Revista Asia

La conquista anacrónica de Camboya

Por Tiburciosamsa
La conquista anacrónica de Camboya

El 99% de los españoles sabe de Asia que existen los rollitos primavera, que en Thailandia hay masajes guarros, que el arroz tres delicias está muy bueno y que las tiendas del todo a 100 las inventaron los chinos. El 1% que sabe algo más posiblemente sea lector de este blog. Por eso, sorprende cuando un escritor español se lanza a escribir con conocimiento de causa sobre un tema asiático. Ese escritor se llama Federico Villlobos y la novela es “La conquista de Camboya”.

Villalobos ha contado en forma de crónica cuando los españoles intentaron conquistar Camboya a finales del siglo XVI. La novela está muy documentada y Villalobos deja que esa documentación se note, pero no la exhibe en plan sabihondo como otros (sí, me estoy acordando de “El afinador de pianos” de Daniel Manson, que se me atragantó).

Villalobos escribe con un estilo clásico, como hubiera podido escribir un español de aquellos tiempos y el efecto es muy agradable:

Muchas y muy diversas son las causas que mueven a los hombres a hacer la guerra. Luchan unos para quebrar cadenas, otros para imponerlas; éstos, para defender su fe; aquéllos para ofender con ella. Guerras hubo que se emprendieron por una mujer; otras duraron tanto que al final ambos bandos acabaron olvidando el motivo por el que combatían. A los soldados, por lo común, poco o nada nos importa la razón de la contienda. Páguensenos nuestras soldadas, concédasenos licencia para el saqueo, y quédense reyes y generales con su potestad de concertar la paz o decidir la guerra. Porque si los que durante tantos años nos batimos en las Molucas hubiésemos parado mientes en cuál era la razón de aquellos desembarcos, de aquellos asaltos, de tanto hierro y tanto fuego, de tanta carne abrasada y tanta sangre vertida; si hubiéramos considerado, en resumen, a qué obedecía aquella carnicería, no nos hubiera quedado más remedio que partirnos de risa, y quizá alguno, que entre los soldados también hay filósofos, habría encontrado materia para disertar acerca de la menguada condición del género humano, al que nosotros servimos al mismo tiempo de epítome y de escarnio.”

Por desgracia Villalobos cae en un pecado muy común entre los escritores y guionistas españoles que tratan temas históricos y es el anacronismo. Presentar a Enrique IV de Castilla como defensor de los derechos de los homosexuales, a la Princesa de Éboli como una feminista o al padre Bartolomé de las Casas como un paladín del multiculturalismo es como mostrar a Carlos V en la batalla de Mühlberg ordenando que sus aviones bombardeen con napalm a los rebeldes protestantes. Mientras que lo del napalm en el siglo XVI es tan grosero que ningún escritor caería en esa trampa, los anacronismos ideológicos son más sutiles y pueden pasar desapercibidos al lector al que se le ha enseñado la Historia superficialmente y sin criterio.

El más anacrónico de los personajes de Villalobos es el ex-fraile Luis de Cuéllar. Muchos se metían a frailes en el siglo XVI sin vocación, únicamente para tener un buen pasar. Luego se salían cuando descubrían que el tirón del mundo y de la carne era más fuerte que el de la fe. Hasta ahí nada que objetar en la idea de que un fraile colgara los hábitos y se metiera a soldado. De ahí a convertir al ex-fraile en librepensador ateo hay un gran trecho. Algunos cubrieron ese trecho en el siglo XVIII, ¡pero en el XVI!...

Recién llegados a Camboya, refiriéndose a los budistas, Cuéllar dice: “La suya más que una religión,- precisó Luis de Cuéllar-, pertenecen a la secta pitagórica, sólo que ellos no lo saben. Creen, como aquel griego, en la transmigración de las almas, es decir, que al morir el alma no va al cielo, al infierno o al purgatorio, sino que vuelve a encarnarse en cualquier otra criatura, ya sea de sangre fría o caliente.

- Extraña superstición, a fe mía- me maravillé.

- No más extraña que creer en el juicio final, en la comunión de los santos o en el arcángel San Gabriel- replicó Cuéllar.”

Este escepticismo multiculturalista cuadraría en un europeo del siglo XVI, ¡pero en un español del XVI!... Otra afirmación de Cuéllar y ésta con más bemoles, porque se la suelta a un dominico: “Yo, por mi parte, siempre he envidiado a los antiguos griegos. Ellos también pensaban que no había nada más que el hombre y el mundo, y que ambos estaban compuestos de corpúsculos que se unían para formar la materia. Fuera de ésta no había otra cosa. Si luego inventaban dioses, era tan sólo para reírse de ellos. Pero desconocían la tiranía de un solo dios, tanto más insufrible porque, siendo único, es más poderoso. Ojalá fuera como dice el japonés, y estuviéramos solos, el mundo y nosotros, sin ningún tirano que reine en los cielos.” Me cuesta imaginarme a un español del siglo XVI defendiendo esas ideas y más delante de un dominico, por mucho que estén en medio de Camboya y a miles de kilómetros de la oficina más próxima del Santo Oficio.

Pero el colmo de afirmación anacrónica la da el propio narrador, que no es más que un soldado sin ínfulas intelectuales. Dice el narrador: “[Las fiestas de coronación] Duraron tres días, que pasamos, mayormente, fornicando en el pabellón a la vista de los habitantes de la ciudad, a los cuales aquello nada ofendía, pues era el modo acostumbrado de celebrar en aquel país fastos y festivales. Si esto a alguno escandalizara, le responderé que donde fueres haz lo que vieres, y el rey fue el primero en darnos ejemplo cubriendo a una cortesana al pie del trono. Por lo demás, aunque los reyes lo sean por derecho divino, tengo para mí que aquella era una manera harto más humana y deleitosa de festejar una coronación que entonando un tedeum o sacando en procesión al Santísimo Sacramento, como se hace en España, de lo cual sólo las beatas y los hipócritas pueden regocijarse.” Los españoles del siglo XVI estaban convencidos de que eran la hostia y algunos efectivamente lo eran. Encuentro difícil que tuvieran la suficiente amplitud de miras como para considerar las costumbres de un reino pagano como superiores a las españolas. Por otra parte, el catolicismo era más que una religión para ellos. Era un dato clave en su identidad nacional, era la ideología sobre la que se había edificado la Monarquía y lo teñía todo, desde las costumbres hasta la política exterior. Dudo que un español de aquellos tiempos hubiera podido ver el tedeum y la procesión del Santísimo Sacramento desde fuera, con la capacidad de crítica del narrador. Aquí quien está hablando clarísimamente es Federico Villalobos, español del siglo XXI.

La novela se lee bien y engancha pero hacia el final se advierte un cierto cansancio del autor. La imitación del lenguaje del siglo XVI se vuelve menos lograda y el relato se hace menos detallado. El narrador opta por contar los acontecimientos a grandes pinceladas. Es algo que ocurre a menudo. Escribir una novela es tedioso. Uno la empieza con entusiasmo, pero al cabo de los meses le vienen el aburrimiento y las prisas por acabarla y meterse en algún nuevo proyecto que le entusiasme igual que le entusiasmó la novela en sus comienzos.

A pesar de los anacronismos y de una cierta pérdida de calidad al final, sigue siendo una novela a recomendar.


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