Revista Cine

La nostalgia entra por los oídos: Días de radio (Radio days, Woody Allen, 1987)

Publicado el 11 abril 2016 por 39escalones

Radio Days (1987) Directed by Woody Allen Shown: Key art

Dicen que el olfato y el oído son los sentidos más proclives a despertar la nostalgia, la melancolía. En Días de radio (Radio days, 1987), Woody Allen traza su recorrido, personalísimo y nostálgico, por la radio que marcó su infancia, por sus programas y voces, por sus músicas y aromas, por un mundo que ya no existe. La vida contada de oídas.

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En realidad, Días de radio debe mucho en su estructura a las primeras películas de Allen, aquellas que se erigían sobre la acumulación de sketches. A partir del núcleo familiar (sobre todo el padre, Michael Tucker, la madre, Julie Kavner, y la tía Bea, Dianne Wiest) el genio de Brooklyn construye una biografía no literal, aunque salpicada de lugares y sabores conocidos, pero sí nostálgica en la que hace un repaso por las melodías y los ecos de su infancia punteado por alusiones al contexto político y social vivido (predominantemente el estallido y los sucesivos avatares de la Segunda Guerra Mundial pero también la realidad de los judíos en la sociedad americana) y por algunos de los hitos fundamentales en la radiodifusión americana, introducidos en la trama con especial acierto (por ejemplo, la inoportuna irrupción del famoso programa de Orson Welles y su adaptación de La Guerra de los mundos de H. G. Wells en 1938). Paralelamente, la historia también recoge distintos escenarios, procesos y vivencias de profesionales (reales y ficticios) del medio radiofónico, e igualmente distintos gags con otros personajes en los que la radio o las emisiones de radio tienen un protagonismo fundamental (sin ir más lejos, la escena que abre la película, el de los ladrones que cogen el teléfono en la casa que están desvalijando, y que remite directamente a uno de los fragmentos de Historias de la radio, la película dirigida por José Luis Sáenz de Heredia en 1955). Todo ello desde una perspectiva que combina una mirada tierna y cálida al pasado, a la infancia, al recuerdo de otra vida, de otra ciudad, de otro país, con una narración episódica que, en mayor o menor medida, tiene el humor como base (sin descartar algún episodio dramático especialmente traumático), de la sonrisa a la carcajada, siempre con los temas tan queridos al director (las relaciones de pareja, el psicoanálisis, el sexo, el judaísmo, la muerte) como trasfondo. Allen tampoco pierde de vista el clima económico y social, reflejado en una excepcional labor de dirección artística, ambientación y vestuario, con multiplicidad de escenarios (viviendas, restaurantes, locales nocturnos, emisoras, tiendas…), reconstrucción de exteriores neoyorquinos de los años cuarenta y empleo de archivos sonoros reales o de la recreación de los mismos (en las voces, por ejemplo, de actores como William H, Macy o Kenneth Welsh). La impecable dirección de Allen, que también narra la película en off como si de un locutor se tratara, viene acompañada de la colorista fotografía de Carlo di Palma y de una magnífica banda sonora de Dick Hyman, pespunteada continuamente por los clásicos más populares de la época, especialmente Cole Porter, pero también los hermanos Gershwin, la orquesta de Xavier Cugat, las canciones de Carmen Miranda… En uno de estos fragmentos incluso aparece Tito Puente interpretándose, de alguna manera, a sí mismo, mientras suena el Tico-Tico.

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Woody Allen construye así una narración coral con un protagonismo muy repartido en la que aparecen, en papeles más o menos relevantes, habituales de su filmografía hasta entonces como Tony Roberts, Diane Keaton, Mia Farrow (ambas haciendo sus pinitos en la canción), Danny Aiello, Jeff Daniels, Richard Portnow o la propia Dianne Wiest. Este protagonismo diluido concede toda la importancia narrativa al medio radiofónico, a través del cual Allen recrea el mundo de su infancia tomando como punto de partida las vivencias de una familia trabajadora de Brooklyn que vive y sueña con el receptor permanentemente encendido, que está continuamente acompañada por los concursos, las canciones, los seriales lacrimógenos o de superhéroes, del western o de ciencia ficción, las crónicas de la alta sociedad y las retransmisiones deportivas. Gente sencilla que gracias a la radio, o al cine, se transporta a un mundo mucho mejor, más cálido, hermoso y feliz que aquel en que se desenvuelven diariamente (inolvidable ese padre avergonzado de que su hijo sepa en qué trabaja), un mundo de oropeles, luces, alfombras mullidas, brillos y dorados, sonrisas y mujeres rubias y estilosas y hombres apuestos y elegantes (aunque a veces esta imagen no sea más que un autoengaño, una fantasía edificada a partir de una voz prometedora, como ocurre con el personaje de Wallace Shawn, el héroe enmascarado que no es más que un señor calvo, bajito y con tripita). La ilusión de aspirar a una vida mejor (así explícitamente lo anuncia la madre al hijo: “tú todavía tienes la oportunidad de arruinar tu vida”) que a veces choca de bruces con una realidad mucho más cruda cuando la vida de verdad irrumpe en las ondas (el drama de la niña caída a un pozo o la noticia del bombardeo de Pearl Harbor que corta, momentáneamente, los sueños de éxito del personaje de Mia Farrow). En esta reconstrucción nostálgica adquiere peso propio el definitivo colofón, la navidad, el Año Nuevo, la época nostálgica por excelencia, más aún en Nueva York, más aún en la Nueva York de los cuarenta, y más todavía en Manhattan, como el cine siempre ha insistido en enseñarnos.

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Especialmente magníficas son las secuencias en las que la radio se enseña por dentro, y particularmente la escena en la que el niño de diez años es llevado por su tía Bea (la romántica incurable que busca el hombre de su vida y que invariablemente termina saliendo con impresentables) y su novio del momento al Radio City Music Hall, y su mirada infantil descubre su amplio vestíbulo, su enorme estudio, el grandioso escenario con público para la orquesta o para que aplauda los fenomenales premios que se conceden en cada concurso… Todo tan distinto de la barriada pobre donde vive, del patio trasero, de la escuela judía, de las tardes en compañía de sus golfos compañeros callejeando por el barrio. La radio, la banda sonora de nuestra vida, aunque no sea en Nueva York, sino en la Zaragoza de la infancia y de los fríos de muchos inviernos de cierzos y nieblas. Levantarse en las mañanas todavía oscuras como la noche, sentir la humedad y el frío de la casa helada, calentar al fuego el agua para lavarse la cabeza, la leche del desayuno humeando en el cazo con el sonido de La saga de los Porretas, las noticias del día, la voz de Luis del Olmo, mucho antes de la actual era de las tertulias-ficción, y la radio local, advirtiendo de los cortes de agua o de las calles cortadas, las sintonías de los anuncios de comercios conocidos (Almacenes Florida, Cámara Ópticos, Gay Alfonso y  Gay Delicias…), y la marcha al colegio entre sonidos repetidos día a día. A la vuelta, el Debate sobre el Estado de la Nación en la COPE, con Luis del Olmo y su troupe (Tip y Coll, Mingote, Chumy Chúmez o Alfonso Ussía -antes de agilipollarse definitivamente- entre otros), o Andrés Caparrós en la SER, antes de la emisora local y el Estudio de Guardia con Enrique Calvo, con las llamadas de los oyentes zaragozanos denunciando o criticando esto o aquello, antes de los deportes locales y del informativo nacional. La tarde era más de televisión, de dibujos animados, de Barrio Sésamo, de las series de policías o de humor antes del telediario de la noche, pero había hueco para los programas radiofónicos de la tarde, medio oídos desde la cocina, más de sobremesa, con invitados y conexiones en directo, y para el programa local con el resumen de las noticias de casa. A veces, a última hora de la tarde o de la noche, las gestas del Real Zaragoza en la voz de Paco Ortiz, eliminando al Madrid de la Copa, ganándole la final al Barcelona (gol de falta directa de Rubén Sosa, aunque de rebote en la barrera), echando a la Roma en los penaltis (¡ese Cedrún!) o jugándose los cuartos con el Ajax de Ámsterdam en Europa. Los fines de semana, música matinal. Más tarde, la SER, Iñaki Gabilondo, la radio musical con las listas de falsos éxitos hoy casi todos olvidados, la mercadotecnia de las discográficas y los locutores con voz adolescente. Luego M80, con mucho más criterio musical y con Gomaespuma, y Julia Otero en la onda, y Carrusel Deportivo, los partidos por televisión escuchados por la radio, el Real Zaragoza de los noventa, los títulos de Copa, la Recopa y el galacticazo de 2004, cargándose al Madrid de los guaperas en Montjuic con el gol de Galletti en la prórroga jugando con uno menos… Y la selección, el gol de Hierro de Dinamarca, el gol de Alfonso a Yugoslavia, las decepciones repetidas de Eurocopa a Eurocopa y de Mundial a Mundial, y la perplejidad por las victorias y los títulos (Torres, Iniesta y el 4-0 a Italia). Y muchas más cosas, todas las cosas: concursos, canciones, el 23-F, los anuncios de otro coche-bomba en Madrid, o en Zaragoza, la Guerra del Golfo (en el gimnasio del instituto, la clase suspendida para escuchar las noticias de Bagdad porque se pensaba que entrábamos en guerra), el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco… Más tarde, los programas de cine, la SER y Garci rodeado de cretinos en la emisora de la caverna, el hartazgo de la publicidad, huir a Radio Nacional porque no emite anuncios pero, a la larga, escuchar cada vez menos, pasar de todo y de casi todos, y volver a la radio con la llegada de internet, los podcasts, las colaboraciones en el medio que venía escuchando desde niño. Brevemente, Radio Ebro y Radio 5. De fijo, en TEA FM (premio Ondas en su día), con Distrito Cine y Electroletras. La radio, la auténtica banda sonora vital.


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