Revista Arte

La más inteligente alternativa a la autodestrucción, la purificación representada, o la Catarsis.

Por Artepoesia
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La pintora francesa Constance Mayer (1775-1821) aprendería Arte en pleno momento post-revolucionario francés, cuando Napoleón calmara ya las emanaciones ideológicas más radicales pero mantuviera, sin embargo, el nuevo espíritu de avance. Se convertiría Constance en 1802 en una de las mejores alumnas de Pierre Paul Prud'hon, uno de los creadores más admirados por aquella nueva corte imperial. Sus originales obras, con un menos rígido acabado y un mayor alarde sensual que las neoclásicas de entonces, serían ya muy admiradas por la emperatriz Josefina y por toda su corte. Pero, aquella relación profesional terminaría convirtiéndose en una amistad muy importante. Acabarían enamorados a pesar del matrimonio, desafortunado, del pintor. La esposa de Pierre Paul, mentalmente enferma, sería internada por entonces en un sanatorio mental. En 1821 fallecería, pero le haría prometer entonces a su esposo que no volvería a casarse jamás. Por compasión, fidelidad incomprensible o piedad excesiva, el caso es que el pintor cumpliría su promesa. Constance no lo entendería, y terminaría autodestruyendo su vida muy pocos días después.
Cuando no comprendemos qué nos pasa para sentirnos así de mal con nuestra vida, cuando la desesperación nos invade ante un momento de angustia vital exasperante, los seres necesitarán de algo que les haga, de nuevo, volver a sentirse fuertes, volver a sentirse grandes o poder volver a amarse. Entonces, buscaremos eso sin saber, exactamente, qué cosa será. Los antiguos griegos inventaron algo para que sirviera, en general, a toda posible causa: La Catarsis. Pero, ¿qué llevará a un ser humano a necesitar un remedio tan genérico? ¿Será que nuestro ser, en su origen, aglutinaría así todos los posibles efectos en una sola causa? Lo cierto es que los griegos -Aristóteles- idearían ya la representación de la caótica vida como un posible calmante, es decir, el mirar desde afuera de uno mismo lo que uno mismo podría a su vez convertirse si no lo viera. Pero, pasándole ahora a otro, no a él, la desgracia. La visión de todo esto -la desgracia y el sacrificio de los actores- acabarían transformando al ser al verse sólo éste ahora reflejado, pero, sin recibir las trágicas consecuencias de lo que, de haberlo vivido igual que ellos, hubiese podido padecer.
Y todo esto, al percibirlo claramente -con la imagen, con las palabras concretas, con la sangre y con las emociones trágicas- llevará al ser a una purificación extraordinaria. Los sacrificios en la antigüedad tendrían mucho que ver con esto. Las víctimas serían ya esos mismos personajes, sólo que, entonces, verdaderamente perecían. A partir de la época en que los sacrificios en Grecia fueron abolidos, el arte de la tragedia y de la representación vinieron a sustituirlos útilmente. La víctima, sin embargo, siempre sería necesaria. En ella deberemos cargar ahora la culpa que nos amarga. Pero, claro, para que tenga efecto deberá ser muy real, aunque no sea cierto. La víctima, además, deberá ser muy valiosa. No se pueden descargar culpas si no la recibe una víctima grandiosa. Por esto mismo deberán ser representaciones armoniosas, elementos de belleza que sufrirán, que acabarán mereciendo, a pesar de su belleza, lo que los espíritus ansiosos y necesitados les proyecten en descarga. Y así la tragedia griega, por ejemplo, acabaría convirtiéndose en una de las formas bellas de arte catártico. Pero, al mismo tiempo, otras formas de Arte servirán. Otras representaciones bellas que, también como aquellas, nos lo hagan entenderlo.
Pero el Arte es tan complejo, tan expresivo y tan poco dado a la conmiseración a veces, que las formas de manifestar sus posibles mensajes de catarsis han variado lo mismo que sus tendencias. Cuando el artista mexicano José Clemente Orozco (1883-1949) se planteara crear un gran mural donde reflejara las maldades que la humanidad sufriera y necesitara sublimar, pensó ahora que la víctima de todo ello debía ser todo ello además. Todas las cosas que ahora agreden, que desgarran, traspasan y envilecen las miserias de la vida. De la vida de entonces: maquinalmente destructora, prostituída además por las fuerzas desmenbradoras de lo humano, atacadas también por el puñal asesino de lo bárbaro y demolidas por las armas atronadoras de lo criminal. Y, ¿qué mejor cadalso victimario que la imagen de un fuego aniquilador que acabara, también así ya, con todo lo creado?
El la mitología griega Psyque -el alma vagabunda- tendría ahora que luchar con todas las posibles amenazas que debía salvar para alcanzar las cosas que le fueron exigidas. Pero, ¿por qué le fueron exigidas?, ¿pudo evitarlas ya de no haberlas querido hacer? Había algo, de cualquier modo, que ella necesitaba, algo que deseaba ineludiblemente, pero que no eran ya las cosas que le habrían pedido hacer. Sólo que, sin éstas, aquélla no la podría tener. Es la búsqueda de la purificación, de la verdad más luminosa, de la sensación lívida pero potente, de lo que no se podrá tener sino en un momento de gloria. Cuando Psyque, por fin, iluminara con su efímera vela el rostro de lo que anhelara ella ver, sólo un instante ya le supuso toda esa inmensa ocasión. Cupido la acabaría abandonando, huyendo para nunca más volver. Por esto la catarsis sólo será ya un instante, un único momento de luz y placer. Ese momento de gloria... que, a veces, sólo el Arte ya podrá conocer.
(Mural de José Clemente Orozco, Katharsis, 1935, Museo de Bellas Artes, México D.F.; Cupido y Psyque, 1789, Joshua Reynolds, Londres; Obra surrealista, De ninguna manera, del pintor actual Gyuri Lohmuller, Rumanía; Óleo de la pintora Constance Mayer, El sueño de la felicidad, 1819, Museo del Louvre.)

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