Revista Política

La nieve y el silencio

Publicado el 10 febrero 2015 por Pepecahiers
LA NIEVE Y EL SILENCIOLa nieve como elemento peculiar tiene algo de mágico, de expectativa e incluso de añoranza por un tiempo perdido, de la niñez pegada a un cristal en la eterna espera del manto blanco, que caerá del cielo como un regalo poco corriente. Para los que somos del sur, habitantes de veranos eternos, de sofocos y mercurios desorbitados, en los que el oxigeno se torna infernal, casi sólido entre brisas que pasan de incógnito, la caída de un copo de nieve se nos antoja como un hecho milagroso. Y no es porque nos resulte ajena, siendo de Granada, la omnipresente Sierra Nevada siempre vela en el horizonte como guardiana de una ciudad perezosa y a veces descuidada de sí misma. El Veleta y el Mulhacén son para muchos de nosotros como la Alhambra, siempre están allí y se constituyen como la eterna próxima visita. El sábado que viene o el domingo que vendrá parecen tornarse como promesas que la pereza difumina en lo etéreo. Además, toda esa incertidumbre se funde con el carácter singular de cada uno, y el mío en particular es caprichoso y huye del mar en verano y de la nieve en invierno, demostrando de forma fehaciente que soy una especie autóctona de estos lares, lo que se viene en denominar como un malafollá de pura cepa. Algún día explicaré en que cosiste ser uno de ellos.  Una nevada en la ciudad es algo distinto, irrumpe en lo cotidiano y te abraza en una tiritona de frio cálido como los recuerdos. LA NIEVE Y EL SILENCIOCuando la nieve te sorprende de madrugada, inmaculada sobre el asfalto aún no exprimido por neumáticos impertinentes y pisadas delatoras, te regala un silencio especial, de una naturaleza extraña y casi mágica. El sonido, a veces tan prescindible en sus detonantes algarabías, se amortigua, se diluye hasta el mínimo susurro. Esa primera mirada tras el cristal, sorteando el vaho de tu respiración te deja atónito y una sonrisa tenue delata un placer casi olvidado. A la memoria te llegan recuerdos que nunca ocurrieron, el paisaje casi perfecto, blanco eterno que se contempla al calor de una chimenea, entre el aromático humo de un café improvisado. Pero yo nunca tuve chimenea, aunque si podría presumir de café, mesa camilla y brasero. Decía un habitante de Noruega que nunca había pasado más frio en su vida, que cuando pasó un invierno en Sevilla, con el único consuelo de aproximarse a esa mesa camilla, el centro neurálgico de muchos hogares tan valientes de sí mismos ante las gélidas temperaturas. Con la nieve hay que tener cuidado, porque si se toma la suficiente confianza se vuelve molesta, se envalentona y provoca el caos. LA NIEVE Y EL SILENCIOMi primera nevada fue cuando era niño, una navidad en la que andaba ajetreado adornando el árbol y el belén con mi madre, un ritual que nuevas generaciones infantiles siguen acogiendo de muy buen grado, un placer hedónico muy singular que reverencia el gusto por el color y la luz. El año pasado regresé a aquellos días y me vi reflejado en la felicidad de los rostros de mis dos hijas, cuando hacían un improvisado muñeco de nieve. Esa mañana, a horas intempestivas sonó el teléfono. Era otro niño ilusionado, el abuelo, que anunciaba el hecho insólito de las calles blancas y suplicantes de alguna batalla de bolas de nieve. Es entonces cuando se rompe el silencio y el escenario se completa con una panorámica de niños en pleno disfrute de algo tan natural y simple como agua solidificada, muy lejos de sus vídeo juegos y dibujos animados.
LA NIEVE Y EL SILENCIOEsta vez ha sido una nevada más discreta, fugaz y efímera. Un día de nervios ante los pronósticos que vaticinaban la caída de tan ansiado elemento. Un ratito haciendo deberes y otros pegadas a la ventana, mirando, suplicando al cielo el ansiado regalo. Una hora tras otra, mil impaciencias y las divisiones y los adjetivos descuidados en el cuaderno. Al fin sonó el grito de guerra, nervios y risas impacientes porque el milagro esperado había sucedido. Abrigos, bufandas y guantes y mamá que no sale porque este año se le olvidó comprar botas, pero que a buen seguro nos echará un vistazo entre las cortinas, con una sonrisa nostálgica de tiempos pasados. Papá si, equipado con sus guantes que aún conserva del instituto, una reliquia que mantengo como una superstición, la constatación de que siempre habrá una bola de nieve que arrojar.
LA NIEVE Y EL SILENCIO

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