotanas que pudo. Los curas la atraían. Seguramente que no era una atracción sexual, tal y como parece insinuar la rotunda afirmación que he hecho, pues ella era una mujer felizmente casada. La atracción clerical que sentía la señora se debía, más bien, según contaba ella misma, a su instinto maternal: Aquellos hombres que vivían solos, sin que apenas supieran freírse un huevo, hacían que sus ansias de protección se apropiasen de su voluntad, sintiendo una imperiosa necesidad  de acercarse a ellos, ofrecerse a ayudarlos y convertirse, sí o sí, en el centro de sus vidas. Aquellas almas desvalidas reclamaban a voces sus cuidados.

Charo no vivía mal, pero tenía muchos gastos. Sus hijos la hicieron enseguida abuela, ya que aprendieron a copular pronto y mal, mucho antes que a mantener una casa, y ella y su marido tuvieron que cargar con la crianza de sus nietos no planificados y el mantenimiento de sus hijos parados, por lo que su economía zozobraba mes tras mes. Era pensionista, al igual que su marido, por lo que sus recursos económicos no eran muchos, pero, a pesar de todo, había acogido en su casa una boca más, sumando a las de los nietos e hijos la de un cura anciano que, debido a la falta de vocaciones de éste siglo, se veía obligado por su obispo a renunciar a la jubilación y a gestionar, de propina, varias parroquias de diversos pueblos remotos de la provincia, labor que le tenía siempre de viaje y falto de un lugar de referencia al que pudiera llamar hogar. Éste sacerdote, a pesar de que tenía un pisito en propiedad en la misma ciudad,  solamente lo usaba como dormitorio, por culpa de sus muchas obligaciones, y  tan cansado estaba de de viajar de una punta a la otra de la provincia, que comenzó a quedarse a comer en casa de Charo diariamente, tras aceptar la generosa oferta que le había hecho ella al finalizar una de sus misas, al quejarse él de que no tenía tiempo siquiera de prepararse la comida.

Sí. El pobre hombre no tenía tiempo para sus cosas. Se pasaba todo el día de iglesia en iglesia, diciendo misas, funerales y responsos. Confesando, enterrando, bendiciendo… Y para trasladarse de un lugar a otro se compró, con su poco dinero, un turismo último modelo. Potente y con cambio automático, pues la torpeza propia de su edad le impedía conducir haciendo demasiadas virguerias y pensó que un vehículo de aquellas condiciones era lo más seguro para su integridad física. Algo que reaccionase rápidamente y que no necesitase una atención constante al cambio de marchas. Así, gracias a aquel coche, pudo regresar a casa de Charo antes de lo que para él era normal y comenzó a tomar contacto con la vida familiar. Y gracias a Charo y su inmensa familia, comenzó a sentir lo que era vivir acompañado, ya que siempre había vivido solo, yendo de un lugar a otro atendiendo las obligaciones de su cargo. Nunca supo lo que era una familia, un hogar o una casa propia. Siendo apenas un niño entró en el seminario y allí maduró, lejos de todo. Por eso, a pesar de que la casa de Charo no era precisamente un hogar feliz, él creyó estar en el mismísimo cielo.

Pero la vejez degenera el cuerpo muy rápidamente, y pronto el cura ya no era capaz de conducir su flamante coche. Charo se ofreció enseguida a ayudarlo, proponiéndole ser su chófer a tiempo completo y sin permitir ninguna réplica por parte del anciano. Y no contenta con eso, también le ofreció una cama en su casa donde poder descansar, para que el sacerdote se recuperase mejor de sus largos viajes y sus fatigadas misas. Y de éste modo, se dio la extraña escena de ver llegar a cada una de sus iglesias al cura en coche deportivo y conducido por una mujer, veinte años más joven que el sacerdote. Muchos se acordaron de Don Camilo José Cela en su “Nuevo Viaje a la Alcarria”, a lomos de un imponente Maserati conducido por la conocida como Othelina, a pesar de que aquella era negra. Aunque la apariencia física del sacerdote era idéntica a la del escritor, para qué negarlo, lo que ayudaba a la asociación de ideas. Y a pesar de que la comunidad de beatas de todas las iglesias que gestionaba el anciano criticaban sin cesar aquella escena, ninguna se atrevía a decir nada ni a él, ni sobretodo a Charo, ya que ésta, gracias a los servicios que prestaba al cura, había comenzado a tratar con personajes importantes de la diócesis, y eso hacía que el populacho la temiera.

Esas nuevas amistades Charo las conquistó a la fuerza, más que por simpatía. Las logró debido a que el anciano, por su antigüedad y siendo muy respetado y querido por sus superiores, frecuentemente era llamado a consultas a aquel centro de poder eclesiástico que era el obispado. Ya se sabe, la veteranía es un grado, y así, simplemente cumpliendo con su labor de chófer, Charo comenzó a caminar entre las sotanas que más mandaban en la provincia. Su pasión por fin se satisfizo en su máxima expresión.  Y con esas ansias siempre de gobernar en la vida de los sacerdotes, Charo se entrometía en las conversaciones del cura con sus superiores, opinaba, daba consejos que nadie le pedía y hasta decidía sobre cuestiones estrictamente clericales. Aquello parecía la versión provinciana de la leyenda de la Papisa Juana, pero a cara descubierta. Sin embargo, nadie fue capaz de ponerla en su sitio. La necesidad de un párroco para todo, capaz de llegar a cualquier rincón a pesar de su vejez, de su debilidad física y de su cansado corazón, hacía que el obispo permitiese los rumores y tolerase a Charo en su apostolado. De todos modos, ¿qué sería de la Iglesia sin sus mujeres? Ya contaba San Lucas que en el grupo de discípulos que acompañaban a Jesús las había: “Lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que él había curado de malos espíritus y enfermedades: María Magdalena, de la que había echado siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes; Susana y otras muchas que le ayudaban con su bienes” (Lc 8,2-3). Lo de la administración de los bienes del anciano vino después. Porque era evidente, a estas alturas, que Charo estaba dispuesta a cumplir con su misión bíblica.

Y así se dio por algunas parroquias cacereñas otra extraña imagen: La del anciano cura con asistente personal, encargada de gestionar su agenda, de manejar los donativos, de proponer actividades… Ella era la cabeza pensante y él un mero ejecutor del poder de Dios, sin más capacidad de decisión que la voluntad de Charo. Llegó a ser su poder sobre el anciano tan grande, que éste delegó en ella toda la gestión de su vida. Desde las visitas médicas hasta la administración de sus cuentas.

Desentendido de todo tipo de responsabilidades, salvo las contraídas con su religión, el cura comenzó a poner distancia entre su vida como hombre y su vida como siervo del Señor. Echaba de menos todas aquellas cosas que otros hacían cuando no pensaban en trabajar: Comer con los amigos, salir a pasear. Reunirse con la familia. Y esta última idea hizo que pusiese sus pensamientos en aquella vida que ya casi había olvidado: La de su auténtica familia. Él tenía hermanos, tenía sobrinos, y ahora se daba cuenta que había pasado muy poco tiempo con ellos. Siendo un niño, marchó al seminario de Plasencia, creyendo haber hecho un gran sacrificio, pero sus hermanos fueron más lejos: A Madrid, a Barcelona ¡A Alemania!, con maletas viejas llenas tan sólo de esperanzas y miedos. Pero salieron adelante, y se casaron, y tuvieron hijos. Sus sobrinos eran ya hombres a los que apenas conocía. Algunos tenían ya hijos a su vez.

Sí, había vivido en una nube. Ahora se daba cuenta de que la familia de Charo no era más que un mal sustituto de la que él realmente deseaba. La suya. Y comenzó a preocuparse por la vida de los de su sangre. Cada vez que alguno de ellos visitaba la provincia, lo llamaba, lo invitaba a comer y le contaba todo lo que le pudiese pasar por su cabeza. Era su forma de pedir perdón por el abandono, por el alejamiento. No comprendía que era la vida la culpable, no él, de que la familia se separase. Creo que en aquella época rezó, más que nunca, por todos los suyos.

Pero los designios del Señor son inescrutables, y un domingo por la mañana, el anciano cura, el inagotable soldado de Cristo, incansable, a pesar de su edad, en la defensa de su fe, murió en un altar mientras decía misa. El corazón no aguantó más viajes, más sacrificios ni más explotación. Es un órgano que por lo general no entiende de religión ni de devociones, solo de descanso, reposo y salud, y en aquel cuerpo donde habitaba, no había nada de eso, por lo que se agotó de golpe, sin avisar, cuando estaba funcionando a pleno rendimiento. Sé que suena a tópico, pero tú, lector, lo estas pensando ahora mismo, por lo que lo diré: Sí, murió con las botas puestas, o mejor dicho, con la sotana puesta y el copón en las manos.

Pero el misterio de la muerte, ese sí que es inescrutable, consigue siempre poner las cosas en su sitio. Ante ella, lo cobardes huyen como ratas y los héroes dan un paso al frente. Los ruines se agarran de los pelos y los nobles la miran, tranquilos, a la cara. Los avaros hacen de sus posesiones su último pensamiento y los generosos tranquilizan a sus deudos. Y entre los que quedan alrededor del cadáver, ocurre otro tanto: Unos arrancan la camisa del cuerpo, aún tibio, de Ebenezer Scrooge, para venderla al trapero y otros, como Príamo, se presentan frente al enemigo para recuperar el cuerpo de su hijo.

En este caso, aún siendo el muerto todo lo contrario al personaje, se escenificó la muerte de Scrooge. Concha, con el cuerpo de su sacerdote aún en el tanatorio, aprovechó para apoderarse de todos sus ahorros, usando la autorización otorgada por él. Y en lugar de acompañar al cadáver del que se creía su amigo, corrió a todos los bancos donde tuviera cuenta para sacar su dinero antes de que alguien informase de la muerte del titular. Visitó a los bancos antes que al cura, al que no se dignó en acudir a su lado hasta que, muchas horas después, comenzaron a llegar sus hermanos y sobrinos. A ninguno de ellos saludó.

Dos días después, el obispo presidió un funeral por su amigo. Fue todo un espectáculo: Setenta curas, con sus túnicas blancas y sus estolas, en formación de a dos, entraron por los laterales del templo y se colocaron, con precisión militar, alrededor del ataúd. Tras los rezos de rigor, el obispo anunció que una persona, en representación de la familia, diría unas palabras. Los hermanos del cura se miraron entre ellos con caras extrañadas. Nadie recordaba que se hubiera propuesto aquello. Y ante el asombro de todos, familiares y extraños, subió al púlpito Concha, la desaparecida, la desconocida, la que nunca saludó. Traía una nota preparada y se atribuyó una portavocía que nadie le había otorgado. A pesar de ello, dijo hablar en nombre de todos aquellos familiares a los que no tuvo tiempo de visitar el día antes en el tanatorio, los cuales velaron el cadáver día y noche. Claro, las visitas a la banca local no le dejaron tiempo libre. Los hermanos que, inocentemente, a su llegada al tanatorio habían comentado entre ellos que de alguna manera habría que agradecer a Concha sus desvelos por las atenciones que había tenido con su hermano muerto, incluso cediéndole una parte de lo que el pobre dejase de herencia, como si fuese una hermana más, se marcharon a sus casas, después del entierro, con la mosca detrás de la oreja. Aquel desprecio, negándose a saludarlos y aquella pantomima en el funeral sonaba a persona, por lo menos, poco correcta. Protagonizar un discurso ante toda la curia, sin que nadie se la hubiera pedido, habiendo despojado al muerto de todas sus pertenencias a aquellas alturas, era un ejercicio de cinismo sin parangón. Un síntoma de psicopatía.

Y llegó, tiempo después, el trámite de la herencia. Y el descubrimiento del expolio. Incluso aquel maravilloso vehículo que el cura había comprado para mejor cumplir sus obligaciones, aquel maravilloso coche de impresionante motor y cambio automático, milagrosamente había sido transferido, tras firmar su titular el documento de cesión dos días después de su muerte, a uno de los hijos de Concha ¡Alabado sea Dios!

Concha, la beata ladrona. Concha, la beata falsificadora. Concha, la timadora, la hiena que esperó a que su víctima muriese para comerse sus despojos. La simple. La interesada. La que no supo ver que sus actos habían engañado a todos y que, los familiares del sacerdote estaban dispuesto a recompensarla por ello. “Te hubiera dado más de lo que me robas” , le cantaron mentalmente los hermanos, intuyendo a un Sabina que ninguno conocía.

Casi diez años después, tras recursos y apelaciones varias,  la justicia puso las cosas en su sitio, y la muy beata Concha fue condenada por apropiación indebida y falsificación de documentos. Cuando todo ha pasado, resulta doloroso imaginarse a Concha sentada al volante, con su cura detrás, pensando, quizás, en la muerte del anciano, en lo mucho que estaba aguantando, impidiéndole apropiarse de lo que ya consideraba suyo por derecho. Pensando en que sus hijos tenían más derecho que aquel vejestorio a un buen coche, a unos ahorros, a una mejor vida. Pensando en cualquier idea que pudiese sugerirle el Diablo e ignorando, desde el día en que conoció a aquel santo en vida, todo lo que le pudiera sugerir su educación cristiana.

Aquel pobre anciano, dedicado a su labor pastoral hasta la muerte, era mi tío. Todo lo que cuento aquí puede que no se ajuste completamente a la realidad. Me he basado, para hacer este relato, en las sentencias judiciales, en alguna cosa que él mismo me contó poco antes de morir y en lo que yo me he imaginado. No es una narración periodística de los hechos, es un desahogo, un relato basado en la realidad, nada más. De ella no daré sus apellidos, pues nunca fue nadie hasta que conoció  a mi tío y ahora que él ha muerto, ha vuelto al olvido. Quién conozca a mi tío sabe perfectamente quién es ella. Pero si aún así, usted no es capaz de reconocerla, no haga esfuerzos para llenar ese vacío. Es una persona que no vale la pena conocer. Salvo que sea cura y en edad avanzada. Entonces, quizás con cierta malicia poco cristiana, esté dispuesto a dejarse robar a cambio de sus servicios. Ella, como la ramera de Babilonia, será un anuncio de su apocalipsis particular, y le sacará las tripas. Aunque si es lo único que le queda, quizás merezca la pena vivir bajo sus cuidados sabiendo que, al final, no podrá robarle nada.


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