Revista Decoración

La despedida

Por Dolega @blogdedolega

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Doña María Carlota del Carmen Vergara Celedón, Tía Carlota para la familia y amigos reposaba en su mecedora de mimbre azul como lo hacía desde que su artrosis le impedía utilizar la hamaca.

Sus resentidos huesos se negaban a levantar el ánimo y el cuerpo octogenario del que ella consideraba el mejor invento del mundo, incluso mejor que la cama porque hasta para la pasión era mucho más divertido.

-Comadre, yo creo que ahora sí que llegó la hora.

Carlota se tomó unos segundos para responder a su compadre Ricardo, que además de gran amigo era el médico de la familia, la persona que había estado en todos los momentos importantes de la casa.

-Pensé que llegaría a la noche-dijo mirando a Manuelita, un galápago que le regalaron cuando se casó y que traía una tarjeta al cuello que rezaba: “viviré mientras viva el amor”.

El amor se había acabado hacía años, pero aquel bicho estaba dispuesto a enterrarlos a todos, por lo que empezó a sospechar que a lo mejor el mensaje iba más por la cosa universal que por algo tan específico como su matrimonio con Porfirio.

Se incorporó con la ayuda de su bastón de jacarandá y la mano amiga de su compadre, que siempre la había acompañado en los momentos duros de la vida y aspiró el aroma del jazmín que caía a borbotones por un lateral del porche.

-Dile a los muchachos que esperan afuera hasta que yo salga- y sus pasos lentos acompasados por su bastón se escucharon claros mientras un trueno lejano anunciaba un aguacero de invierno.

Siempre se le habían dado muy mal las despedidas, nunca sabía qué diablos decir ante lo inevitable y si la cosa era despedirse de quién había formado parte de tu vida en los últimos sesenta años, el tema se ponía más complicado aún.

La puerta estaba entornada, así que no tuvo que girar el enorme pomo de bronce que tanto le costaba últimamente, simplemente abrió con su bastón la puerta de caoba y pasó a la gran estancia solamente iluminada por la luz que entraba por la única ventana abierta de las cinco que había y que daban a la plaza principal del pueblo.

Con un suave ademán empujó la hoja de madera y el ruido al cerrarse hizo que el hombre postrado en la cama preguntara con un hilo de voz.

-¿Lita, eres tú?

Nadie más la llamaba así y ella contestó con la misma ironía desde hacía más de medio siglo.

-Claro, quién carajo va a ser si no- Mientras atravesaba la estancia con lentitud estudiada.

Se sentó en la butaca orejera que siempre estaba al lado de la cama. Un capricho suyo de recién casada que resultó ser el mueble más incómodo de la casa y al que no se le pudo sacar provecho ni para juegos eróticos, pero que nunca se había decidido a desechar porque tenía mucho encanto estético.

-Lita, sé que me voy a morir y necesito contarte cosas.

Ella hubiera preferido un silencio tranquilo dedicado a los buenos momentos vividos, que fueron muchos pero no iba a ser ella quién impidiera a Porfirio irse a la eternidad incómodo y con cosas pendientes. Le tomó su mano y la mantuvo entre las suyas para darle el calor que se le escapaba del alma.

Miró a su alrededor examinando cada rincón y cada mueble de aquella habitación tan conocida, mientras escuchaba en la lejanía al moribundo confesando sus adulterios con las muchachas de la casa y el reconocimiento de que había sido un putero sin remisión.

No quería dejarlo ir con la sensación de que no había tenido vida propia, así que se mantuvo en silencio sin confesarle que eso lo sabía ella y toda la comarca.

Cuando pasó al tema de dinero sintió que la mano que yacía entre las suyas se revolvía inquieta. Relató deudas de juego e inversiones ruinosas que nunca le había confesado pero que otros se habían encargado de contarle para ponerla al día de las cagadas del hombre de la casa.

Le resultaba curioso como siempre hay dos versiones para la misma historia dependiendo de quien la cuenta y como el tiempo hace que los errores adquieran, algunas veces, tintes de hazaña ó epopeya.

Seguía con su mano entre las suyas en silencio escuchando confesiones sabidas ó sospechadas y comprobando que al final, la vida de todos es parecida y se mueve por los mismos motivos y expectativas.

Cuando entró en el terreno del amor, su mano adquirió sus últimos visos de firmeza.

-¡Te quise tanto Lita! Eras la diosa más hermosa que jamás he visto. Fuiste la dueña de mi corazón durante muchos años y sigues siendo la dueña de mi alma, porque has sido mi compañera hasta el final.

Carlota vio cómo brillaba una lágrima mientras resbalaba hacia la almohada y se dio cuenta que era la primera vez que lo veía llorar, pero es que la muerte es cosa muy seria a la hora de mantener la compostura.

Un escalofrío le recorrió la espalda al imaginar que podría ser ella la que estuviera en esa cama y decidió romper su silencio.

-Porfirio ¿Por qué me cuentas estas cosas?- dijo con suavidad.

-Porque me estoy muriendo, Lita. Yo siempre había escuchado que cuando estás ante la muerte necesitas irte limpio, sin cargas ni equipaje y siempre pensé que eran pendejadas de borrachos y viejas ¡pero no! Es totalmente cierto, querida. Aquí se tiene que quedar la verdad.

Carlota soltó la mano del enfermo y se levantó despacio mientras decía

-Los muchachos están afuera esperando. Quieren verte y seguro que tú también a ellos.

Abrió con trabajo la pesada puerta y salió al corredor donde esperaban sus hijos, sus siete hijos varones que habían criado y sacado adelante hasta verlos convertidos en hombres de provecho.


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