Revista Cultura y Ocio

La huida

Por Cayetano
La huida
Nunca imaginó que tuviera que irse de allí, pero las cosas se habían puesto realmente mal y al final tuvo que tomar una determinación. Se fue sin un adiós. No quiso despedirse de nadie. Le resultaba realmente doloroso tener que pasar por el mal trago de la despedida. Se fue al anochecer, al amparo de las sombras. La noche era especialmente fría, solo que había luna y el cielo aparecía cuajado de estrellas —¡Nunca vio tantas en toda su vida!—. Ello le permitía orientarse en medio de la oscuridad. Un silencio absoluto reinaba, solo roto de vez en cuando por el canto del cárabo que, una y otra vez, dejaba oír su monótona letanía, un canto lúgubre en medio de la inmensidad de aquella noche. El aire estaba tan frío que cortaba la piel. El hombre se puso a caminar. Decidió resueltamente tomar un camino, el que le conduciría a su destino. Mirando hacia el horizonte de aquel campo tan llano que parecía un inmenso mar, divisó a lo lejos la mole enorme del obstáculo que le separaba del otro lado. A derecha e izquierda se alzaba un muro imponente de muchísimos kilómetros de largo. No se adivinaba el final ni por un lado ni por el otro. Habría que vadearlo; pero a saber dónde acabaría. Tomó pues la decisión de saltarlo. Era un muro de piedra y podría tener una altura de seis o siete metros. No era de altura excesiva. Se dispuso a iniciar la escalada. Su futuro y tal vez la felicidad dependían de ello. Al ser de piedra, la pared aquella ofrecía algunos pequeños entrantes o hendiduras que podrían servir para ir metiendo los dedos y la punta de las botas en el ascenso. Se puso a la tarea. Estaba más ágil de lo que pensaba y en pocos minutos logró coronar la cima. Al llegar, tomó un respiro y se sentó allí a horcajadas contemplando el paisaje que se abría al otro lado. Ante él aparecía, hasta donde la vista se perdía, un bosque frondoso. La bajada se anunciaba más sencilla. Solo tendría que repetir la operación de ir metiendo pies y manos en las hendiduras que encontrase e ir descolgándose poco a poco. Bajó. De nuevo emprendió la caminata, ahora a través de la espesura. Según andaba entre los árboles, recordaba imágenes de los días anteriores. Los preparativos para la marcha. Los problemas que le llevaron a tomar la decisión de irse. Los asuntos personales no andaban bien. Debía emprender una nueva vida lejos, sin condicionantes. Había estado viviendo una vida que no era la suya. Era la de otros. Ocupaciones alienantes para sacar adelante a los demás. No se arrepentía de ello. Era lo que tenía que hacer entonces; pero ahora el momento era otro. El tiempo se iba y había que aprovecharlo. Tenía por delante un largo camino, muchas horas de marcha a través del bosque. Y cuando el bosque se acabó, apareció de nuevo el campo. Los árboles empezaron a escasear y en su lugar fueron apareciendo arbustos y matorrales. Amaneció. Caminó y caminó incansablemente, hasta que no pudo más y se detuvo a descansar sentado en una piedra enorme bañada por los rayos del sol de la mañana. Agotado, logró vislumbrar a través de los matorrales que tenía delante un camino. Cuando se repuso un poco, se levantó de allí y lo tomó. Tenía el cuerpo molido. Le dolían las piernas; pero había que seguir. “El mundo es para los que no se rinden”, recordaba entonces las palabras de su abuelo. Siguió aquel camino. Se extrañó de que en ningún momento se cruzara con nadie. Ninguna persona, ningún animal en todo el recorrido, como si el mundo se dispusiera antes sus ojos para él solo, como si lo estrenara él a cada paso. Así pasó el día: caminando y descansando a ratos. Y al final, cuando la tarde declinaba y el sol volvía a ocultarse en el horizonte, cuando ya no podía más y sus piernas pesaban cada una como una losa de cemento, cuando ya estaba a punto de desfallecer y se preguntaba qué demonios hacía allí, andando sin norte, sin saber dónde ir, en medio del silencio de una nueva noche, roto tan solo por el canto del cárabo que, una y otra vez, dejaba oír su monótona letanía, divisó a lo lejos la mole enorme del obstáculo que le separaba del otro lado. A derecha e izquierda se alzaba un muro imponente de muchísimos kilómetros de largo. No se adivinaba el final ni por un lado ni por el otro. Habría que vadearlo; pero a saber dónde acabaría. Y tomó la decisión de saltarlo.
Relato perteneciente a "Ida y vuelta", registrado en Safe Creative, bajo licencia La huida

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