Revista América Latina

¿La crítica y la danza que nos merecemos?

Por Isa @ISA_Universidad
Por: Norge Espinosa
Tomado de La Jiribilla

Hace algunas semanas, convocada por la Asociación de Danza de la Asociación de Artistas Escénicos, se produjo en la sala Guillén de la UNEAC un encuentro que reunió a un pequeño grupo de críticos, profesores, especialistas y creadores interesados o participantes en procesos vivos de esta manifestación en Cuba. La pregunta que sirvió de eje a ese panel indagaba acerca de la danza que tenemos o no en la Isla, y sobre la crítica que a partir de ella podemos o no considerar como un criterio válido alrededor de esa expresión que nos es tan cara. ¿Hay en Cuba una crítica digna de la danza que merecemos? ¿Hay en Cuba una danza digna de la crítica que quisiéramos poseer, como un espejo veraz de ella, de sí misma, de nuestra experiencia en tanto espectadores y fieles de este arte? Por supuesto que la convocatoria no esperaba respuestas rotundas a tales dilemas, pero sí quería provocar, hacer que se dijeran algunas cosas por lo general calladas. Y de esa posibilidad íntima pero necesaria que desató el encuentro, es que vienen estas líneas, como flechas que lanzadas desde allí quieren sumarse ahora a otros arcos y tentaciones.

No. La crítica de danza en Cuba no es la que deberíamos tener. El intenso quehacer de los artistas que se entregan a esta labor, que hacen una vida desde ella, que nos invitan a mirar al escenario y a otros espacios donde se baila, merecería un tratamiento más ardoroso, un registro más frecuente y positivador del que poseemos. La huella aportada por Ramiro Guerra, Alberto Alonso, Iván Tenorio, Guido González del Valle, Eduardo Rivero y muchos otros maestros, desde un concepto que desafiaba las maneras establecidas y la tradición del ballet para reimaginar el baile desde otro concepto espectacular, se ha multiplicado en el número asombroso ―para bien y para mal― de conjuntos que hoy tiene el país en su catálogo. Esa huella, sostenida por Ramiro en particular desde una tensión que abarca lo intelectual y que sigue viva en su paso, pues no ha dejado de aportar textos, artículos, ensayos y libros que lo mantienen como un ojo avizor y un cuerpo atento a lo que se dice y danza entre nosotros, debería haber articulado también otros ramajes en el extenso mapa de lo que parece bailarse en la Isla, y de ese aporte esencial, deberíamos tener hoy muchos más nombres no solo dedicados a comentar ―que es lo que abunda―, sino a ahondar y a ejercer un criterio sólido a partir de las bases de lo que es la danza contemporánea no solo en Cuba, sino mucho más allá, en consonancia con un bagaje teórico y académico que pueda entenderse como arsenal de interpretación y profundización. La imposibilidad de tener aquí la visita de nombres y compañías esenciales, el dificultoso acceso a la información, son obstáculos ciertos que operan también como excusas cuando se le pide a los creadores, a los periodistas, y aun a los críticos, ir más allá de la sola entrega, o de lo descriptivo. En ese orden de incomodidades, es que puede decirse que no; que aún no tenemos una crítica a la altura de la fuerza que el baile y la vibrante dimensión del cuerpo que danza en Cuba imponen aquí como reto y seducción.

¿La crítica y la danza que nos merecemos?

Mambo 3XXI. Foto: Gerardo Iglesias / La Jiribilla


Si volviéramos la pregunta de revés, la ecuación nos dejaría también insatisfechos porque tampoco creo que tengamos en Cuba, tomando en consideración la solidez de la enseñanza, y el inmenso caudal de tradiciones y rupturas que se integran en la breve pero indudable historia de la danza moderna entre nosotros, un movimiento que hoy transpire su ánimo con mayor comodidad. La falta de coreógrafos que sean capaces de organizar algo más que el movimiento, la carencia de espacios de confrontación nacional donde los grupos puedan ver más allá de pequeños conceptos el sentir más amplio de lo que se danza hoy en el país, y donde las tendencias de una u otra dirección no operen como mecanismos de exclusión hacia otras zonas que siguen siendo preteridas, son algunos de los elementos que hacen reconocible esa embarazosa verdad.

Si a fines de los 80, cuando se dividieron las grandes compañías para dar paso a agrupaciones que refrescaron el panorama no solo danzario sino cultural de nuestra cotidianidad, con propuestas que reclamaban una independencia del decir y el accionar que reproducía con sagacidad otros anhelos de lo cubano, podíamos señalar modelos interesantes y provocativos en puntos muy disímiles de aquella hora; hoy valdría preguntarse qué ha perdurado de aquellos raptos y por qué sus esencias ―ya que no sus protagonistas― no son parte de la memoria viva, salvo honrosas excepciones que pudiesen movilizar a los más jóvenes a prolongar esas conquistas y estallidos hacia nuevas escalas. La inestabilidad del panorama danzario en Cuba se recompone de vez en vez con logros parciales de algunas compañías que han perdido por lo general el repertorio que las hizo firmes o parecen estancadas en el mismo círculo vicioso: un círculo de retórica que pretende repetir, en nociones de poca convicción, lo que hace ya más de una década nos hizo interesarnos en esos proyectos, hoy debilitados. Si Danza Contemporánea de Cuba ha logrado equilibrar sus relaciones con importantes nombres extranjeros sumando a esa idea los aportes de artistas nacionales que demuestran nuestra capacidad de asumir lenguajes y metáforas desde un modo auténtico y genuino, otros conjuntos siguen dejándonos insatisfechos, con sus poéticas ya desdibujadas, o sin haber argumentado con logros palpables lo que hace algún tiempo podía ser aún profecía o work in progress.

Valdría preguntarse si la crítica de danza que tenemos en Cuba puede ser mejor, en tanto su objeto primario de análisis no se encuentra en una óptima salud. Pero creo que sería útil, más que abandonarnos al rechazo o a la queja, tratar de emplear a la crítica como un estímulo participativo, que entre a diseccionar para reconstruir zonas de intercambio, desde las cuales esa voz solo aparentemente ajena que es el crítico, pueda demostrar su compromiso con una verdad que no termina cuando simplemente firmamos una reseña.

Hace un par de años, en la ronda final del Premio Villanueva de la Crítica, que entrega la Sección de Crítica e Investigación Teatral de la Asociación de Artistas Escénicos de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), una coreografía que a mi modo de ver merecía el galardón, no logró el triunfo. Hablo de Mambo 3XXI, debida al talento de George Céspedes: un talento al que he seguido con particular interés y en el cual creo, más allá incluso del gusto particular y específico que pueda expresar acerca de todas y cada una de sus piezas. Ese año voté por Mambo… ―y ya se ve que no fui acompañado en mi defensa― porque creí descubrir en esa obra una organicidad que conectaba esta coreografía con la propia trayectoria de Danza Contemporánea de Cuba, replanteándola en otras proyecciones. Porque también, desde un juego deconstructor que ponía en crisis cierto discurso pretendidamente correcto de lo que debemos a la Nación y esperamos ser en la Nación, entendí que la coreografía se arriesgaba a ser sutil y vivaz, desde un gozo que iba ganando texturas y temperaturas a partir de un saber hacer que nos describe como cuerpos y no como simples modelos rápidos ante cualquier público del mundo. Pero mis colegas pensaban de otro modo, y respeto sus posiciones. Sigo votando por Mambo 3XXI, que está a punto de ser aplaudida en Nueva York, como lo fue en Londres. Lo cual no quiere decir que aspire a que todos voten por ella ni a que lean en ella lo mismo que yo, que continuaré esperando más piezas de Céspedes capaces, por qué no, de ser aún más arriesgadas que esta, porque talento para ello le sobra. Pero sí me hubiera gustado que la crítica cubana de danza expresara por qué no votó por ella en el momento decisivo, y no se callara, a diferencia de Ramiro Guerra, quien puso a un lado sus recelos o distancias para elogiar al nuevo coreógrafo. Me gustaría que la crítica cubana fuera más consciente de su responsabilidad, no solo respecto a la danza, y que desde un orden de franqueza y riesgo más nítido dijera lo que piensa.

¿La crítica y la danza que nos merecemos?

Mambo 3XXI. Foto: Gerardo Iglesias / La Jiribilla


También me gustaría que la danza cubana, por decirlo de alguna manera, bailara más. O sea, que fuera más perceptible su presencia e importancia entre nosotros, en un rango que abarcase desde lo tradicional y lo folclórico hasta el mundo de las variedades y el espectáculo nocturno ―vedado a la crítica no solo por desinterés o menosprecio, sino también por el ralo alcance de nuestros bolsillos. Tanto clásico correcto y vacío, tanto molde mal habitado y poco excitante, tanto aburrimiento en el ir y venir sobre los mismos patrones, son tan dañinos como la trasnochada vanguardia que algunos creen eficaz a estas alturas, mientras olvidan las conquistas que debieran alimentarnos en lo expresivo. Viendo bailar en la sala del Lorca a la extraordinaria compañía de Sasha Waltz, me vi obligado a explicar a algunos que por esos mismos rumbos andaba Marianela Boán en los días más felices de DanzAbierta —apenas una década atrás. Y me preguntaba si alguna vez DanzAbierta pudo bailar en esa sala El pez de la torre nada en el asfalto o Sin permiso. O si alguno de los jóvenes coreógrafos que pudieron haber visto esos espectáculos firmarían alguna vez una reseña acerca del impacto que tales obras les produjeron, como hizo alguna vez la propia Marianela Boán en la revista Bohemia para dar fe de su deslumbramiento ante Medea y los negreros, de Ramiro Guerra. El movimiento no puede empezar solo desde afuera. La danza cubana debería pensarse y hacernos pensar desde su propia fuerza, desde el corazón de su dinámica.

¿La crítica y la danza que nos merecemos?

Marianela Boán

Si algo deseo con respecto a las preguntas que compartimos como provocación aquella tarde, es que muchos más nombres las respondan. Que no sean solo un par de especialistas los que levanten su mano para votar o no por alguna coreografía en las decisiones finales, y muchos más los que se acerquen al legado de la danza cubana y mundial para entenderla y vivirla y explicarla desde reseñas bien fundamentadas. Los volúmenes que Ramiro Guerra ha ido cediendo al lector, pueden hacernos sentir menos desprotegidos ante tamaña tarea. Pero eso lleva esfuerzo, estudio y no solo entusiasmo, humildad para el aprendizaje y no solo ego para promulgar nuestras predicciones; y eso falta no solo en la danza cubana. No solo en nuestra cultura. Y es ahí donde deberíamos empezar verdaderamente a preocuparnos. No sé, ahora que culmino estas líneas, cuándo tendremos la danza y la crítica que nos merecemos. Sé que hay empeños como el espacio Inventario, en el cual los jóvenes integrantes de Danza Contemporánea de Cuba muestran como taller sus ideas, acabadas o no, para discutirlas con profesores, especialistas e invitados. Que los talleres de formación de coreógrafos se activan para tratar de salvar ciertos vacíos. Que eventos como el Danzandos o el Solamente Solos perviven tratando de servir como algo más que concursos: ¿y estamos como para concursar?, me pregunto yo. Sé que hay artistas que salen al ruedo, al salón de ensayos, al tabloncillo, día por día. Y que la Isla no deja de bailar. De bailarnos. Ante ese cuerpo en movimiento frenético y seductor, hago mis preguntas. Espero aprender a bailarlas, a responderlas en otras dimensiones y direcciones, junto con todos ellos, alguna vez.


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