Al amparo del calentamiento global han surgido poderosas voces que piden, y algunas exigen, que el ser humano abandone la carne como alimento porque los animales producen un tercio de los gases de efecto invernadero.
Un estudio recién publicado por Nature, elaborado por siete zoólogos de la Universidad de Oxford, con 58 referencias previas, una de ellas de la FAO, agencia alimentaria de la ONU, propone reducir el consumo de animales aplicándole grandes gravámenes.
Cuarenta por ciento a la de vacuno, veinte a la leche, quince al cordero, 8,5 al pollo, siete al cerdo y cinco a los huevos, con lo que sólo los ricos podrían comprar carne: aparecería una “pobreza proteínica” mayoritaria, estupenda para los chillidos de Podemos.
Lo que habría que debatir es si el efecto invernadero es bueno o malo porque está probado que, como los invernaderos, produce más alimentos, reforesta el mundo y reduce los desiertos.
Son consecuencias positivas silenciadas por el alarmismo climático necesario para reducir el consumo del petróleo, cuya riqueza alimenta la expansión del extremismo religioso de naciones como Arabia Saudita.
Con el proyecto de los zoólogos de Oxford los toreros estarían de enhorabuena: la muerte de unos escasos animales volvería a ser un espectáculo exótico y atractivo.
El toreo estaba inicialmente más relacionado con las reses que comían los poderosos tras las corridas que con el espectáculo para alimentar emocionándolo el pueblo famélico: el más carnívoro era al jefe de la tribu primitiva que mandaba a sus jóvenes cazadores a probar artísticamente su valentía ante las fieras.
Que cada día haya menos aficionados a los toros se debe seguramente a la actual abundancia de carne y a la competencia en emociones que ofrece el fútbol a la misma hora.
Pero qué gran espectáculo para famélicos sería nuevamente el toreo de carne, escasa entonces, para nuestros futuros jefes tribales.
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