Revista Diario

La idiosincracia venezolana en mi proceso evolutivo : William Wallace, mis obsesiones y yo.

Por Arianne7

( Escrito el 6 de Septiembre 2015)
Pasar mi infancia en Venezuela me marcó en muchos aspectos. El primero, sin lugar a dudas, disfrutar de la calle. Y es que mi abuela se creía a pies juntillas su teoría conspiranóica de que en el mundo malandro había un complot absoluto para arrebatarme de su regazo y vender mis órganos al mejor postor. Por lo tanto, si me preguntas que conozco de Venezuela, te diría que mi calle, el cole  ( que estaba en mi misma calle) y el aeropuerto, como no. 

En segundo lugar, diría que Venezuela ha dejado su huella en  mi en eso de disfrutar de los concursos de belleza. Qué queréis que os diga, no lo puedo evitar. Me parecen estúpidos, innecesarios, misóginos, ridículos y hasta incluso me avergüenzo de mi misma, pero es que yo estoy siendo sincera, y si voy de sincera entenderéis que es  hipócrita por mi parte decir que no disfruto de ver a una hermosa mujer paseándose y ganando todo lo que se ponga en su camino, porque en el fondo, allá en el fondo, yo llevo dentro de mi una miss Venezuela. En tercer lugar , diría también que haber pasado parte de mi infancia en Venezuela ya me llevó irremediablemente por la senda de la exageración. Todo es enorme, todo es demasiado grande, demasiado bello, demasiado increíble, demasiado terrible, demasiado , demasiado, demasiado. Así nada me llega, así mi lema es mejor que sobre a que falte, así me va. 



La idiosincracia venezolana en mi proceso evolutivo : William Wallace, mis obsesiones y yo.

No he podido evitar no subir este collage, se parece mucho a mi.

Venezuela ha dejado en mi una huella imborrable. El sabor de las hallacas, las arepas, la frescolita, la uvita, mi amor por las navidades con nieve, la nieve, la billos caracas boys, José Gregorio Hernandez....pero hay una marca que es imposible de borrar, y no es otra que mi predilección por los rubios, y aquí ya se que voy a sonar demasiado racista, pero yo no podía ver un rubio en cualquiera de sus extensas tonalidades  porque entonces ya caía enamorada hasta las trancas. Ver un rubio en Venezuela es como encontrar un oasis en medio del desierto. Una cosa que solo era posible encontrar en la Colonia Tovar ( un pueblo fundado por alemanes) y si te avispabas mucho, en Caracas...Pero claro, mi abuela siempre supuso que si salía de casa iban a robar mis órganos, entonces, ver un rubio era como ver  a Dios, como encontrar la última cocacola del desierto, como experimentar una agradable sensación de paz, como el éxtasis que sentí cuando me regalaron la mansión de la barbie . Ver un rubio, en definitiva, era demasiado. Por eso cuando conocí a William Wallace no dudé ni un segundo que yo acabaría con un hombre como él, con sus mismos ojos, con su mismo pelo, con su misma perspicacia, con su misma falda, consumismo....consumismo, consumismo es lo que me lleva por la senda del mal camino, aunque eso ya es otra historia. William Wallace, Escocia y Yo.El día que conocí a William Wallace me desmayé en la cama de la habitación de mi madre y dejé de ser la misma niña inocente a la que mi abuela preparaba el biberón por las noches, después de las copiosas cenas de gallegos. Creí ver a un ángel. Y es que ese hombre corriendo con su Kilt y esas piernas de jugador de futbol y su pecho de troglodita y la melena al viento me hizo pensar que Escocia era mi sitio en el mundo. Escocia dejó de ser un sitio que yo no sabía que existía para ser el centro del universo, la cantera de rubios, el lugar al que me iba a ir a vivir si, o si. Me interesé por sus guerras, odié a muerte a los ingleses, empecé a creer que los americanos eran los responsables de que el gaélico escocés empezase a difuminarse en la historia y hasta incluso me planteé ser protestante, pero ante la negativa de mi abuela no tuve más remedio que observar el libro de calvino desde la lejanía de quien sabe a ciencia cierta que algún día mezclará su sangre sueva con algún anglo-picto Higlander. Vamos, lo normal.Me creí poseída. Yo, que odiaba los cuchillos, la sangre y la barbarie  disfrutando con aquellas batallas viendo ganar a Willy como quien jugaba al escondite. Sentía que nadie podía con el, y solo soñaba con casarme con aquel valiente bajo la bendición de San Andrés, hasta que me percaté de que Murron McGlannough era la dueña de su corazón y que además, era su mujer, por eso nunca pude terminar de ver la película hasta bien entrados los veinte, porque las lágrimas de odio no me dejaron. He aquí, mi queridísimo piscis, mi primer desengaño amoroso. El primero de tantos, vaya. La historia de Willy no acaba bien. Es más, no quiero tan siquiera mencionarla. Por eso hoy que Edimburgo me abraza ( y que he descubierto que mi casero escocés ha tenido la delicadeza de encender la calefacción) solo quiero decir que William Wallace no es más que un invento de Mel Gibson, que hasta rodó la peli en Irlanda. No quiero hablar de Willly, porque no quiero sufrir, ni revivir viejos demonios. Solo quiero recordarlo tal y como me lo pintaron los americanos, y sentir que algún día tendré una boda en las Higlands, aunque me case con un negro. Quiero seguir sintiendo aquella paz que experimenté aquella vez que le vi cabalgar mientras el viento alborotaba su indomable melena , o la serenidad que me embargaba cuando ante el temor, su respuesta era la valentía. Quiero recordar a Willy tal y como me lo presentó Hollywood, y olvidar que en realidad era un Lowlander que luchaba por los impuestos, y no por amor, y pensar como una mujer adulta que soy de que es más rentable comprarme un piso en la Old Town a descargarme musiquita de Braveheart en el itunes.           
La vida no es de color de rosa. Aquí nadie corre son su kilt por las calles. Solo se los ponen para las bodas, que por cierto hoy ha habido muchas. Aquí la gente se pasea normal y hace su vida normal sin caballos, sin batallas, sin la cara blanquiazul. No hay arepas, en realidad ayer pude haber cenado si hubiese venido a pie hasta aquí, que no era más de un kilómetro, y las tiendas de libros de segunda mano son asquerosamente bonitas. Aquí no es como yo me pensaba, que iban a estar esperándome en el aeropuerto toda esa infantería escocesa desprovista de armadura para llevarme en Taxi hasta Leith , que bien ya podrían, con todo el merchandaising que he comprado. Aquí las shortbread valen 10 pounds escoceses, los guagueros son antipáticos y el Haar brilla por su ausencia. Edimburgo es bello, sigue siendo bello de día, con todas sus tiendas abiertas, y bello de noche, con el castillo iluminadito. Todos los bancos tienen un dueño, hay un montón de gaiteiros con gaitas que no están en Do y yo ya me he puesto triste. Adios. 

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