Revista Cómics

La burla del diablo

Publicado el 24 diciembre 2020 por Xavier Xavier B. Fernández
La burla del diablo

Cuando se conocieron, ella acababa de jubilarse, y él había entrado en su séptima década. Fue el suyo un romance invernal, más que otoñal; pero, a pesar de ello—o quizá por eso mismo— tierno y cálido, como un panecillo recién salido del horno. Era el suyo un amor tranquilo y acogedor, un amor de tomar el sol en un banco del parque cogidos de la mano, de ver una película cualquiera en la sesión de media tarde del cine cogidos de la mano, de sentarse en el sofá a ver lo que fuera que echaran por la televisión cogidos de la mano. Y eso estaba bien.

El sexo también estaba bien. No tenía el fuego, la pasión y la urgencia del de sus juventudes respectivas, esas que ambos habían consumido con otras personas. Era un sexo reposado e, inevitablemente, esporádico. Pero seguía estando bien


Y así pasaron unos meses de felicidad discreta. Hasta que él empezó a encontrarse mal por las mañanas, luego también por las noches, y finalmente, durante todo el día. Y empezaron los mareos, y los dolores abdominales, y las diarreas con sangre en las heces. Y el médico le descubrió un cáncer de colon que había metastatizado ¿Por qué no había venido antes? Le preguntó el médico. Porque a mi edad ya nos queda poco tiempo y hay que aprovecharlo, respondió él. Y entre gastarlo en médicos o en ella, escogí lo segundo. Pero ¿No le dolía? Preguntó el médico. No me daba cuenta, respondió él. Tener mi edad significa convivir con mil dolores pequeños. Uno más pasa desapercibido.

Le recetaron medicamentos y le administraron quimioterapia, pero el mal estaba demasiado extendido y los médicos lo habían desahuciado. En pocos días perdió todas las fuerzas, todo el pelo y casi toda la masa muscular. Se convirtió en un esqueleto envuelto en piel amarillenta. En pocos días más, le ingresaron en el ala de oncología del Clínico San Carlos, y ya no se levantaba de la cama más que para ir al baño, y aun entonces necesitaba ayuda. Ella se sentaba a su lado y le cogía la mano, mientras contemplaba cómo se iba muriendo poco a poco. No podía hacer otra cosa.

Pero siempre había sido una mujer resuelta, y un día se negó a quedarse allí sentada, sin hacer nada más que esperar lo inevitable. Tenía que intentar algo. Lo que fuera. A la desesperada. Por tonto, absurdo, o inverosímil que pareciera.

En casa guardaba un viejo libro de conjuros e invocaciones, de cuando, antes de conocerle a él, por entretener su soledad, se había interesado por el esoterismo. Abrió el libro, escogió un conjuro al azar—que resultó ser el del demonio Adirael, a quien algunos creen hijo de Belcebú, aunque eso no es cierto; porque los demonios, como los ángeles, no pueden ser padres, ni tampoco hijos— dibujó el pentáculo adecuado en el suelo, sacrificó un ratón blanco, porque en la tienda de animales no había palomas ni gallos de ese color, y pronunció el conjuro tres veces.

Nunca había intentado algo parecido, y, en el fondo, no confiaba en que funcionara. Pero sí funcionó. En cierto modo. Porque, tras la invocación, algo apareció en el centro del pentáculo. Pero no era el diablo Adirael, ni nada que se pareciera, ni remotamente, a un diablo. Era una pequeña tarjeta de cartulina, en la que se anunciaba El Purgatorio, un bar de copas que, según la dirección que la tarjeta llevaba impresa, abría en el barrio de Malasaña. En el dorso, escrito a mano con tinta roja—¿sangre, quizá?— decía: “Jueves 12, a las 20 horas”

***

El Purgatorio era, más o menos, como cualquier otro bar de copas del centro de Madrid: ocupaba los bajos de una finca antigua, era bastante amplio y un poco vetusto, la clientela era mayoritariamente joven y, mayoritariamente, consumían cervezas y gintonics. No le encontró más peculiaridades que la música que sonaba, blues y góspel—respectivamente, la música del diablo, y la de Dios, recordó que la llamaban, o las contraponían, en algunos sitios— y los carteles que decoraban las paredes, todos ellos reprografías de pinturas clásicas que representaban seres angélicos o diabólicos; reconoció, no en vano había estudiado historia del arte, El ángel caído de Cavanel, Aquelarre y Saturno devorando a su hijo, ambos de Goya, y dos versiones del mito de Eros —o Cupido—y Psique: la de François Gerard y la de William-Adolphe Bourgereau. También reconoció esos putti de Rafaello de Urbino que se habían puesto de moda y se encontraban por todas partes; y una reproducción del tríptico El Jardín de las delicias, del Bosco.

Se sentó en un taburete. A la camarera que se le acercó, una mujer con demasiada nuez de Adán como para serlo de nacimiento, le pidió una copa de vino blanco. Dejó la tarjeta encima del mostrador, ante la copa, bien a la vista. La camarera no se inmutó. Ella pensó interrogarla, pero no se atrevió. Le dio un sorbo tentativo al vino y miró a su alrededor. Todo el mundo parecía normal, nadie parecía prestarle atención; aunque debía ser, de largo, la persona de más edad en el local.

Entonces, alguien se sentó a su lado, alargó el brazo y cogió la tarjeta.

—¿Por qué me has llamado? —preguntó ese alguien.

Ella lo miró. Era un hombre joven, elegante y muy atractivo; vestía un traje negro impoluto, y una camisa blanca resplandeciente. Su rostro, de facciones regulares, tenía una belleza clásica, como la de una estatua griega. O la del Monumento al Ángel Caído que se erigía no muy lejos de allí, en el Parque del Retiro.

Pero al poco, y al fijarse más, se dio cuenta de que parecía negro. No negro como una persona negra, ni como un animal negro, o un objeto negro, sino negro como el interior de un pozo muy profundo. O como un agujero abierto a las profundidades abisales del océano, allí donde no llega nunca la luz. En esa negrura brillaban sus ojos como dos estrellas enanas rojas, perdidas en la inmensidad del espacio.

También se dio cuenta, con asombro, de que, si se concentraba lo suficiente, podía ver una manifestación de su aura. Formaba dos manchas de oscuridad que emanaban, como dos grandes alas, de su espalda.

—¿Por qué me has llamado?—repitió—y, por cierto ¿un ratón? ¿en serio? Es insultante. Y un poco asqueroso.

—¿Eres Adirael?

—No, soy el jodido Fantasma de las Navidades Pasadas ¿A quién has conjurado?

—A Adirael…

—Entonces ¿quién voy a ser? ¿Un ligón de barra de bar? Pero ¿tú te has mirado en un espejo últimamente, abuela?

—Es que… estoy confundida ¿No deberías haber aparecido ayer, en el interior del pentáculo?

—¿Por qué? ¿Es que aún vivimos en el siglo dieciséis? Además, ayer tenía cosas que hacer. La invocación me obliga a presentarme ante ti, y aquí estoy. Y no debería haber venido, porque, joder, ¡un ratón! En fin, el conjuro también me obliga a escucharte y, hasta cierto punto, a cumplir tus deseos.Así que desembucha, te escucho. Qué remedio. Y tú, putita con pollita, sírveme un bourbon. De la botella de Bulleit que tienes debajo del mostrador, no de la mierda de garrafón que le das a los niñatos. Vaso bajo y un cubito de hielo.

—Que te den, Adirael—dijo la camarera, mientras le ponía delante eso mismo que acababa de pedir, porque ya lo había preparado. Adirael debía ser un cliente habitual.

—Deseo que le cures el cáncer a alguien—dijo ella.

—No puedo hacer eso.

—Pero ese es mi deseo.

—No puedo curar enfermedades. No soy un puto médico. Aunque puedo producirlas, siempre que no sean mortales: llagas, pústulas, sarpullidos, cosas así. O picores en el escroto, eso suele ser divertido. Pero no puedo matar a nadie. Como mucho, convencerlos para que se maten ellos mismos. Tampoco puedo evitar la muerte de nadie, y mucho menos resucitar a los muertos. Hacer cualquiera de esas cosas sería violar el orden natural, y no puedo hacerlo. Respecto al orden natural, todo lo más que puedo hacer es crear paréntesis. Tampoco puedo llevarte de vuelta atrás en el tiempo, por si lo estás pensando. Eso lo piden mucho los idiotas que han visto Regreso al futuro. O sea, casi todo el mundo ¿No preferirías, no sé, mucho dinero, o ser irresistible para los hombres? O para las mujeres. Eso sí puedo hacerlo. Y eso también me lo piden mucho. Más que volver atrás en el tiempo.

—Ten cuidado con lo que deseas, cariño—intervino la camarera— porque a los caídos, lo único que les gusta es fastidiar. Te concederá tu deseo de tal forma, que te arrepentirás de haberlo deseado. Aprovechará cualquier vaguedad o cualquier sobreentendido en tu forma de formular la petición para darle la vuelta y hacerte sentir desgraciada.

—¿No tienes nada que hacer por ahí? —interrumpió Adirael—como chuparle la polla a alguien en los lavabos, o alguna otra cosa de esas que hacéis las nenas con rabo…

—Que te den, Adirael.

Ella se dio cuenta entonces de que, igual que Adirael parecía un agujero abierto a la oscuridad, la camarera parecía uno por el que se filtrara la luz más cálida y brillante que hubiera visto nunca. Su aura se manifestaba como un par de manchas imprecisas de luz blanca, que emanaban de su espalda como dos grandes alas.

—Sí, es uno de los que no cayeron. O una —dijo Adirael, como respondiendo a sus pensamientos. Quizá pueda leer las mentes, pensó.

—No lo puedo leer todo, pero algo sí. En cuanto a ésta, cuando se vistió de carne no acertó a decidirse por un sexo o por otro, así que quedó con los dos. Una idiotez, pero los querubines son, por definición, idiotas.

—Que te den, Adirael.

—Que te den a ti. Pero antes ponme otra—dijo Adirael, encendiendo un cigarrillo.

—Aquí no se puede fumar.

—Claro que se puede. Fíjate.

La camarera soltó un bufido, le sirvió el bourbon golpeando ostensiblemente el mostrador con el vaso al hacerlo, y se marchó a atender a otro cliente, que se sentaba al fondo de la barra, y que también estaba envuelto por un aura oscura que se extendía como un par de alas. Algunos de los parroquianos tenían auras aliformes blancas; otros, auras aliformes oscuras. El resto no tenía ningún aura perceptible. Ésos debían ser los mortales como ella, pensó.

—¿Qué quieres decir con que puedes crear paréntesis?

—Pues eso mismo. Puedo eliminar la enfermedad, la vejez o la muerte, durante un periodo de tiempo, siempre que no sea muy extenso, para que no se altere el orden natural. Al que hay que regresar fatalmente. Es una jodienda, eso del orden natural.

—De acuerdo. Entonces… deseo que, por todo el tiempo que sea posible, a mi pareja le desaparezca el cáncer. Deseo un paréntesis sin enfermedad.

—¿Nada más? ¿no quieres incluir, no sé, juventud, en el interior de ese paréntesis? Al fin y al cabo, hay quien considera a la vejez una enfermedad. Si lo es, tú muy sana no pareces.

—¿Puedes hacer eso?

—Dentro de un paréntesis temporal, sí ¿Cuánto quieres rejuvenecer?

—Quiero que rejuvenezcamos los dos. Digamos treinta… no, cuarenta años. No… que sean cuarenta y cinco.

—Vale, cuarenta y cinco ¿por cuánto tiempo?

—Por todo el que sea posible.

Adirael le dio una última calada a su cigarrillo, antes de apagarlo sobre el mostrador. Dejó una marca oscura al hacerlo. La camarera gruñó al verlo.

—De acuerdo. Concedido.

—¿Ya está?

—Eso espero.

—¿No me vas a pedir nada a cambio?

—¿Cómo qué?

—No sé… que firme un contrato cediéndote mi alma…

—¿Y para qué quiero tu alma? O la de cualquiera. Un alma no se puede comprar, ni vender, ni comer, ni follar, ni tampoco colgarla en la pared, como si fuera una cornamenta de ciervo. Por cierto, qué costumbre tan hortera. Un alma no sirve para nada. Salvo a su dueño, porque es indivisible del cuerpo. Y aún a su dueño no le sirve de gran cosa.

—Yo creía…

—Tú creías en paparruchas y cuentos ñoños. Cuánto daño ha hecho la literatura. Y el cine, y los cuentos para niños.

—Entonces ¿No quieres nada de mí?

—Que me dejes en paz. Que no me llames más. Y si, a pesar de todo, lo haces, al menos que no sea con el sacrificio de un ratón. Y que me pagues las tres copas.

—Sólo has tomado dos.

—¡Niña polla, otra ronda!

—Me llamo Eli y lo sabes, gilipollas.

—Pues mis cojones se llaman Pedro y Pablo ¿quieres que te los presente?

—Que te den, Adirael.

—A ti primero, querubín. Pero antes sírveme otro bourbon. Paga la vieja ¿o no?

—De acuerdo, está todo pagado—dijo ella.

—Pues entonces está todo hecho—dijo Adirael, y chasqueó los dedos.

Ella buscó en el bolso su tarjeta de crédito. Y mientras lo hacía, de repente, los colores parecieron volverse más brillantes, los contornos de las cosas parecieron volverse más definidos, y la música que sonaba pareció llenarse de acordes y tonos que antes no percibía. Notó calor por todo el cuerpo, no porque allí lo hiciera, sino porque su cuerpo lo producía, haciéndola sudar. Era como si tuviera en su interior una dinamo trabajando a pleno rendimiento, produciendo una energía que alguna vez había sentido, pero hacía tiempo que había olvidado. Y sintió la necesidad de saltar, bailar o gritar, para descargarla. Notó tirantez en la piel de todo el cuerpo, como si de pronto su piel hubiera encogido, y le picaba como si estuviera cargada de electricidad. Se sentía excitada, hambrienta, vigorosa, sensual y eufórica. Y la mano que le alargaba la tarjeta de crédito a la camarera llamada Eli era más estilizada, tenía la piel más tersa y las arrugas de los nudillos menos marcadas de como la recordaba.

—Uao, cariño, eras una preciosidad cuando eras joven—dijo la camarera llamada Eli, y le alargó un espejo de mano. En él vio un rostro que, al principio, no reconoció. Hasta que le asaltó un recuerdo, como un chispazo. Así era ella cuando tenía veintiún años.

Salió del bar corriendo, sin esperar a que le devolvieran la tarjeta. Y siguió corriendo por la calle, como una loca. La ropa, de pronto demasiado amplia, demasiado suelta, la estorbaba, Especialmente, la ropa interior. Bajo la falda, notaba las bragas como calzones, con tendencia a caerse, flojamente, de sus caderas. Bajo la blusa, el sujetador se arrugaba y abolsaba sobre unos pechos que eran más pequeños, más turgentes, más altos: más jóvenes. Metió la mano por el escote, se lo arrancó de un tirón y, sin dejar de correr, lo tiró al suelo.

Corrió sin notar cansancio alguno, tragando grandes bocanadas de aire embriagador, a pesar del olor a tubo de escape. El corazón le retumbaba en el pecho como un tambor, haciendo correr la sangre a chorro por las venas. Se sentía como borracha. De colores, de olores, de sonidos, de sensaciones… hasta entonces no se había dado cuenta de cuánta sordina le había puesto la edad a sus sentidos.

No paró hasta llegar a la habitación que él ocupaba en el pabellón de oncología del Clínico San Carlos. Sudorosa y jadeante—y por Dios santo, cuán placentero podía ser sentirse sudorosa y jadeante—abrió la puerta. Él se había levantado de la cama, y se estaba quitando los cables y los catéteres que llevaba conectados. Al hacerlo, había soltado algunas de las cintas del camisón hospitalario, revelando, revelándole a ella, que él también había sido una belleza a los veintiséis años. Tuvo que hacer un esfuerzo para reconocer sus facciones en aquel muchacho tan joven y tan guapo, con un cuerpo increíblemente bien formado.

***

—¿Y qué pasó entonces?—preguntó Eli.

—¿Tan corta eres, querubín? ¿Qué crees que pasó?—respondió Adirael— A ver, de pronto se encuentran dentro de esos vigorosos cuerpos veinteañeros, con chorros de hormonas recorriendo sus torrentes sanguíneos, con las zonas erógenas titilando como las luces de un árbol de Navidad, como pasa en la juventud. Más zonas erógenas de las que ninguno de los dos recordaba haber tenido.

—Vamos, que se pusieron a follar como locos.

—Como locos, sí. O como conejos. O como conejos enloquecidos. No había visto nada semejante desde que se la jugué a los amantes de Verona. Aquello no era follar, habría que inventar otra palabra para describirlo. Se devoraban, se absorbían, y bueno, también se follaban, todo a la vez, una y otra vez, y otra, y otra. Rompieron la cama, el televisor, el sillón... Gritaban tanto que se les oía por toda la planta. Sobre todo ella, vaya fiera está hecha. Las enfermeras entraron asustadas en la habitación, e intentaron separarlos, pero fue imposible. Entre los dos se las arreglaron para echarlas, a las cuatro, a mordiscos y empujones ¡sin parar de follar!

—¿Adirael hablando de follar? Estoy teniendo un déjà vu

Quien había dicho eso era una mujer alta, rubia e imprecisamente joven. Si en aquel momento aún quedara algún mortal en El Purgatorio y la hubiera mirado con mucha atención durante el tiempo suficiente, habría percibido en ella un aura que se extendía desde su espalda, formando algo semejante a dos grandes alas de luz blanca. Porque sólo en el interior del Purgatorio sus auras eran perceptibles para los mortales; pero sólo si se fijaban mucho.

—Hola, Dira—saludó Adirael—¿Qué carne te has puesto? ¿es que no sabes que eso lleva un útero?

—Y ¿qué tiene de malo un útero?

—Que sangra dentro de ti una vez al mes. Es muy desagradable…

—La vida es un ciclo constante de muerte y renovación, y eso es lo que le pasa a un útero, por eso sangra en cada vuelta del ciclo. La única cosa desagradable que hay por aquí eres tú, querido. Bueno, tú y Asmodeo, que veo que está allí al fondo, tomando un daiquiri.

—Belial también andaba por aquí hace un rato. Usó el baño, así que no te acerques al de caballeros, si no quieres que tu carne muera intoxicada. Aunque quizá mejor, así podrías cambiarla por una sin útero.

—Me gusta mi útero. Yo tendré uno dentro, pero tú llevas ahí colgando a Pedro y Pablo, que muy bonitos no son, tan peludos y tan pellejudos. Podrías afeitarlos de vez en cuando. Aunque sólo sea por higiene.

—Nah. Eso son cosas que hacen los mariflores como ésta.

—Que te den, Adirael.

—Eli, cariño, prepárame un beso de ángel—dijo Dira.

—¿Con o sin tequila?

—Con tequila siempre.

—Una bebida redundante—dijo Adirael—¿Cómo te llamas en esa carne?

—Ángela.

—Buf. Y un nombre aún más redundante. Si la falta de imaginación fuera delito, estarías cumpliendo cadena perpetua.

—Hablando de falta de imaginación… ¿no estabas diciendo algo sobre follar?

—Adirael le ha concedido un deseo a una pobre mujer—intervino Eli, mientras le servía a Dira la copa con el beso de ángel (Tequila, licor de café y crema de leche, en capas de distinta densidad que no se mezclan; una cereza como decoración).

—Explícame eso, demonio…

—Si me pagas otro bourbon, ángel…a.

Dira y Adirael tenían una relación especial—aunque habría que llamarla, más bien, una rivalidad especial—desde los tiempos de la guerra en el cielo. Porque una vez, hace incontables eones, hubo una guerra en el cielo; eso es una de las pocas cosas que son ciertas de las que se cuentan en la Biblia, ese libro lleno de insensateces. En esa guerra los rebeldes, en cuyas filas militaba Adirael, se enfrentaron a los leales, en cuyas filas militaba Dira. Los rebeldes fueron vencidos, La Presencia los expulsó de la Ciudad de la Luz, y se exiliaron al Infierno. A partir de entonces se los conoce como Los Caídos.

El infierno existe—eso también es verdad— pero tiene una existencia negativa. La nada es su esencia: en él no hay nada. Absolutamente nada. Y menos que nada, por supuesto, La Presencia. En el infierno se vive en el vacío absoluto y en la total ausencia, de la misma forma que en la Ciudad De La Luz, donde está todo, se vive en la plenitud absoluta y en La Presencia. Es por eso por lo que los caídos son amargados, resentidos y semejantes a agujeros abiertos al vacío, mientras los que no cayeron son luminosos, pletóricos y satisfechos. Y a veces un poco repelentes, también. En especial los arcángeles, que suelen ser muy engreídos.

Tras incontables eones sin hacer nada en la nada más absoluta, Lucifer, el líder de los caídos, se hartó y se reitró al plano físico. Fundó un club nocturno, al que llamó Lux (porque le gustó la ironía) en la ciudad de Los Ángeles (porque le gustó la ironía, también). Ahora se dedica a gestionarlo, y a tocar el piano para los clientes. Algunos caídos trabajan allí como camareros. Los demás siguieron su ejemplo, más pronto o más tarde. Algunos habitantes de la Ciudad de La Luz les siguieron, por curiosidad y porque pensaron que era mejor tenerlos vigilados. Por eso, en casi todas las ciudades importantes hay un bar, o una discoteca, o un club nocturno como el Lux, que suele ser frecuentado por ambos bandos. El de Madrid está en Malasaña y se llama El Purgatorio.

Por eso, en aquel momento estaban allí sentados, el uno al lado del otro, en sendos taburetes ante la barra, tomando un bourbon y un beso de ángel, Adirael y Dira. Bueno, por eso y porque, durante la guerra en el cielo, ambos tuvieron un enfrentamiento singular, a espadazos. Aunque lo que usaban no eran exactamente espadas, porque entonces ellos eran entes espirituales que habitaban en el plano espiritual, y no usaban espadas, sino su equivalente místico, que puede ser algo parecido, pero a la vez, algo totalmente diferente. Sea como fuere, el enfrentamiento dejó huella en sus nombres (son cosas que a veces pasan en las luchas en el plano espiritual). Por eso el nombre de Adirael contiene el de Dira, y el de Dira es parte del de Adirael.

Por eso, en aquel momento, Adirael le estaba explicando con tanto placer a Dira cómo se la había jugado a la vieja.

—Pero tú ¿cómo sabes todo eso? ¿Es que estaba allí?

—Pues sí, yo era una mosca en la pared. Lo vi todo, con ojos multifacetados. Si llego a tener una cámara, lo habría grabado todo y habría colgado el vídeo en Sextube. Habría causado sensación…

—Una mosca. Hablando de vestir carnes asquerosas…

—¿Y qué? ¿Acaso no soy hijo de Belcebú, el señor de las moscas?

—No, no lo eres. No eres hijo de nadie. Eso se lo inventó un monje griego del siglo doce que estaba escribiendo un tratado de demonología y había bebido demasiado vino de la bodega del convento.

—Bueno, tampoco está tan mal. Aunque es raro eso de que, de pronto, te apetezca tanto comer mierda…

—Gracias por esa información repugnante y totalmente innecesaria. Pero sigue con la historia. En algún momento tendrían que parar y marcharse de la habitación…

—Pues sí, claro.

—¿A dónde fueron?

—No lo sé. Intenté seguirlos, pero una enfermera hija de puta me roció con insecticida. Eso sí que da asco. Caí al suelo paralizado, con los palpos llenos de aquella cosa infecta. Aún noto el sabor a producto químico…

—¿Cuánto tiempo les diste?

—Exactamente, el que me pidió la vieja. Todo el que podía.

—¿Cuánto es eso?

—Una semana.

Dira consultó el calendario de su teléfono móvil.

—Eso cumplió ayer.

Adirael soltó lo que pretendía ser una carcajada demoníaca, pero más bien sonó como una risita tonta.

—Exacto.

***

Era embriagador sentir tanta hambre el uno del otro. Tanta hambre de tocarse, de besarse, de explorarse mutuamente. Era embriagador sentir en su interior la potencia de un metabolismo joven y acelerado. Y, sobre todo, era embriagador saber que uno era embriagador para el otro. Y que el otro estaba allí, dispuesto a saciar su sed de embriaguez en cualquier momento, todo el tiempo.

No perdieron el tiempo en hacer las maletas. Tampoco tenía sentido, porque la ropa que tenían ya no era de su talla, y además era ropa triste, de persona vieja, o de persona que se siente vieja y ha decidido que ya no está para llevar según qué. Y ya no se sentían ellos mismos vestidos de aquella manera. Así que compraron ropa nueva por el camino, entre juegos y risas, escandalizando a las clientas y las dependientas, y riéndose hicieron el amor en los probadores, sólo porque les pareció divertido. Alquilaron una habitación en un modesto hostal de una población costera, y en los días siguientes no se dedicaron a nada más que a hacer el amor, pasear por la playa, volver a hacer el amor, bañarse desnudos, volver a hacer el amor, comer cualquier cosa en cualquier sitio, con la voracidad de la juventud, hasta atiborrarse, volver a hacer el amor, salir por la noche a donde fuera que tocaran música y pudieran bailar sin que se lo impidieran la artritis, las articulaciones oxidadas ni el crujir de unos huesos ya poco flexibles. Y luego volvían a su pequeña habitación, en el pequeño motel, y volvían a hacer el amor, se quedaban dormidos agotados, enredados, despertaban por la mañana igual de enredados, y volvían a empezar. Esto es sólo un paréntesis, le explicó ella, algún día se acabará, el diablo me lo dijo. Aprovechémoslo mientras dure, respondió él, y al diablo con el diablo.

Y el séptimo día, todo acabó. Ella notó, al despertarse, una olvidada pero familiar sensación de fatiga y abotargamiento, y en el espejo del cuarto de baño vio mechones blancos extendiéndose por su pelo, y bolsas creciendo bajo sus ojos, y arrugas marcándose alrededor de su boca de labios cada vez más finos. Y notó la piel fláccida, y el cuerpo pesado. Y oyó que él gritaba de dolor en la habitación. Corrió a ver qué le pasaba, y lo encontró retorciéndose sobre las sábanas, agarrándose el abdomen con manos de pronto arrugadas, de pronto sarmentosas. Y el dolor le crispaba el rostro, y el pelo perdía vitalidad y se le volvía fino y gris, y la piel se iba volviendo mate y le iba amarilleando, y bajo ella los músculos iban adelgazando, hasta casi desaparecer. Y supo que había llegado el fin.

 ***

 —Lo que no entiendo es cuál es tu ángulo—Dijo Dira, tras dar un sorbo de su cóctel.

—¿No lo entiendes? Vaya, creía que aquí el único idiota era el querubín marica—respondió Adirael, y le dio un sorbo a su bourbon.

—Que te den, Adirael—dijo Eli, que los escuchaba desde el otro lado de la barra.

—No parece que saques nada del trato. Le has concedido, exactamente, lo que te pidió, y encima un plus. Estos días han debido ser, para ellos, de felicidad extrema.

—Exacto. Han vuelto a beber el dulce vino de la juventud. Han experimentado una felicidad tan intensa como el primer colocón con cocaína. Y, de repente, se acabó. El sentimiento de pérdida que están experimentando debe ser abrumadoramente doloroso. La pérdida siempre lo es. Créeme, nadie lo sabe mejor que yo. Él morirá sintiéndolo, y ella lo seguirá sintiendo durante todo lo que le queda de vida.Me ha salido todo redondo.

—¿Seguro? ¿No hay por ahí ninguna fisura?

—Te desafío a que encuentres alguna, útero ambulante.

—Sujétame la copa.

Y se marchó.

 ***

Al fondo del pasillo de la unidad de oncología alguien había instalado un árbol de Navidad raquítico, con unas luces que titilaban de forma tan desmayada como la vida en el cuerpo de él. Ya ni para hablar tenía fuerzas. Ella volvía a estar sentada a su lado, como antes, y le cogía la mano, como antes. Pero él apenas era consciente de eso, porque la mayor parte del tiempo estaba sedado con altas dosis de morfina.

El doctor se había llevado las manos a la cabeza cuando los vio regresar. A ella le echó una bronca terrible por haber interrumpido el tratamiento, así de pronto, durante una semana entera. Ha empeorado mucho, dijo. Es casi increíble que aún esté vivo, añadió. Auguró que no iba a durar mucho más. El tiempo que le quedaba se medía en días, dijo. Quizá en horas, añadió.

Ya conocía a todas las enfermeras que trabajaban en la planta, pero era la primera vez que veía a la que entró aquel día a suministrarle la dosis de morfina. Era alta, rubia, y parecía muy joven, aunque no supo determinarle la edad. Le dijo que podía llamarla Ángela. Pinchó la jeringa en el gotero, y mientras la morfina bajaba por el catéter, vio cómo se inclinaba hacia él y le susurraba algo al oído.

—Ahora dormirá tranquilo por un rato—le dijo a ella, tras incorporarse de nuevo.

Pero, antes de irse, se inclinó sobre su oído y le dijo algo más.

 ***

Dira volvió a entrar en El Purgatorio, volvió a sentarse en el taburete contiguo al de Adirael y recuperó su cóctel.

—Has regresado muy sonriente ¿qué has hecho, puta?—dijo Adirael, un poco inquieto.

Dira se lo contó. A él y a Eli, que se había acercado a oírlo.

—¿Qué coño les dijiste al oído? —preguntó Adirael.

—Una sola frase. La misma para los dos.

—¿Qué frase?

— “Pero nadie puede quitarte esos recuerdos”.

Adirael meditó durante un segundo, dándole tiempo a su cerebro de carne para que procesara aquella información. Y entonces entendió.

—Oh, mierda—dijo, palmeándose la frente.

Eli le puso delante el bourbon que acababa de pedir. Sonreía de oreja a oreja.

—Te han dado bien, Adirael.

—Chúpamela, querubín.

—Qué más quisieras, pobre diablo.


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