Revista Cultura y Ocio

La escuela que tenemos, la que ojalá venga

Por Calvodemora
La escuela que tenemos, la que ojalá venga

Recuerdo un amigo que decía que la televisión hace que cierren muchas librerías. Podemos ampliar el rango a los videoclubs (que viven asfixiados por el streaming y por las descargas) o al de los cines. No sé si la escuela está amenazada seriamente. Si su prestigio y su vigencia rivalizan con el monstruo que tenemos en la sala de estar de casa. Que lo peor está siempre por venir lo corrobora precisamente esa muchas veces nefasta televisión. Lo último es un programa que trata de poner en alza la educación, poniendo en escena a maestros en una especie de puesta en escena de la realidad del aula. El proceso de banalización de la cultura no tiene límites. El guión de los desatinos que programa la caja tonta lo escriben los mercaderes, no los catedráticos, ni los poetas, tampoco los mismos maestros, que son los que modelan el barro de las cosas. El programa de marras lo patrocina Telefónica y puede rivalizar con Master Chef en audiencias. En lugar de contar cómo hacer un pastel de salmón y gambas, desmenuzarán el proceso por el cual un alumno adquiere la competencia lingüística o la matemática, asunto que no dudo que amenizará las cenas familiares y hará que la profesión docente se incruste más en la sociedad. Porque incrustada no está, de eso estoy seguro. Está ahí, merodeando, sin acceder del todo. Somos una población rara la de los maestros. Se supone que sobre nuestros hombros descansa el futuro, pero nos niegan tozudamente el presente y nos ningunean y hasta hacen mofa de nuestra valía y de las largas vacaciones que tenemos. De lo del sueldo, a la vista de lo que informan los medios y lo que se evidencia en lo que cuenta los cajeros automáticos a fin de mes, no dicen nada. Hay gremios que nos superan en nómina y sobre los que no se depositan tantas esperanzas. 

¿Que hay un problema en la sociedad? Pues que lo solucione la escuela. Se nos encomiendan tantos nobles cometidos que nos aturden, nos dejan sin tiempo de despachar lo que realmente debemos: la lengua, las matemáticas, el inglés, las naturales o las sociales. Nobles materias que hacen de terreno fértil para que después se aposenten y crezcan otras materias de más fuste y un ciudadano pueda ser médico, arquitecto o agente de seguros. Hay días en que no puede uno desprenderse del desencanto, de verdad. No porque enseñemos con menos entusiasmo (yo lo pongo a diario, no tengo duda ninguna sobre eso), ni porque nos falten con más fina grosería al respeto. Lo que duele es que ni siquiera tengamos la asistencia de quienes nos legislan y pagan.  Estamos en un estado de fragilidad tan escandaloso que a veces sorprende que las promociones salgan de las escuelas con buenas notas y vayan a la secundaria con la seguridad de que no les recriminarán su ignorancia, ni les reprenderán por su escasa voluntad de trabajo. Eso hacemos los maestros: hacemos que valga el esfuerzo, nos aplicamos en el trabajo de asentar unos valores (los que deben venir de casa, los que nosotros afinamos, los que convertimos en ideales), conseguimos que la cabeza no se despeñe y se oriente bien por el camino difícil que se insinúa en el horizonte.


El maestro, el bueno, contagia felicidad. No creo que exista una transmisión de valores, formativos y cívicos, sin que la impregne la emoción de sentirse feliz haciéndolo. El entusiasmo es el combustible de la educación. Educar es conseguir que la voluntad del niño, sus deseos, sus esperanzas, se amolden y se integren con los deseos y las esperanzas de la sociedad en la que está inmerso. Eso de la prosperidad y del mundo mejor que en ocasiones airean los políticos, henchidos de gozo, conscientes de estar diciendo las grandes palabras, no es un milagro, uno de esos prodigios del azar. El mundo, si va hacia un estado mejor del que posee, será por el concurso benefactor de la escuela, que es una especie de gran teatro en el que se mueve el maestro, que es un actor y desempeña todos los matices de la trama. Se adquieren esas formidables cosas si se van buscando desde edades tempranas, si la escuela, la escuela pública, de esa es de la que hablo, fija en su organigrama un pensamiento inamovible, uno que prime la imaginación, la originalidad, que fomente lo creativo frente a lo predecible, que haga madurar a quien estudia incitándole a confiar en el maravilloso juego que supone el estudio si lo hace con la libertad de la imaginación. Pero la escuela de hoy en día cree que la creatividad es un obstáculo, concibe al creativo como un elemento díscolo,  poco o nada integrado en la obediencia debida al profesor. 

Quizá se le respete más y se le observe más, con todo lo bueno que trae observar con detalle y registrar lo observado, si el profesor permite que el camino no sea únicamente el que marcan las pautas o el que cae del cielo invisible de la administración, tan obcecada en las estadísticas, tan alegre en ir dando palos de ciego. Los palos de ciego a veces sangran. Una de las obsesiones de la escuela es la de crear trabajadores del futuro, personal cualificado en el desempeño de los oficios que hacen que un país progrese. La escuela está pensada, desde donde sea que la piensen, para que restituya a la sociedad personal capacitado para que todo siga girando y no se rebaje jamás la formidable idea del bienestar. ¿Es malo todo eso? No, si se aliña con la diversión, si se viste con la originalidad, si se cocina con unos cuantos ingredientes traídos de casa, sin necesidad de que estén organizados en un papel colgado en un corcho. Si el maestro es feliz hará que lo que enseñe irradie felicidad, pero la felicidad del maestro, incluso la del más optimista y de una profesionalidad más orgánica, está continuamente zarandeada por quienes lo evalúan, por todos los que experimentan con su trabajo, con su amor indeleble hacia las disciplinas que trata de enseñar y con su absoluta convicción de que está en posesión de la verdad más redonda, la que menos se puede malograr por las embestidas de la injusticia o  las modas del poder, la de la escuela como un bien irreemplazable, la de una especie de santuario laico de conocimiento, libertad, progreso y cordura. Falta cordura en el mundo en el que vivimos. Si alguna vez se aprecia que ha vuelto será porque algunos maestros han contribuido a que acuda. Ahora que es verano y están las escuelas cerradas, es un modo de hablar, pienso que nunca han estado más abiertas. 

Mientras tanto, ahí andamos. Hoy toca votar. Dejar registro de lo apenados que estamos o de lo ilusionados que quisiéramos estar. Porque votar es una de las obligaciones más duras que existen. Va uno con el corazón un poco herido. Deposita la papeleta sin el entusiasmo de antaño. Eso han conseguido estos políticos que nos quieren gobernar. Casi ninguno se mete en honduras en asuntos educativos. No les interesa, no  interesa la cultura, no hay voluntad alguna de que la educación prospere. No saben (no desean saber, no conviene tal vez saber) que es la educación la que hace que los países prosperen y no haya paro (o haya poco) y se conviva felizmente y los parques estén llenos de gente alegre que pasea o saca a sus hijos a que jueguen. Nos faltan gobernantes con una verdadera conciencia de lo que la escuela puede hacer y de lo que no. La meten en faenas que no le convienen. La empujan a oficios que no le incumben. Hasta quitan la Filosofía de los grados superiores. Falta que desalojen la Religión, que impulsen las disciplinas instrumentales (más lengua, por favor; más matemáticas; más inglés, por lo que tiene el inglés de llave para abrir tantas puertas). Falta que nos escuchen. Sobran los registros, la burocracia estajanovista, la necesidad de que todo esté convenientemente estabulado.  Y mientras, en televisión, está al caer, un programa en prime time donde seremos los maestros los protagonistas. Creo que va a ser más malo que bueno. 

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