Pasada la Semana Santa se puede reflexionar fríamente sobre algunas de sus liturgias cuya crueldad sangrienta parece inconcebible en el siglo XXI.
Observemos la de los “picaos” de San Vicente de la Sonsierra, Rioja, y la de los crucificados en Filipinas.
Hay un notable parecido entre esos católicos que se hieren y autoflagelan y los musulmanes chiítas que conmemoran la Ashura, la muerte en la batalla de Kerbala del imán Hussein, hijo de Fátima, la hija predilecta de Mahoma, del que para sus fieles era su legítimo heredero.
En San Vicente cada “picao” se da unos mil latigazos en la espalda desnuda recordando el dolor de Cristo; unos “prácticos” le alivian los hematomas con unos cristalillos que hacen brotar la sangre.
En la Ashura son muchos millones los que en todo el mundo se laceran más brutalmente recordando al imán que no llegó a gobernar todo el islam, y que al morir perdió la mayoría, de la que nació la escisión sunita.
Hay otras representaciones católicas de barbarismo extremo, de arrastrarse de rodillas con cadenas o capirotes, pero especialmente crueles como los crucificados de Filipinas o los martirizados en México, dos excolonias españolas.
Quizás hace siglos estas escenas tenían un valor ejemplarizante, pero ahora sólo muestran fe sanguinaria y folclórica, rastros de tradición crecientemente ajena a la modernidad, en primer lugar entre quienes detestan ya hasta las corridas de toros y la caza de elefantes, ay, Don Juan Carlos...
Vemos la horrible Ashura y nos asombramos, pero observamos estos martirios católicos y los respetamos y alabamos.
Son unas muestras poco o nada recomendables, porque si alguien se martiriza a sí mismo por sus propios pecados, imaginemos qué podría hacerle en un arrebato de fe a otra persona que vea como más pecadora.
Quizás de esta mentalidad emerja la España negra.
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