Revista Arte

La evanescencia de la emoción en la vida, frente a la perennidad de la emoción en el Arte.

Por Artepoesia
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Podemos enfrentarnos a la emoción en el Arte con la certeza de que no nos abandonará, desgarradoramente, luego de que acabe agotada ya por la esencia de su propia naturaleza, como sucede en la vida. Pero, esto es así porque en el Arte la emoción no se agotará, ya que no existe de igual modo a que subyacerá en la vida. Porque aquí, en la vida, subyacerá más bien. Estará al pairo de los envolventes vaivenes de las cosas, de la propia vida, de lo que es en sí ésta, de como las cosas ya serán en este mundo. Pocas mujeres han habido filósofas en la historia, pero haberlas las ha habido, una de ellas lo fue Anne-Louise Germaine Necker, conocida en la historia como Madame de Staël (1766-1817). En 1796 escribió su obra Acerca de la influencia de las pasiones en la felicidad de los individuos y las naciones. El convulso momento que le tocó vivir, la Revolución francesa, fue ya el marco social inspirador que le sirvió de contraste para afrontar las más íntimas reflexiones sobre la infelicidad humana. Para Staël la felicidad era un concepto ideado, o ideal, mejor dicho, para tratar ahora de conciliar los elementos contrarios de la vida. Por ejemplo, la Esperanza y el Temor, la Actividad y la Inquietud, la Gloria y la Calumnia, la Grandeza y la Falsedad, el Amor y la Inconstancia.
La ambición, una pasión egoísta que llevará al uso de cualquier cosa para la satisfacción de los fines más personales, se sobrepondrá por encima de los valores sociales y políticos, por ejemplo, y acabará así triunfando ya sobre otras pasiones afines también a ésta. La piedad, como cualidad social más que individual, la destacaría Staël entonces -pleno momento de violencia social revolucionaria- como un valor para la reconciliación entre los franceses después de las heridas de la Revolución. Pero, sobre todo, trataría de explicar por entonces algo tan moderno como la insatisfacción que produce la emoción en los seres. En su obra nos dejó escrito: Nada hay más penoso que el instante que sucede a la emoción; el vacío que deja tras sí nos causa una mayor infelicidad que la privación misma del objeto cuyo deseo nos excitaba; lo más difícil de soportar para un jugador no es haber perdido, sino dejar de jugar.
John William Godward (1861-1922) nació en un hogar victoriano de clase media con profundas convicciones materiales y sociales. En un lugar tan ausente de espiritualidad artística, vio la luz uno de los seres más imbuídos por el sentido más clásico de Belleza, de esa forma de contemplar la vida ahora como una permanente, emotiva, trascendente, sugestiva, sensual y prodigiosa manera de hacerlo. Luego de enfrentarse a su familia para no ser un exitoso empleado de finanzas más -como su padre y hermanos-, se marcharía a Italia, a Roma, donde se consagraría a plasmar ya lo más inalcanzable en la vida, la Belleza emotiva encerrada ahora entre los trazos de su creación, algo absolutamente posible sólo con el Arte, al menos con el Arte que él habría aprendido ya de sus maestros neoclásicos. Pero, nació en el momento más equivocado. Su espíritu no supo asimilar el rechazo de una sociedad que evolucionaría demasiado rápido hacia el abismo de la fealdad. El 13 de diciembre de 1922, en su estudio de Fulham, en el 410 de Fulham Road, al sudoeste de Londres, fue hallado muerto por el gas del monóxido de carbono de un pequeño hornillo, un instrumento mortífero que el propio artista manipularía ya desbordado ahora por la vida. 
Para la vida, queramos o no entenderlo, la emoción será ya un medio muy sutil para conseguir un fin; el Arte, a cambio, tomará ahora frente a la emoción una posición muy particular, en cuanto constituirá ésta ya tan solo un objeto por sí misma, pero nada más. El Arte no quiere sentir ensalzado o aumentado su ser cuando termine la emoción, como sucederá con la vida. Para el Arte, además, no existirá una limitación ni temporal ni espacial para sentir la emoción. Para la vida, la emoción es el comienzo de una secuencia vital, un proyecto algo mucho más grande; no así en el Arte, que, sin embargo, hallará ahora su sentido en la propia emoción. El grito emocional de la vida es por esto breve, se agotará pronto; el del Arte se prolongará, pues concentrará en ese momento -el que reflejará en la obra- todo el propósito, el genio y la sacudida de la vida. El ser humano necesitará del Arte porque no hallará satisfacción en la vida, algo ya demasiado simple y vulgar, siempre preocupada de sí misma y de las cosas, sin gusto y sin espiritualidad. Lo concreto excitará a la vida; lo inseguro, lo misterioso, al Arte. Es la manera como siente la emoción, a diferencia de la vida, lo que llevará al Arte a perpetuarla -la emoción, no la vida-, a no defraudar, a reencontrarse con ella -con la emoción- cuando el ser la necesite, a ver ya nuevas sensaciones a cada nueva ocasión de visionarla. 
La vida amará lo material, lo perecedero, el Arte a cambio lo inmaterial, lo eterno. Una diferencia esencial entre la vida y el Arte es que este último solo pensará en el ser humano, en nosotros; sin embargo la vida pensará siempre en sí misma, en perpetuarse a costa de las emociones, en propagarse a pesar de las mismas, en dar para recibir, en emocionar condicionando, en alejarse desdeñosa cuando termine ya por entender que su gesto sublime, esa emoción tan deslumbrante, no pueda ya mantenerse tanto tiempo. El Arte no, con sus imágenes de belleza, el Arte mantendrá ahora su promesa de elogiarnos cada vez que lo busquemos. No existirá ningún instante posterior a la belleza, en el Arte, que nos retire ya luego sus ofrendas. Siempre estará ahí para nosotros. No, no existirá ningún vacío después de la belleza, tan sólo ya la libertad de dejar ahora de mirarla, o de sentir ya sus escondidas, misteriosas o veladas, emociones absolutamente sempiternas.
(Todos óleos del pintor neoclásico John William Godward, Detalle de su obra Venus anudándose una cinta en su cabello, 1913; Obra completa Venus anudándose una cinta en su cabello, 1913; Cuadro Joven con vestido amarillo drapeado, 1901, Colección particular; Obra Pensamientos lejanos, 1892; Óleo Belleza clásica, 1908, México.)

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