Revista Cultura y Ocio

La efigie de ataúlfo (ataulpho´s statue) (extracto)

Por Orlando Tunnermann

LA EFIGIE DE ATAÚLFO (ATAULPHO´S STATUE)  (EXTRACTO)
"....La persiguió durante casi tres horas por esas calles de Madrid que habían amanecido con la tristeza como emblema en forma de lluvia y penumbra gris clavada en el cielo plomizo. La inocua camarera del Bagdad Café, deformado su aspecto con viejos harapos, se había apeado de un taxi en la calle Marcenado para tomar el suburbano hasta la estación de Diego de León. Allí había departido con una mujer con aspecto de pedigüeña que vendía castañas en una esquina abandonada a su suerte entre la inmundicia. Hablaban ambas con el apremio y la angustia de los planes que se inclinan sin remedio al fracaso. Orlando las espió desde un banco cercano, fingiendo que leía con gran interés una noticia breve sobre los perjuicios del tabaco y el abuso del alcohol. La conversación fue breve. Celestina Merchán, un nombre tan falso como una bandera estadounidense con copos de avena en vez de estrellas en su estampado, le retó a un duelo de persecuciones por vericuetos inmundos y callejones que invitaban al delito. Una lluvia tan feroz como pasajera se abrió paso entre las nubes de carbón cuando avizoró a lo lejos el Palacio Real.
Los turistas, visitantes infatigables de monumentos y enclaves ineludibles, pululaban por allí como un ejército invasor de hormigas bien organizadas. La lluvia no les disuadía en su empeño de fotografiar cada palmo de la ciudad, como si quisieran atraparla en sus objetivos para adorarla después en una jaula de cristal. Japoneses, italianos, franceses y americanos se entreveraban como el agua y la sal. Celestina, la última persona con quien se había visto a la desaparecida, Aroa Machado, se detuvo ante la efigie del rey visigodo Ataúlfo, sucesor de Alarico I entre los años 410-415. La actitud sigilosa y artera de Celestina le arrugó el ceño a Orlando. Arrodillada ante el monarca, como si orara en silencio frente al altar de alguna iglesia románica, permaneció unos instantes ajena a lasmiradas de fugaz curiosidad de los viandantes, acostumbrados a las singularidades, a veces rocambolescas, que uno solía descubrir en una gran urbe como Madrid. El aspecto desaseado y astroso de Celestina le hacían pasar por una mujer de mala vida, habituada ala compañía de una botella de vino y un hombre perdulario que la hubiese arrastrado a la miseria. Orlando caminaba con aire distraído, aunque le hirviesen las entrañas, pendiente como estaba por el resultado de las pesquisas de una hermosa turista de aspecto escandinavo que hacía fotos de las estatuas contiguas a la del rey visigodo. Selene estaba representando su rol a la perfección. Celestina no parecía haberse apercibido de la angosta vigilancia. Al cabo de unos minutos se levantó y tras santiguarse con extrema afectación reanudó su marcha en dirección a los Jardines de El Moro. Selene no perdió un solo instante. Cuando se hubo asegurado de que la apócrifa menesterosa se había alejado lo suficiente se abalanzó sobre la efigie de Ataúlfo. Orlando acudió a su encuentro a toda velocidad, sorteando a una pareja de turistas asiáticos que parecían embebidos en la demencial tarea de contar una a una cuantas habitaciones tenía el Palacio Real. Selene le miró unos instantes, con la faz demudada por la excitación. En sus manos sostenía una cajetilla de tabaco con tres cigarrillos en su interior. Extrajo el que quedaba en medio de los otros dos. Orlando palpó atónito el tacto recio, la dureza de su contorno. A diferencia del resto, éste era una vulgar falsificación de plástico que podía desmontarse separando dos piezas cilíndricas, unidas mediante un sistema de rosca giratoria.
-Esa mujer lo ha dejado en esa ranura, junto a los pies de la estatua...
Se refería al paquete de tabaco, pero Orlando no le estaba prestando atención. Poco le importaban las grietas y desperfectos temporales de la efigie del rey visigodo. Sus ojos estaban congelados en el movimiento giratorio del falso cigarrillo que estaba "destripando" Selene. A los pocos segundos, tras un sonido similar al del corcho cuando lo liberas de su prisión en la boca perforada de la botella de champán, como un resorte salió impulsado hacia arriba un pliego enrollado de textura dúctil. Selene y Orlando se miraron un instante, presos de la curiosidad febril. La bailarina lo desenrolló sin miramientos, vigilada en todo momento por su esposo. Se lo mostró, incrédula, invadido su bello semblante por aciagas sombras de honda turbación. Orlando compartía sus desvelos y se impregnó de idénticos temores. Juntos contemplaron azorados una fotografía reciente de Aroa Machado. Estaba muerta de miedo, atada a una vapuleada silla de oficina en medio de una especie de sótano mugriento y oscuro iluminado únicamente por un tubo fluorescente de mortecina luz amarillenta. En sus manos Aroa sostenía una cuartilla sucia y arrugada donde podía leerse una secuencia numérica. Orlando lo entendió enseguida. Era un mensaje para Isidoro Machado, el padre de la desdichada criatura. Era un mensaje inequívoco que le indicaba el número de una cuenta corriente donde debía ingresar el pago exorbitante por el rescate de la pequeña..."

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