Revista Cultura y Ocio

La gloria de los niños

Publicado el 24 febrero 2011 por Rubencastillo
La gloria de los niños
Si el hijo de Pedro Páramo acudía a Comala, en la novela de Juan Rulfo, para hallar a su padre, ahora Pulgar, protagonista de La gloria de los niños, de Luis Mateo Díez, rastreará por los barrios de una ciudad taraceada de escombros para encontrar a sus tres hermanos: Ninfa, Nino y Vero. Y la comparación que acabo de manejar entre las novelas del mexicano y el leonés no es ociosa, porque ambos libros participan de una atmósfera común, donde la niebla, los seres misteriosos, las sentencias existenciales y la derrota empapan el alma de los personajes y los adonan de rasgos simbólicos tenuemente indefinidos.
Acaba de acontecer una guerra y la estirpe de los vencidos salpica las calles con la purulencia de su fetidez: borrachos que se tambalean sin rumbo o que muerden palillos de dientes en las tabernas; prostitutas que camuflan su destino en antros infectos como la Casa Dora, donde las mujeres se hojaldran de arrugas y las niñas como Ninfa intentan adormecerse en el sueño evasivo de creerse princesas; curas que se atrincheran en sus viejas iglesias con las vidrieras comidas por los bombardeos; pobres muchachas que se enamoran infructuosamente o que reciben mensajes, tan enigmáticos como tristes, dentro de barras de pan; tullidos para quienes la muerte supone una liberación; ancianas que lo han perdido todo y que deambulan entre cascotes con los ojos secos; gentes, en fin, que se agazapan mientras pasa el huracán de la Historia, y que esperan, sin esperanza, una luz menos gris y un futuro menos martilleado por el oprobio.
Luis Mateo Díez consigue con esta novela densa y tensa sumergirnos en una figuración llena de sombras; neorrealista, sí; picaresca, también; pero sobre todo triste, con esa tristeza de ciénaga y de silencios que pocos como él saben construir. En cada página, en cada párrafo, en cada frase de esta novela excelente, laten miles de matices y plurales espeleologías espirituales que nos invitan a la reflexión ("La miseria es mejor no compartirla. Uno mismo ya es demasiada carga", p.23; "Nadie es más fuerte que el inocente, por mucho que la maldad resulte destructiva", p.55) y que el autor esmalta con vocablos exactos como diamantes léxicos. Esta novela es un placer extraño para la sensibilidad y para la inteligencia.

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