Revista Psicología

La cooperación, el crimen y el castigo

Por Gonzalo

Los patios de juego de todo el mundo resuenan con gritos de “¡Tramposo, tramposo!”  Así  sucede tanto en los terrenos deportivos como en las torres de marfil de la academia y en los relucientes imperios del mundo de los negocios.

Cuando las reglas se quebrantan, las emociones suben de tono y se busca venganza. Pero sólo parece justo castigar a quienes son conscientes de lo que están haciendo y se muestra condescendencia con quienes infringen las reglas sociales accidentalmente, quizás ignorantes de las normas sociales.

Diversos modelos matemáticos  -que ayudan a revelar la plausibilidad de un fenómeno particular- muestran que la cooperación puede desarrollarse y permanecer estable si los individuos castigan a los defraudadores y a aquellos que dejan de castigarlos. En ausencia de ese castigo, la cooperación se deteriora a medida que los individuos abandonan. Las sociedades humanas han desarrollado claramente esos instrumentos psicológicos.

El castigo es una manera de controlar el fraude. Es una forma de control externo. Pero castigar a otro requiere al menos dos capacidades. La primera es un sentido de cuál es la gama de  comportamientos posibles o tolerables en un determinado contexto. Esto es necesario, pues las acciones punibles son aquellas que se apartan de alguna manera apreciable de un conjunto determinado de conductas o emociones normativas en la población.

En su obra Genesis of Justice, el jurista Alan Dershowitz sostiene que Dios tuvo que encontrar un enfoque equilibrado del castigo. Sus primeras sanciones eran demasiado severas o no lo bastante severas en relación con el delito.

Dios le dice a Adán que morirá si come del árbol del conocimiento. Adán le transmite a Eva el mandato de Dios. Como sabemos, el mandato de Dios es una amenaza vana. Dios no la cumple plenamente. Dios castiga a Eva con los dolores del parto y con la subordinación a Adán. Dios castiga a Adán haciéndole sudar para ganarse  el pan, arruinando sus cosechas y limitando la duración de su vida.

Dios hace también que esos nuevos rasgos sean hereditarios, de manera que los descendientes de Adán y Eva sufran del mismo modo. Pero veamos ahora la siguiente historia de pecado. Caín mata a su hermano Abel y luego trata de ocultar el desaguisado. Doble delito. No sólo puso Caín fin a la vida de otro, sino que, gracias al acto de Eva de coger la fruta prohibida, sabe que algunas acciones son moralmente correctas mientras que otras son incorrectas.

Así como Eva no tenía ni idea de esta distinción moral, Caín sí y la violó. Dios castiga a Caín, enviándolo solo a vagar por el mundo. El pecado original número dos parece peor que el pecado original número uno. El sistema de castigos de Dios parece desproporcionado.

Hace un par de años, un amigo me envió por correo electrónico una serie de fotografías de un pato y sus patitos caminando sobre la acera de una ciudad. La primera toma de la secuencia me recordó el clásico libro para niños de Robert McCloskey titulado Make Way for Ducklings [Dejad paso a los patitos]. A medida que la serie avanzaba, los patos se aproximaban a una rejilla de ventilación del metro.

La altanera madre pasó por encima. Sus patitos, siguiéndola obedientemente, cayeron uno a uno a través de la rejilla, hallando su destino en la dura superficie del fondo. Seguir a mamá es una regla impresa en los cerebros de todos los patitos y de muchas otras especies en las que los pequeños son precoces y capaces de moverse por sí mismos desde las primeras fases del desarrollo.

Es habitualmente una buena medida, una regla que tiene fuerte sustento evolutivo. Pero a veces el entorno lanza una pelota con efecto, haciendo que la vieja regla quede obsoleta o, al menos, precise de cierta modificación  (dando por sentado, claro está, que la modificación forma parte del programa de desarrollo).

Docenas de animales aprenden qué pueden comer y cómo hacerlo observando  otros, creando condiciones gastronómicas locales. Esto tiene la ventaja de ahorrar tiempo y reducir los costes de comer algo desagradable y potencialmente mortal. Las jerarquías tienen ventajas similares, por cuanto los individuos necesitan no estar obsesionados por la cuestión de si deben competir por los recursos o cuándo hacerlo.

Las normas, por consiguiente, desempeñan una función adaptativa en las sociedades animales, creando expectativas seguras respecto a la cooperación o la agresión hacia otros. Las normas no tienen por qué ser accesibles a la conciencia para ser adaptativas. De hecho, su eficacia es óptima cuando operan en secreto, como es el caso la mayor parte del tiempo en los animales, incluidos los humanos.

La reciprocidad está en el núcleo mismo de la Regla de Oro. La Regla de Oro aparece en una forma u otra en todas las culturas, a través de doctrinas religiosas explícitas o de normas sociales implícitas.

A diferencia de otras formas de cooperación, que pueden explicarse por la Regla de Hamilton o por mutualismo, la reciprocidad requiere una explicación diferente y diferentes ingredientes psicológicos, incluidas reglas para determinar cuándo está permitido dañar a otro individuo.

Contra el deseo de ser generoso actúa la tentación de ser egoísta. La tentación de defraudar está arraigada en los deseos competitivos del organismo para optimizar la adquisición de alimento, placer sexual y poder.

Dada la ausencia de castigo en el contexto de la cooperación, los defraudadores pueden muy bien librarse de pagar coste alguno. La ausencia de costes alimenta ulteriores intentos de defraudar. La falta de control, el poder de la tentación y los límites de su psicología se combinan para impedir relaciones de reciprocidad duraderas.

Un aspecto central de nuestra capacidad de reciprocar y enfrentarnos con dilemas morales en que los méritos a largo plazo de determinadas acciones superan las alternativas egoístamente sabrosas a corto plazo es la capacidad de aplazar la gratificación.

La paciencia es poderosa como fuerza en el ámbito moral, permitiéndonos alejar la tentación de defraudar y afianzándonos en nuestras relaciones de reciprocidad. La paciencia es sólo uno de los guardianes que necesitamos contra la inestabilidad de la cooperción, ya que todas las relaciones cooperativas son vulnerables a los defraudadores.

Fuente:  LA MENTE MORAL Cómo la naturaleza ha desarrollado nuestro sentido del bien y del mal   (MARC D. HAUSER)

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