Revista Salud y Bienestar

La opinión pública no vale una mierda (y por eso deberíamos engañarte)

Por David Ormeño @Arcanus_tco

Ya no puedo contar los estudios que demuestran que la homeopatía no cura nada, pero la mayor parte de la opinión pública repite como enloquecida "pues a mí me funciona" o lo de que "mal no me va a hacer" (aunque sí lo pueda hacer) y acaba moviento un mercado de 10.000 millones de euros. Incluso las personas con más estudios, según la última encuesta del FECYT, son las que más creen en ello, a pesar de que no hay pruebas científicas (lo cual sugiere, quizás, que tener estudios no te vuelve una persona más crítica).

Ya han aparecido varios estudios de conjuntos de estudios que no encuentran ni una sola prueba de que el WiFi sea perjudicial para la salud, pero la opinión pública dice que, por si acaso, lo apaga por la noche porque le produce jaqueca, en el mejor de los casos, o cáncer, en el peor.

Los antivacunas, a pesar de que sostienen un conocimiento que parece recién llegado de la Edad Media más oscura e ignorante, están ganando la batalla, porque incluso están mejor informados que el ciudadano medio sobre el tema (aunque estén equivocados).

A la ciencia, parece evidente, se le antoja irrelevante lo que sostenga la mayor parte de la opinión pública: los hechos son los hechos, y las opiniones valen poco al respecto: analizar los hechos requiere de complejos estudios o ensayos de laboratorio.

Progresivamente, el mundo se está tornando un lugar tan complejo, técnico y lleno de información que la opinión pública empieza a ser un lastre. Es decir, que cada vez resultará más espinoso preguntarle algo a propósito de cualquier asunto a ella, a la opinión pública. Imaginad que sometiéramos a votación popular el grosor que deberían tener los pilares maestros de un rascacielos de treinta plantas de altura. O que se votara, muy democráticamente, el voltaje de determinado aparato eléctrico. Ahora extrapoladlo a casi todo lo que nos rodea, incluida la propia democracia.

La opinión pública no vale una mierda (y por eso deberíamos engañarte)

¿En qué estamos fallando?

Disponemos de mayor información que nunca antes en la historia, existen más artículos advirtiendo acerca de las pseudociencias que nunca... pero las ideas erróneas prosperan también a mayor velocidad que nunca. Parece que la batalla por informar correctamente no solo debe enfrentarse a la idiocia humana, sino al propio contexto: hay más formas que nunca de compartimentar la información, de solo leer lo que te interesa y únicamente relacionarte con personas que piensan como tú gracias al llamado sesgo endogrupal (un sesgo que es particularmente insidioso en las relaciones online).

Es decir, que la información no nos está haciendo más libres ni tampoco nos da una mayor educación. Parece que en realidad somos más cautivos que antes del error porque las herramientas tecnológicas que nos permiten estar informados también nos permiten escoger qué es lo correcto y qué lo incorrecto, como si fuéramos expertos en todo.

Por consiguiente, el problema puede abordarse de dos formas, no necesariamente excluyentes. La primera: concibiendo algoritmos informáticos que impidan el sesgo endogrupal y/o criben la información en relación a la calidad de la fuente de la que emana (por ejemplo, un metaanálisis sería información cinco estrellas, pero un tuit o un estado de Facebook, información de una estrella). En ese sentido, hace poco se puso en marcha la verificación de hechos, o Fact Check, una etiqueta que ayuda a los usuarios de Google News a identificar historias que han sido revisadas de entre los miles de nuevos artículos que se publican cada día.

La segunda: considerar la opinión pública como algo totalmente irrelevante, incluso para el sostén de la propia democracia (o dicho de otro modo: si delegamos el pilotaje de un avión a un experto acreditado, tal vez deberíamos delegar en prácticamente todas las decisiones que tomamos, porque generalmente somos ineptos en lo que no somos expertos: en casi todo).

Ambas formas anteriormente presentadas podrían fortalecerse con un ardid que quizá suene un tanto anatema entre los que defendemos la libertad, la democracia, el poder para el pueblo y todo lo demás: engañar a la gente por su bien.

La opinión pública no vale una mierda (y por eso deberíamos engañarte)

La desinformación como forma de información

Los sistemas de navegación por GPS que informan de atascos en tiempo real no sirven de mucho si dicen la verdad: en cuanto todos los usuarios descubren un atasco y toman la vía alternativa, la vía alternativa se atasca. La forma más conveniente de resolver el atasco es que solo una parte de los usuarios tome la vía alternativa. El GPS, pues, puede engañar a determinados usuarios a propósito del atasco a fin de que continúe por la vía principal.

En asuntos complejos en los que intervienen multitud de variables quizá podría emplearse una estrategia parecida.

No se trataría de engañar solo a la gente tonta, sino también a los que se creen listos en un tema, cuñadismo on fire. Porque si discutes con alguien acerca de un tema sobre el que tiene una opinión muy arraigada, probablemente nunca le convencerás de su error. Mucho menos si usas palabras gruesas y descalificaciones, pero incluso empleando la retórica más pedagógica probablemente no cambiará de opinión más que un porcentaje minúsculo de personas.

Parece que los cambios de opinión globales, pues, no se producen tanto por la idea un tanto romántica de tipo Platón enseñando a pensar a sus discípulos. Las ideas cambian porque sostenerlas te hace parecer imbécil o porque la generación que las sostienen ya ha sido sustituida por una nueva. En otras palabras, cambias de opinión cuando la gente que te rodea lo ha hecho: al fin y al cabo, te gusta opinar como la mayoría para no parecer un tipo raro (y tendemos a pensar que si algo lo cree la mayoría es que será más cierto que si lo cree una minoría).

Como las nuevas generaciones suelen abrazar ideas contestarias por sistema, es decir, ideas que de algún modo ponen en entredicho el statu quo, las ideas cambian para bien o para mal. El problema es que la realidad es ahora más cambiante que antes y lo hace en menor plazo tiempo, así que esperar a que las generaciones equivocadas sean reemplazados por las nuevas no es muy eficaz.

Tal vez la solución no sea tanto explicar cómo se sabe si un medicamento cura o no, por qué es más fiable un estudio de estudios antes que mil testimonios y un largo etcétera epistemológico para hacer que la gente deje de consumir homeopatía. Tal vez la solución sea poner de moda no consumir homeopatía. Tal vez lo más efectivo sea darle un empujoncito y engañarla para que haga lo correcto. Manipular su GPS para que vacune a sus hijos y no ponga en peligro la inmunidad del resto de las personas que no han decidido vivir en la Edad Media.

La opinión pública no vale una mierda (y por eso deberíamos engañarte)

El calentamiento global me la bufa

La opinión pública estadounidense no parece demasiado preocupada con el calentamiento global, a pesar de que existe mucha información acerca de los riesgos que ello supone. ¿Qué diablos le pasa a la opinión pública? Es algo que intentó responder un grupo de investigadores llamado Cultural Cognitive Project. La conclusión que extrajeron es que la opinión pública no cree que los expertos sepan de lo que hablan.

Para determinar si esta deconfianza nacía de la incultura científica, se sometió a cada encuestado a un test que evaluaba su nivel de conocimientos científicos. Los resultados fueron muy extraños: quienes tenían mayor cultura científica eran los que más despreciaban la amenaza del cambio climático. En realidad, lo que ocurría es que los que tenían más formación tenían una opinión extrema: o consideraban el cambio climático muy grave o muy poco grave. Una posible explicación a esta reacción podría ser que las personas más cultas e inteligentes están más habituadas a tener razón y saben defender mejor sus posturas, de modo que lo hacen con independencia de si tienen razón de verdad o no.

Y aquí llegamos al quid de la cuestión. Las personas más formadas suelen cambiar menos de opinión... y cada vez somos personas más formadas. Conocedores de este sesgo, Richard Thaler y Cass Sunstein fueron pioneros en el llamado pequeño empujón: más útil que tratar de convencer a las personas de algo parece ser engañarla con pistas sutiles o nuevos entornos predeterminados. Por ejemplo, en vez de poner un letrero en un urinario instando a la gente que no salpique al orinar, porque eso es malo para todos (nadie quiere orinar en un baño salpicado), parece más eficaz pintar una mosca y que el cliente se dedique a hacer puntería.

Dicho de otro modo: más que informar a la opinión pública, debemos usar lo que ya sabemos sobre la forma en que nos formamos las opiniones y las defendemos para explotar los puntos flacos. Más que ofrecer más información, hay que investigar mejor cómo convencer a la opinión pública de que haga lo más conveniente.

El abogado del Departamento de Defensa de Estados Unidos, Steve Epstein, tuvo que informar en varios departamentos del Gobierno lo que estaba autorizado o no a hacer un empleado. En vez de enumerar largas listas de reglas y normativas, creó un catálogo de meteduras de pata muy divertido basado en casos reales. Alojando historias en la mente de los empleados (que además no resultaban pesadas de leer), estos cumplieron más eficazmente la normativa. No se trataba de enseñarles las normas, sino de contarles un cuento divertido.

La opinión pública no vale una mierda (y por eso deberíamos engañarte)

Tecnología y democracia

Así como es muy difícil convencer de la verdad a una persona instruida, es relativamente fácil engañarla para que crea lo que nosotros queramos (sea la verdad o no). Ello ha propiciado que la tecnología de las comunicaciones incremente la desinformación. Los debates en las redes sociales solo son batallas entre extremos, y grupos ideológicamente tendenciosos han secuestrado el debate social.

Quienes usan esta tecnología para promover el negacionismo del Holocausto, el sida o el cambio climático, entre otras barbaridades, ganan la batalla a las exposiciones razonadas y científicas porque los primeros cuentan historias y los segundos cuentan la verdad, como explica Don Tapscott en su reciente libro La revolución blockchai n.

Es decir, que quizá debemos embaucar un poco a la opinión pública porque es la forma más eficaz de convencerla, pero también porque el enemigo ya lo está haciendo mucho mejor que nosotros y no debemos dejar que nos tomen ventaja. O dicho de otro modo: este artículo no será muy útil para nadie. La próxima vez subcontrato a alguien de Cuarto Milenio.


Volver a la Portada de Logo Paperblog