«La Chunga» nace de la segunda novela de Vargas Llosa, «La casa verde»; allí anidaba un personaje que al escritor le pareció que debía tener una vida literaria más larga. Y en esta obra volvió a Piura, la ciudad en la que vivió un tiempo, y allí situó una vieja taberna, refugio de un grupo de bebedores y jugadores bautizados como «los inconquistables», a la que un día llega una hermosa joven, Mechita, para transformar la vida de la huraña Chunga.
No cabe duda de que Vargas Llosa es uno de los más grandes fabuladores de nuestros días, y «La Chunga» es un relato fascinante y lleno de sugerencias, una historia muy potente, más incluso que el correcto texto teatral. Dramáticamente no posee la redondez ni la precisión rítmica que requiere, aunque por contra es un texto sabroso y de colores terrosos que acaricia los oídos de los espectadores. Los personajes pertenecen a ese universo de tintes mágicos con el que el «boom» de la literatura hispanoamericana conquistó al mundo; sudan, sangran y respiran en un ambiente opresivo y arenisco.
Joan Ollé (y con él sus colaboradores) recrea ese universo de manera magistral. Sabe tirar de la cuerda de la tensión y deja respirar la función para que los personajes no se ahoguen en la historia. Navega con timón firme por los dos mares, realidad y fantasía, en los que Vargas Llosa sitúa la singladura de la obra; aunque en alguna de las escenas (especialmente en la que protagoniza el Mono junto a la Chunga y Meche) quede desdibujada la frontera y deje al espectador desorientado (aunque puede que esa sea la intención del espectador).
La interpretación es sobresaliente, sin excepciones. Aitana Sánchez-Gijón, sobre cuya idoneidad para el papel tenía dudas el propio autor, compone una mujer bronca, amargada; renuncia a su femineidad y elegancia para embarrarse en una Chunga que, a pesar de todo, guarda unas lágrimas y deja asomar su amor debajo de un férreo caparazón. Solo parecen algo extemporáneos algunos gritos, que no se corresponden con el desgarro interior del personaje. Irene Escolar, Mechita, es un antorcha que ilumina y da calor al escenario desde el momento en que aparece en él. Su personaje camina con equilibrio entre la ingenuidad, el abandono y la soltura que le llevan a subir sin demasiado pudor a la alcoba de la Chunga para satisfacer su curiosidad y entregarse a ella. Asier Etxeandía le da a su Josefino el color ocre preciso para ese hombre pendenciero, lleno de chulería y de desapego. Tomás Pozzi es un cascabel, Jorge Calvo un lastimero violonchelo y Rulo Pardo una guitarra desafinada; los tres completan un luminoso reparto, que convierte la función en una magnífica velada de teatro.
La foto es de Javier Naval