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La muerte y la peluquería

Publicado el 10 diciembre 2010 por Cluisa
La muerte y la peluquería
La muerte es muy dulce, la vida es la que es tremenda.Jacobo Borges
A  los 13 años, acostumbraba ir cada tres meses a la peluquería en Maiquetía, iba temprano, casi al amanecer,  más o menos a las seis de la mañana me levantaba para quedar lista pronto y poder “vivir mi vida”. Siempre he guardado con las peluquerías una relación de amor odio: las necesito, pero me aburren a morir, voy cada semana, pero las detesto. El murmullo femenino, las compras, los problemas con las medidas, el color del pelo y las uñas no son mi tema favorito, eso aunado a que soy hiperactiva, no puedo quedarme sentada una hora sin hacer nada, por eso siempre me llevo un libro para “no perder el tiempo”, que no se pierde, se gana en belleza, como dice mi amiga Rebeca.
De los trece a los 16, mi mamá me daba plata para desrizarme el pelo. Siempre estuve muy acomplejada porque me criticaban mucho en la escuela mi “pelo malo” de “negrita”. Así que en lo que me desarrolle la primera palabra que salio de mi boca fue: desriz. Recuerdo a Javier, un compañerito que se metía conmigo horriblemente y decía que yo era “fea” porque no tenia el pelo largo, recuerdo que ese mismo compañerito el día siguiente de mi desriz “milagroso” fue el primero en invitarme a salir, por supuesto que le dije que no…. En fin… me habitué a desrizarme el pelo con una señora bajita, pelirroja, que se arreglaba mucho y olía a colonia de niños, pero fuerte, como si se echara dos litros todos los días.
La señora Roberta era recomendaba de una amiga de mi mamá, que le aconsejó que “la niña” no se desrizara el pelo con cualquiera: “se lo pueden tumbar”. La pelirroja Roberta no era especialista en “pelos de negritas” pero por lo mismo era la indicada, no me aplicaría un desriz “invasivo” mas bien su técnica era algo light que me soltaría la onda y me permitiría secarme el cabello al estilo de Whitney Houston, mi “idola” de la niñez.
Roberta tenía una vida apacible, admiraba mucho de ella que era casada y que su esposo era atractivo, de bigotes negros, con ojos de igual tono, alto: mexicano con un leve parecido a Jorge Negrete. Casi no hablaba, pero siempre era atento y cariñoso, lo notaba por el modo en que la trataba: siempre pendiente si tenía sed, hambre o si estaba cansada. Vigilante de su bienestar en aquella rutina demoledora de diez horas que era su oficio como peluquera. El afecto, al parecer era mutuo,  se notaba en la  mirada fija que le ofrecía ella,  cuando él entraba en el salón principal de la peluquería.
“La Villa” salón unisex, tenia una decoración como de los ochenta: recargada de fucsia con rosado, grandes lámparas, y enormes cuadros con marcos de colores que mostraban cabellos lacios, cortos, engominados. Todo disparatado, pero en orden y limpieza perfecta.
No recuerdo cuantos años exactamente estuve asistiendo a “La Villa”, pero llegue a hacerme “amiga” de Roberta, quien me llamó “la niña” durante todo ese tiempo. No recuerdo si fueron tres o cuatro años en que olí la colonia de niños en sus manos mientras me peinaba, pero lo que nunca he podido olvidar es el día en que esa rutina termino. Un sábado temprano la peluquería tenia un desacostumbrado cartel de “cerrado”, así que me di la vuelta y compre dulces y revistas para volver a mi casa. El lunes todo el mundo estaba comentando la noticia: “el mexicano” se había muerto de un infarto fulminante, al llegar temprano a “La Villa” con flores y croissants para su adorada Roberta. 

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