Revista Cultura y Ocio

La hoja en blanco

Publicado el 12 enero 2016 por Javier Ruiz Fernández @jaruiz_

Nunca me ha preocupado la hoja en blanco. Estoy convencido de que es un concepto inventado por alguien muy vago que lo sufría en silencio, pero quien lo merecía seguro, pues ni tan siquiera consiguió pensar en un buen nombre. Además, en mi experiencia personal, no existe; ni la hoja en blanco, ni la falta de ideas, sino aquello que uno mismo considera una mierda; luego ya vendrán los juicios por parte del resto, pero la mierda y la vergüenza de cada cual es el modo en el que se manifiesta esa imposibilidad de escribir algo que uno mismo considera decente.

Y como en un único párrafo me he puesto varias veces de ejemplo —eliminando los pronombres personales cuidadosamente, pero con la certeza de que no conseguiría engañar a nadie aquí—, confesaré que estoy convencido de que padezco tal enfermedad.

ESA mirada.
Deja de mirar y sigue leyendo. Después lo entenderás.

Podría ser que estuviese mintiendo, claro, y que, del título a la línea presente, todo lo que estoy relatando, sin entrar todavía en detalles, fuera falso. Si lo crees, me reconfortaría un poco, ya que un escritor debe ser mentiroso por naturaleza, y sobre todo debe buscar la sorpresa por encima del realismo, el sentimiento cómplice sobre la razón y la ilusión de funcionalidad, que es terriblemente falsa en un texto, en cualquier historia.

Pero no miento. Lo cierto es que no escribo desde hace días, pese a que lo he intentado más de una y diez veces. Pues solo se me ocurren temas, ideas, historias y ficciones que no prenden; algunas incluso vienen a mí con un carácter de humanidad cuidadosamente revestido de lo cotidiano; cualquier circunstancia curiosa que te obliga a tomar notas en papel para no perder detalle —una extravagancia que va camino de convertirse en excentricidad ya—, como el suicida indeciso que me asaltó hace unos meses en un bar, el publicista apóstata cuyas ideas corren demasiado para verterlas —no encuentro un verbo mejor— sobre una servilleta de papel al más puro estilo Toulouse Lautrec u otras grandilocuentes escenas que me da miedo compartir, tanto por si son tan extrañas como creo, como por si son mucho más habituales de lo esperado.

Al final, tras tantos lloriqueos como estos que acabas de presenciar, el viernes pasado la perra empezó a mirarme fijamente. Cualquiera hubiese imaginado que se debía a una incesante necesidad de atención, pero yo advertí cierto juicio paternalista que siempre encuentro, no sé por qué, en los ojos de los pastores alemanes.

Unos minutos después, estallé, y tuve que explicarle a voz en grito que difiere mucho la escritura creativa de la mera redacción. Que uno puede escribir artículos y artículos bajo el cariz de la primera mientras todavía está intentando arrancar el mecanismo de la segunda. Ni se inmutó. Siguió mirando y mirando hacia la mesa, donde descansaba el portátil con decenas de notas inútiles que no había conseguido convertir en nada.

La perra, inmóvil, congeló su mirada. Ahora más benévola, sin embargo. Para escapar de la situación, busqué ideas en Wikipedia. Le dije que la hoja en blanco o el bloqueo del escritor están relacionadas con el estrés, con la entrada limitada de la corteza cerebral (¿qué coño?, debió pensar), con un desengaño amoroso o con una depresión… Nada de eso funcionó. Probé, entonces, explicándole que cada escritor vive su propio proceso creativo, que uno no siempre encuentra respuesta en su cabeza y que no tiene nada de malo saltar entre proyectos de vez en cuando.

Cuando comprobé que no iba a salir victorioso del enfrentamiento, le propuse un receso. Nos lanzamos contra la puerta de la calle y, seguidamente, caminamos durante más de una hora en silencio, sin advertir ni experimentar ninguna idea revolucionaria surgida de la cotidianidad. Más tarde, previo acuerdo, ambos nos encaminamos de vuelta.

Cuando guardé los trastos y comprobé que la perra se tumbaba a descansar, decidí probar suerte de nuevo. Al instante, a mi espalda, Laura gritó: “¡Ya está bien de dejarte siempre las juguetes de los perros por el medio!”, y alargó la mano para coger un gran hueso de caucho que asomaba, olvidado, detrás del ordenador.

Esa noche tampoco brotó ninguna buena idea, pero reí un buen rato; reí hasta que la perra volvió a mirarme, y mandé la escritura a tomar por saco por unas horas.

Imagen por El pastor alemán / CC BY

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