Revista Creaciones

«La escuela no necesita una asignatura de educación emocional o de felicidad, sino cultura y conocimiento»

Por Masqueudos

Alberto Royo

Guitarrista clásico. Musicólogo. Profesor de Instituto. Así se define en su perfil de Twitter Alberto Royo, autor del libro «Contra la nueva educación», donde hace una ácida crítica a las nuevas corrientes que inundan el sector de la enseñanza. Página tras página, el autor repasa de forma mordaz los principales dogmas pedagógicos posmodernos, y elabora una defensa apasionada, pero no pasional, de una instrucción pública «dotada de una efectiva función de palanca para la mejora personal de las personas, y alejada de supercherías y propuestas excéntricas mejor o peor intencionadas».

—Reforma educativa, tras reforma educativa, los resultados parecen ser siempre los mismos. Igual tasa de abandono, igual de malos resultados en PISA. ¿Es que dan igual las leyes educativas?

—No se puede esperar un vuelco en los resultados con leyes que son conceptualmente similares. La LOE es la LOGSE y la LOMCE es las anteriores pero con diferente vestimenta. En el fondo, ninguna de ellas sitúa el conocimiento en un lugar preferente. Por otra parte, si bien no todo ha de estar condicionado por PISA, los informes sí nos indican que las cosas no se están haciendo bien.

—Usted asegura que entre los más graves errores cometidos quizá esté el de rebajar el nivel de exigencia: el igualitarismo hacia la mediocridad, el desprecio del conocimiento, la desconsideración hacia el esfuerzo y la aversión al mérito. ¿Esto sería con lo primero que hay que acabar? ¿Cómo?

—Recuperando el valor del conocimiento, asumiendo que no es posible aprender sin esfuerzo, reivindicando la meritocracia (que los mejores lleguen más lejos, no solo los que tengan mayor capacidad, sino los más perseverantes y, claro, los más honrados, los que más lo merezcan en definitiva, procedan de una situación mejor o peor), siendo ambiciosos y no conformándonos con un nivel medio para todos sino apostando por la excelencia (lo que no va en detrimento, faltaría más, del apoyo a los alumnos con mayores dificultades). Y, por último, aclarándonos sobre qué queremos que sea la escuela: un lugar en el que se aprenden conocimientos y valores o un centro de entretenimiento y sociabilización, que «guarde niños» y evite problemas porque no están en la calle.

—¿Es prudente que un país que se encuentra a la cola de la OCDE en educación, y tiene tal tasa de abandono, centre casi todos sus esfuerzos en imponer la lengua de Shakespeare?

—Cuento en el libro cómo el actor argentino Ricardo Darín explicaba en una entrevista por qué no ha querido trabajar en Hollywood: porque pensar en otro idioma es muy difícil y porque estaría renunciando a una herramienta muy valiosa. Este mismo razonamiento sirve para la enseñanza. Un profesor ha de dominar la herramienta más importante que tiene: la palabra. Y hacer que sus alumnos la dominen. Va a ser su mejor medio laboral y profesional. Sin que eso suponga despreciar el conocimiento de otros idiomas. La enseñanza del inglés (o del francés, alemán o chino…) debe suponer un plus, no una sustitución. No puede ser que la finalidad de una enseñanza secundaria sea hacer que nuestros alumnos chapurreen un idioma extranjero y ya.

—Hay una corriente de pedagogos que insiste en acabar con la enseñanza tradicional. Pero usted apunta en su libro que, al final, el único sistema cuyos resultados están demostrados es el del aprendizaje a través de la lección tradicional, la clase magistral, los exámenes, los programas por objetivos… ¿Cierto?

—No es que sea el único sistema válido. Lo que pienso es que un buen docente puede serlo utilizando una metodología tradicional o innovadora. Lo que defiendo es que se deje de presionar al profesor insistiendo en la necesidad de la innovación sin tener en cuenta si esta va a mejorar o no el aprendizaje de nuestros alumnos. Hoy tenemos congresos de innovación, cursos de innovación, premios de innovación… el profesor que no innova es tachado de inmovilista, mientras se premian metodologías extravagantes. Déjennos a los profesores que hagamos uso de nuestra libertad de cátedra y enseñemos como mejor consideremos, según nuestra forma de concebir la educación. De lo que se trata no es de enseñar a lo antiguo o a lo moderno sino de enseñar bien.

En cuanto a la clase magistral, es ridículo estar en contra de ella porque no es más que una clase excelente. La palabra magistral se ha llenado de connotaciones negativas absolutamente injustas. En todos los ámbitos (artísticos, laborales, deportivos, empresariales…) se busca a un «maestro» que pueda explicar cómo mejorar en conocimientos, técnicas o proyectos. ¿Por qué no en educación? Cuando he impartido clases magistrales como intérprete (o cuando las he recibido) a nadie se la ha ocurrido pensar que iban a ser soporíferas o perjudiciales. Al contrario, en el mundo de la música una clase magistral es una oportunidad de aprender, un disfrute, un lujo.

Una clase, en el contexto que sea (un curso de interpretación musical, un instituto, una universidad) no puede ser magistral si es aburrida, monótona, plana… denostar la clase magistral es un ejercicio de anti intelectualismo. Estoy seguro de que solo desprecia la clase magistral, entendida, insisto, como una clase extraordinaria, quien no es capaz siquiera de dar una buena clase. Para aspirar a impartir una clase magistral (y digo aspirar porque no es sencillo) hay que estar muy preparado.

—Su libro Contra la Nueva Educación insiste en que lo nuevo vende, lo viejo no, y que lo peor de estas corrientes es que sobrevaloran lo emocional, la empatía, lo original e infravaloran el esfuerzo, la constancia o el rigor.

—Sería urgente cambiar esto restableciendo algunas certezas, algunas convicciones. ¿Cómo? Recurriendo a la razón y a la experiencia. Entendiendo que nada hay más reaccionario que un sistema público de enseñanza que iguale a todos en la vulgaridad. La cultura y el conocimiento se devalúan si se regalan, si no se pide a cambio interés y voluntad. Pero demostramos desconfiar de su valor cuando lo edulcoramos y lo aligeramos para facilitar su adquisición. Además es profundamente injusto socialmente hablando. Los alumnos que viven en un ambiente familiar donde hay cultura, conocimientos, absorben estos de manera habitual: leen en casa, escuchan música, visitan un museo, aprenden un vocabulario culto, leen la prensa, comentan y escuchan comentarios de distintos temas… Mientras que los alumnos que se mueven en ámbitos social y económicamente difíciles solo pueden llegar a «aprender», a conocer estos saberes en la escuela. Si no se los dan allí, carecerán de ellos siempre y partirán con una desventaja notable.

—Una de esas corrientes aboga por la introducción de la educación emocional en todas las escuelas. ¿Esto sucede a costa de tiempo para las Matemáticas?

—Es posible porque nuestros dirigentes, con intención o no de idiotizar a la sociedad, no confían en el valor del conocimiento, así que, si el conocimiento no es importante y la escuela no es el lugar en el que transmitirlo ni el profesor quien lo atesora, toca buscar otras metas: una de ellas es la educación emocional, como si fuera posible separar la emoción de cualquier actividad que uno haga. Soy músico, ¿le parece que es posible enseñar mi asignatura sin emoción? Hay más emoción en el aria de las Variaciones Goldberg que en treinta congresos de educación emocional. No necesitamos una asignatura de educación emocional. Necesitamos educación, conocimiento y cultura. Y esto en sí mismo ya es emocionante. Apasionante.

—También hay quien aboga por enseñar en la escuela a ser felices a los hijos.

—Cuando me dicen que los chicos tienen que ser felices en la escuela, me pongo enseguida en guardia. Yo también quiero que mis alumnos sean felices, claro. Mis alumnos, mi familia, usted, el mundo… pero la escuela no es ni debe ser un centro de psicología positiva, autoayuda y terapias alternativas y la felicidad no puede ser el fin de la escuela. Es absurdo. Cuando preparé mi oposición no estudié nada sobre felicidad y sí mucho sobre música. Porque ese es mi cometido: enseñar música. A mí la música me apasiona y sin duda contribuye a mi felicidad, como estoy convencido de que es importante para la formación de mis alumnos y que puede proporcionarles cualidades valiosas que les podrán procurar disfrute en el futuro: el desarrollo de la sensibilidad artística, el cultivo del paladar musical y del gusto estético… o, al menos, una cierta cultura que, pese a que para algunos parece que estorba o que no es «útil», nunca está de más. Pero esto es algo que se alcanza con el tiempo y no de forma inmediata y en cuyo proceso no siempre lo pasa uno en grande. Supeditar todo aprendizaje a la comodidad, al bienestar y al placer es una irresponsabilidad que puede convertir a nuestros alumnos en ignorantes narcisistas.

—Usted advierte en su obra que hay cierta ofuscación con la innovación, la tecnología y lo digital.

—Parece que es una buena forma de ganar dinero y fomentar el consumo. Voy a ponerle un ejemplo, ahora que se empieza a criticar también la escritura a mano y todo debe hacerse con el ordenador: cuando uno toma apuntes en el ordenador, la propia rapidez de la pulsación hace que anote cuanto escucha sin apenas darle importancia. Sin embargo, tomar apuntes a mano, dada la menor rapidez con que la mano puede escribir, te obliga a pensar y seleccionar lo más importante. Ya estás haciendo un trabajo importante de cada al estudio que no puedes hacer con un portátil. La tecnología es una herramienta que, como todas, debe utilizarse cuando mejore el desempeño de una actividad, pero no por imposición.

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