Revista Cultura y Ocio

La novela no ha muerto

Por Calvodemora
A veces, cuando uno se siente muy solo, repara en los demás, escudriña lo que ofrecen, especula con todo cuanto recoge, monta entonces una historia, la va haciendo propia, poniéndole palabras, extendiendo la trama, cercenando las prolongaciones irrelevantes, haciendo que pujen las más extrañas. Curiosamente son esas, las extrañas, las cosas que vamos incorporando, las que decididamente consideramos las buenas. Hay una voluntad de pervertir lo evidente, de no aceptar lo que está a la vista y ahondar allá donde es posible, sin miramiento, convirtiendo a la personada observada en un personaje, consintiendo que la fábula lo impregne todo y que sea la realidad la perjudicada. Va uno por la calle y cree que la mujer a la que ve está a punto de sufrir una tragedia, cree en verdad que algo terrible le va a suceder, pero no podemos precipitarnos a su encuentro, despertarla de su ignorancia, contarle que estamos bien seguros de que algo va a pasar, pero tampoco aceptamos la posibilidad de la advertencia, esa injerencia improcedente. No podemos - pensamos - incluirnos en la vida de los otros, declararnos no solo integrantes de su existencia sino parte relevante de ella. Queremos saber qué hicieron por la mañana, dónde desayunaron y qué, cómo organizaron el día, en base a qué criterio censuraron unas actividades y primaron otras, y sin embargo, no sentimos pudor por adentrarnos en la intimidad, erguirnos para ver lo que la vista normal no alcanza, penetrar de cualquier manera en los secretos. La novela restituye enteramente esta voluntad de conocimiento. El que lee adquiere la propiedad de una trama, pero es el escritor el que la adquiere antes, quien sale a la calle y se aprehende de lo que observa, mutándolo luego, incansablemente imaginando lo que no se ve, indagando en lo que en apariencia no exhibe ninguna traza de hondura. Al modo en que se leen los cuentos cortos, esas breverías fascinantes, vistiendo las partes desnudas, armando lo que no está completado, el lector de la novela también precisa inmiscuirse, rellenar lo que no está. Lo visto es ínfimo, lo que hay no es ni un aviso de lo que aguarda detrás. Hemos sido educados para ser respetuosos y no involucrarnos en lo ajeno, pero caemos continuamente en la desobediencia y queremos saber, construimos la literatura, fabulamos, forjamos la épica, vestimos los cuerpos, los desnudamos, damos refugio al desvalido, abrimos la carne del desgraciado, vemos cómo la sangre bulle, sale, se derrama y lo mancha todo. En la mancha está el mundo, recogida en su grumo bastardo o puro, está la naturaleza misma, todo lo bueno y todo lo malo, la verdad anhelada y la mentira victoriosa. 

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