Revista Cultura y Ocio

La comisión de la sangre

Por Calvodemora
La comisión de la sangre
Aquel que es incapaz de vivir en sociedad, o que no la necesita porque se basta a sí mismo, es o bien una bestia o un dios.
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Hay veces en que es mejor morirse, hay días en que el corazón estalla dentro del pecho, hay recuerdos que son insoportables. El más oscuro, el recuerdo que más duele, es el de mi padre, hace como treinta años, corriendo por el jardín, tropezando y cayendo, levantándose, implorando no sé ahora con qué palabras la piedad que en ese momento yo no estaba dispuesto a darle. Ayer volví a verle. Tenía la cara desencajada. Quizá se la estregaba el miedo. Es una cosa curiosa el miedo. Hace que todo el cuerpo sea un arma. Está uno alerta como si la vida pudiese escaparse en un instante y pudiéramos evitarlo haciendo un gesto o diciendo unas palabras. Las que mi padre me dijo no valieron de mucho. Ninguno de los dos tenía interés en intimar. Creo que mi descenso a los infiernos comenzó en esa persecución en el jardín, hace como treinta años. Fue César el que me detuvo. Me golpeó hasta lastimarse la mano, me insultó hasta que la voz se le abroncó y nada de lo que decía podía entenderse. Eran golpes también las palabras. Nada de todo eso que viví lo recuerdo con especial nitidez, pero no es posible que mi memoria sacrifique la imagen de mi padre, tropezando y cayendo, levantándose, ya lo he dicho, incapaz de comprender cómo habíamos llegado a esa situación. A César no he vuelto a verle. He borrado su cara. No hay nada en mi cabeza que me conduzca a César. El hermano mayor de los juegos antiguos ha desaparecido casi por completo. Recuerdo la voz agitada, acompasada a la brutalidad absoluta de sus manos partiéndome la nariz, sacándome un ojo de su cuenca, hundiendo mi cara. Está hundida todavía. Ya casi no le hago aprecio. De noche, cuando todos duermen, cierro los ojos y repaso con la yema de mis dedos su contorno. Como un ciego de manos precursoras. Como un dios que repasara la obra recién arrojada al mundo. Con los años he aprendido a ir comprendiendo las causas y los azares. Estos últimos días me he impuesto la tarea de repasarlo todo, de ir abriendo y cerrando puertas que dan a habitaciones en donde he estado. Debe haber alguna en la que yo sea puro y no haya entrado todavía en mí la oscuridad. La verdad no sé cómo llamarla. Oscuridad está bien. Habrá palabras mejores, pero ahora esa me vale, conviene al propósito de lo que estoy decidido a contarles o lo que alcance a recordar.

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