Revista Cultura y Ocio

La cárcel de los recuerdos apócrifos

Por Orlando Tunnermann
LA CÁRCEL DE LOS RECUERDOS APÓCRIFOSLA CÁRCEL DE LOS RECUERDOS APÓCRIFOS
El semblante de Mariela se había evanescido como una bruma pasajera y burlona. De la graciosa curva sinuosa de los rizos de su corta cabellera dorada, apenas perduraba ya un recuerdo apocado arrastrado por el temporal inclemente del olvido.
A veces, inopinadamente, irrumpía en su memoria el moribundo fulgor efímero de una sonrisa contraída, domeñada por las directrices del recato y la cortesía.
Sus ojos zarcos eran límpidos como balsas sosegadas exentas de malicia. Parecía su faz ebúrnea y quebradiza, hermosa y delicada como una muñeca de porcelana.
En su mohín, solía dibujarse una melancolía honda e indefinible que vaticinaba con certeza de sibila un llanto inconsolable.
Tenía su timbre de voz un tono de socorro perentorio y suplicante, y dulzura, como de miel derretida bajo el sol impío de Agosto.
Braulio desdeñaba sus continuos escarceos intrusivos por su mente remozada. Mariela porfiaba recalcitrante en residir eternamente en los vagones del pasado y una vida en común en una casa de madera, pintada de rojo, frente a las silentes aguas de una laguna paraguaya.
Estaba en su mente, enquistada como una sabandija pregonera que no cejara de reivindicar el retorno a su corazón. Pero Mariela ya no existía… no era más que un cúmulo de detritos de fragmentos de una vida arrumbada en los lúgubres recovecos del pasado…
Ya sólo importaba Rebeca, aunque fuera tan solo una sombra inaprensible que flotara a través de los calcinados muros de las ruinas del hotel de la luna creciente.
Un fuego devastador lo había convertido en ascuas de un horno crematorio en los años 30.
La habitación 230, sin embargo, quedó incólume e invicta como único testigo superviviente de la ferocidad de las llamas.
Sobre el mobiliario intacto, de color negro, reposaban varias decenas de marcos de plata que mostraban a una mujer rubia platino, idéntica a la actriz Mae West: la misma mirada seductora y voraz, las cejas mínimas, dibujando sendos arcos finos y equidistantes.
A su lado estaba él, con el cabello largo y negro y la barba de tres días hirsuta, tal y como la lucía ahora, caminando por la orilla de una playa caribeña o paseando enamorado junto a la flamante Rebeca Windsor frente al palacio de Buckingham….
En otra instantánea, la dichosa pareja cenaba a la tenue luz tremulante de unas velas en un restaurante de postín moscovita.
Otra fotografía, en blanco y negro, los inmortalizaba en la torre Eiffel de París; un ágape nocturno en los jardines de Versalles, una velada de ensueño acurrucados junto al lago de Sanabria bajo un cielo moteado de guiños estelares…
Rebeca Windsor había inoculado en su memoria trocada capítulos biográficos impostados, desterrando displicente a la defenestrada Mariela.
Sólo importaba Rebeca, y devolverle al hotel de la luna creciente el esplendor marchito. Braulio había invertido una fortuna en las extenuantes y desagradecidas labores “renacentistas” del carbonizado inmueble de Puerto Viejo.
Pero Rebeca no estaba satisfecha, pese a sus ímprobos esfuerzos por convertir aquel lugar fantasmagórico en la otrora residencia de lujo y solaz. Le demostraba su descontento cuando aparecía espectral para introducírsele en el cuerpo, haciendo que la respiración se le tornara trafagosa y el ritmo cardíaco excesivamente acelerado.
Después, cuando ella cesaba el vil hostigamiento, le ardían los pulmones y la sensación de ahogo era similar a la que dimana de mantener la cabeza sumergida en un barreño de agua caliente durante demasiados minutos.
Rebeca estaba descontenta con su progreso laso y violaba sus entrañas con virulenta recurrencia; pero la amaba más que a nada en el mundo. Era su esposa, o al menos, esa era la leyenda que se desprendía de las fotografías desplegadas por todo el dormitorio, por mucho que Mariela emergiese de vez en cuando para refutar aquel argumento.
Braulio estaba recortando los setos alineados ante la macilenta entrada principal del hotel cuando avizoró en la lontananza a una mujer rubia, de lánguida mirada, avanzando con paso de cigüeña patizamba en su dirección.
Su semblante era refugio habitual de la melancolía y los berrinches monumentales. Aún con todas aquellas “limitaciones físicas”, no cabía duda de que era una mujer hermosa y coqueta.
Tardó unos minutos en reconocerla, tal vez porque Rebeca estaba asustada y le instaba con apremio a que se deshiciera de la intrusa.
Mariela le saludó afectuosa. Corría en su dirección con lágrimas en los ojos, como una Magdalena piadosa al encuentro de Jesús.
Rebeca acababa de atravesar las paredes del hotel y se personó ante la esposa suplantada. Braulio tembló arredrado. Se mordía las uñas, temeroso de lo que pudiera ocurrir a continuación. Demasiado tarde; Rebeca ya estaba dentro de su mujer. Ella se retorció inquieta, como si un rayo de hielo la hubiese atravesado desde la cabeza hasta los pies.
Enseguida se recompuso y sonrió cariñosamente. El tiempo de escisión entre ambos parecía ya inexistente. Mariela le acarició la mejilla derecha, que al tacto se percibía áspera y rugosa como una roca de granito erosionada por el sol.
Ella hizo como que aquel detalle baladí le había pasado desapercibido, pero enseguida retiró su mano enguantada y la posó junto a la otra en el regazo amplio y mollar que cubría una blusa blanca sobre una basta falda larga de nylon amarillo.
-Te he buscado como loca todos estos años… No sabes… he tenido que mover cielo y tierra para encontrarte. ¿Qué haces aquí, en este lugar… esperpéntico… tú solo? ¿Por qué nunca te pusiste en contacto conmigo? Creí que te había sucedido alguna desgracia terrible y yo, sólo quería morirme…
Mariela temblaba como una hoja otoñal. Se enjugó la nariz, observando impaciente a su esposo silente. Reparó en su expresión mema y aturdida y comprendió que acaso, hubiera perdido la razón, o la memoria… o ambas cosas a la vez.
Finalmente habló, azarado, como un náufrago que despertara de un sueño eterno.
-Mariela… eres tú. No sé qué hago aquí, creo que me he perdido. He estado fuera de casa demasiado tiempo. Apenas me acordaba de tu rostro, pero no entiendo por qué. ¿Puedes llevarme de vuelta a casa?
Mariela tuvo la sensación de contemplar a un cachorrillo extraviado de la manada. Braulio miraba en todas direcciones, confundido, como si buscara en el aire luciérnagas de colores.
-Claro, amor mío. Nos vamos a casa –repuso feliz Mariela, que no acababa de creer que su marido estuviese vivo, delante de ella, tan real como el tacto abrasivo de su mejilla rasposa-.-Tengo algunas cosas dentro, no sé… debería recogerlas, creo que son importantes, que debería cogerlas, que debería llevarlas conmigo, pueden hacerme falta, no sé…
Divagaba. Se frotaba las sienes, como si en esa área lateral de su cabeza estuviesen los objetos que pretendía recolectar.
Mariela salió al rescate como una heroína de leyenda.
-Tú espera aquí, cariño. Yo iré a recoger tus cosas y podremos irnos de este lugar horrendo.
Mariela se adentró en el hotel de la luna creciente pero jamás volvió a salir de él. La puerta se cerró con un tronido de losa sepulcral que ocluyera la entrada al reino del inframundo.
Braulio arañó y aporreó la puerta de granito y logró echarla abajo horas después con la ayuda de unos agentes uniformados que le exhortaban calma.
No había nadie tras el bastión de argamasa y cemento… sólo cascotes calcinados y habitaciones de hotel en calamitoso estado de ruina.
UNA SEMANA DESPUÉS
Mariela se sentía extenuada y abocada al vómito. Algo rebullía en volcánica combustión en sus entrañas. Tenía la sensación de haber atravesado las paredes del hotel y refugiarse entre los pliegues cuadriculados del techo en compañía de una mujer fascinante de dorada cabellera.
Estaba en una habitación de mobiliario negro, plagado de fotografías de una mujer rubia platino. Junto a la enigmática dama, que guardaba cierta semejanza con la actriz Mae West, estaba ella misma, paseando de la mano por Central Park.
En otra instantánea cenaban bajo el destello eterno de la luna en un restaurante a los pies del Mont Blanc.
La amaba, haría cualquier cosa por aquella mujer, pero su idilio jamás debía ser revelado… el mundo no estaba preparado para asumir sin algazara de esperpento el amor puro y sincero entre dos mujeres amantes de los años 30.
Vagamente resonaba en su mente el eco de una vida lejana junto a un hombre llamado Braulio.
Contempló las fotos de su amada, Rebeca Windsor, y sonrió dichosa.Había mucho trabajo por delante: Rebeca estaría orgullosa cuando viera con sus propios ojos el renacimiento del hotel de la luna creciente.BIBLIOGRAFÍA: "LA CASA DE LAS 1000 PUERTAS". WWW.AMAZON.ES (EBOOK)

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