Revista Cultura y Ocio

La escuela digital

Por Calvodemora
La escuela digital
Conviene no perder la cabeza y no pasar por alto que lo de las clases digitales son, en el fondo, un parche que no tendrá prestigio una vez concluyan, por más que suturen el roto o hagan las veces de pomadita o de bálsamo. Hay muchas razones que sostienen esta opinión enteramente mía, pero las más elocuentes provienen de lo que sé por ejercer de maestro y saber, tras casi treinta años, lo que sucede dentro de la cabeza de los alumnos. Aparte de la brecha digital, que merece consideración aparte, o la brecha social, que debería reclamar seis o diez consideraciones más, la brecha que más me preocupa es la personal. No sé ha hablado de ella, que yo sepa. La brecha personal es la que hace que alguien que sabe que no está siendo vigilado se dé una dispensa en la atención y campe a su antojadizo aire y se engolosine hasta con el vuelo de una mosca. Si las moscas del aula distraen al alumno, qué no harán las moscas domésticas, las que se cuelan en la casa cuando por la mañana se abren las ventanas para airear las habitaciones. No siendo las perniciosas moscas, presentes sin excepción, es lo que cada uno caprichosamente elija para apaciguar la pesadumbre de escuchar al maestro una hora entera con una cámara digital de por medio. Todo vale. Puedes escuchar al maestro extenderse en explicaciones sobre el feudalismo (en inglés, por supuesto, ay qué locura) o argumentar el área de un pentágono, pero tú estás a lo tuyo, bebiendo a hurtadillas un zumo o viendo de fondo TeleCinco o manipulando con un mando secretamente apartado del ojo de la cámara la posición de los muñequitos que se pelean en el juego de tu Play Station. Creo que prefiere que sean las moscas las que distraigan a mis alumnos. Por lo menos, ellas tienen una más rica tradición literaria. Por eso le veo poco futuro a esta confianza que le hemos dado a la logística digital. El teletrabajo funcionará bien cuando funcione, tendrán que darse ciertas condiciones, habrá intereses que eviten que decaiga en la atención del que lo desempeña, pero en la escuela hay mucho que objetar a que tenga de verdad una utilidad fiable, de la que enorgullecerse más adelante. Fracasa cierta vigilancia amable, la del maestro empecinado en hacer que sus alumnos atiendan, pudiéndose censurar lo imprudente o pudiéndose reprender al que se evada, pero cómo haremos eso con la poco cómplice injerencia de una cámara y de un micrófono que se apaga o se enciende a instancias suyas. Es verdad que el colegio está dando cuanto tiene, a pesar de que esté disgregado, convertido en los maestros que lo forman, cuándo no, muchos de los cuales no saben (diré no sabemos) manejarse con soltura en aplicaciones, plataformas y demás herramientas digitales. No es un área inherente a la enseñanza. Igual, en adelante, no podremos apartarla, se hará tan precisa como el idioma, la lengua o las matemáticas.
En realidad, el colegio es menos un edificio que el claustro de personas que lo conforman. La enseñanza continúa, pero no es la misma, es un sucedáneo, el mejor de todos los sucedáneos posibles. En cuanto podamos llenar nuevamente las aulas, habrá que valorar el trabajo que se le ha encomendado a la escuela. Lo harán los padres, los maestros, los alumnos, la ciudadanía que no es ni padre, ni maestro, ni alumno, pero conserva un vestigio sano de sensatez y comprende que la escuela (los maestros, por extensión) somos algo más que recursos asistenciales para que la sociedad discurra por los cauces conocidos y los niños estén a recaudo mientras los padres van a sus labores en la entera confianza de que nosotros cuidamos de ellos. Es algo más que cuidar, tendrán que reconocer todos los matices: es cuidar, sí, por supuesto, y también es esculpir, dar forma al barro y hacer algo hermoso, hermoso y útil. Los maestros, como decía Anne Sexton en su poema, podemos hacer de un mueble un árbol. Somos incansablemente, incluso en condiciones adversas como estas, los carpinteros sensibles, los ocupados en que toda esa madera adquiere lustre y prospere hacia la luz, allá donde quiera que brille. En esa forja, les enseñamos a multiplicar y a discernir entre un movimiento artístico y otro, a recitar de memoria poemas de Lorca y a defenderse en el idioma de Shakespeare, a curtir el espíritu con el éter sublime de la música y a entrar en un lugar llamando antes a la puerta, a ser generosos y a levantar la mano para hablar. Si la escuela se traslada a las casas, cuánto estaremos perdiendo, qué de cosas se habrán sacrificado, sin que nadie tenga culpa. En la intimidad de los hogares, frente a la cámara de un móvil o de un portátil, contamos cómo es la vida, pero no podemos tocarla, ni sentir que transcurre alrededor nuestra. Ojalá regresemos con garantías. Vale más la salud que toda esta declaración de buenas intenciones educativas. Ya habrá tiempo de pensar en qué nos ha enseñado este confinamiento. Si la escuela, al regresar, será mejor y los que la legislan la cuidarán con mayor celo, sabiendo qué tienen entre manos. En muchas ocasiones, por ligereza, por insensbilidad, por la causa que cada uno decida acuñar, no lo saben.

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