Revista Diario

La paciencia es salud

Por Morochaurbana @morochaurbana

“La paciencia es salud” es la frase que cuando no la tengo de cabecera, trato de recordármela como para que no haga desmadres con todo a mi alrededor. O sienta la tentación de dejarme sucumbir frente a unas, irrefrenables, ganas de consultar, vía internet, la técnica de la reducción de cabezas y empiece a practicar con los que tengo más a mano.  Siiiiiiiiiiiii, ¿cómo adivinó?, exactamente empiezo por los que convivo.  Si, también, ud, me dirá que no es para tanto…pero, a los hechos me remito.  Describo, sucintamente y con lujos de detalles las situaciones, así de paso, me confieso, exorcizo las ganas de practicar las técnicas reductoras y trato de reenviarlas a las grasas que rodean mi abdomen para que la cosa sea más sana, por ejemplo y provea más beneficios.

   Además puedo desviar el esfuerzo de agarrar a alguien o visualizar lo que hay debajo de su pelo, con fines non sactos,  hacia tratar de concientizarme que el Olmo, nació Olmo y para nada dispuesto a dar peras.   También sería bueno saber de dónde diablos vino esa fantasía colectiva de las peras y se me van bajando los instintos homicidas contra el mundo…

   Originalmente soy partidaria de que hablando la gente se entiende.  Pero hay cosas que supuestamente, según mi modesto entender, se deducen solas, solitas y solas.  Por ejemplo, cómo le explico a mi hijo varón y a sus energías que cumplieron siete años, la diferencia que hay entre, precisamente un hijo varón y el hijo de un chimpancé.  ¿Cómo le digo o le explico,  que es normal que un mandril y un chimpancé bebé se descuelguen de las lianas en la selva o en su defecto las improvisadas en el zoo y que es propio de los animales? Y al mismo tiempo evitar una crisis de identidad, cuando me diga: “esta bien tengo la edad de la mona chita pero yo quiero ser Tarzán” .  El es un chico, no el sucedáneo del sr. De los monos, versión chiquita.  Que no hay lianas en casa.  Que después de un no, no hay nada que hacer de su parte para torcer las leyes del destino que mi no, impone.  Sobre todo cuando se trata de protegerlo de él mismo que no se mate, saltando de cuanta cosa el descubra “saltable” de la casa.  O intente probar la construcción de una silla eléctrica, sin silla, investigando que diablos hay detrás de los agujeritos del enchufe.  Que mientras sofreno la idea de dejarlo pelado sin la asistencia al peluquero, me recuerde mirar de nuevo las primeras hasta las últimas partes de las películas que él, mi hijo, la criaturita de Dios, se aprendió de memoria.  En un acto inocente de mi parte de proporcionarle algo con que entretenerse.  Esto es: Daniel el terrible: parte I, II, III y subsiguientes.  Mi pobre angelito, versión quichimil, y mirá quien habla –porque encima tiene el tupe de cuestionarme cada cosa que digo e imitarme desde lo que digo hasta lo que hago, con el mayor desparpajo.  Solo que, comparada mi edad con la suya, yo, a su edad, parecía la versión femenina de la momia en chiquito.  O sea, no sería capaz de negar un hijo, pero… ¿me lo habrán cambiado en la nursery? O mejor reviso los genes del padre.

   Mientras tanto la adolescente tratando de no hacerse notar, se nota por sus desapariciones.  Sus fugas con la amiga, el amigo y la mar en coche.  Claro, total, del ogro de su padre, me tengo que encargar yo.  Con lo cual ninguno de los dos se contenta con mis servicios.  Para el padre soy una inútil que no sé poner límites y para mi hija, no sé tratar a su padre, como si ella supiera tratar a alguno de los dos…O, si la srta.,  decide el día previo a su cumpleaños de quince, prefijado en rojo en el calendario, designado para turno de la peluquería, que su flequillo luciría más lindo a lo stone y cortado artesanalmente por ella misma.  Y amanecer ese mismo día, impactando a su madre, con el nuevo look en su flequillo,  que tuvo que restregarse los ojos para ver si había soñado haberlos abierto, despertado y no estar en medio de una pesadilla stone.  En esos momentos juro y perjuro que he gritado: Dios dame paciencia pero dámela ya.

   Porque paciencia seguramente es la respuesta para intentar serenarme cuando imagino en mi house una corrida de Toros.  Porque seguramente, hasta que llegue, me daré cuenta que no es tal.  Sino que es mi hijo, perseguido por el perro y el gato, sumada la hermana a las huestes,  que no se preparan en ningún convento, como decía la canción de San Lorenzo, sino que se gestan en casa, exactamente cada dos por tres. Que lo empujan al varón de mi vida a la decisión culmine y, realmente, existencial: ¿voy detrás de las polleras de mamá que me va a salvar de los que me persiguen, porque a uno le tiré de la cola, a otro lo agarré de las orejas y le saqué el hueso de la boca, mientras comía y a la hermana le saqué su diario personal -para rayarlo todo con mis crayones así mi santa madre me defiende de ellos o no voy?  Porque cuando se percate de todas las que hice, sumado a agarrarle sus block de notas listas para entregar a la editorial, me mata en cámara lenta.  Y seguramente, dada la procesión de acontecimientos esgrima un: oh y ahora quién podrá ayudarme, al mejor estilo chapulín colorado.  Y ahí ensaye, más temprano que nunca, la duda filosófica a la que vamos a parar todos, tarde o temprano: ser o no ser, esa es la cuestión.  Bienvenido Descartes.  A esta vida en la que una adulta intenta convivir con una patota propia: infanto juvenil y encima pretenda, sola su alma, hacer convivir a un perro y a un gato que por antonomasia jamás se llevaron bien en su vida.

   Paciencia en dosis exotéricas es por lo que tengo que clamar todos los días, cuando no solo no me despierta ni el sol ni los pajaritos sino la obra de al lado que martillea no solo la medianera, sino todos mis sentidos contiguos que tuvieron que aprender a despertarse a los sobresaltos.  Y a los piropos de sus obreros, cuando adolescente hija que adolece hasta en el cerebro, sale en malla a mi patio.  Para no tener que pagarle el seguro por dientes a ninguno de ellos.

   Paciencia es la que le tengo que tener a mi amante, que para el día de su cumpleaños le regala a mi hijo un perro, con el que el gato, mi hija y yo tenemos que convivir en un: dos ambientes.

   No hay otra que la paciencia, sino me quedo sin salud y sin nervios.  Sobre todo cuando me pongo en el msn: ausente, con aviso y sin aviso, o ocupada porque estoy haciendo una nota, o viendo una peli o yendo al baño, y hay quienes me hablan igual y me interrumpen los pensamientos. 

   Paciencia porque no puedo escuchar y entender a todos los integrantes de la casa vociferando al mismo tiempo. 

   Paciencia cuando más de uno en mi casa, me pregunta donde revoleó lo que al momento crucial de la pregunta, no encuentran.

   Paciencia es lo que me tengo que recordar al mismo tiempo que recuerdo las frases que le decía a mi mamá y a mi papá, cuando esgrimía mis derechos infantiles y amenazaba: cuando yo tenga un hijo, nótese que avisaba que iba a tener un hijo y no dos, no voy a ser tan mala como uds dos juntos.  Porque la verdad, me convierto en la bruja del 71 y recorro el catálogo de brujas malhechoras y maléficas de todos mis cuentos infantiles más los del engendro que me tocó por hijo.  Imploro por paciencia, cuando en el exacto momento en que decido echar al perro, éste mueve la cola, sobre acogedoramente, con lo cual olvido todas sus fechorías ejemplo: aniquilarme cuánto cordón de zapatillas, con calzado incluido, rodaba por la casa y termina quedándose el perro, el gato, me falta el loro y creo que no está porque como canta yayo: internaron al loro.  A pesar de que el loro fagocite mi título secundario en pequeños pedacitos solo porque sufría del síndrome de aburrimiento.  Paciencia cuando mi hija exige que le responda en el mismísimo momento en que estoy escribiendo la frase final de la nota que tuve que entregar ayer.  ¿Qué otra cosa pedir que no sea paciencia?, cuando voy a buscar mis ahorros y mi chanchito está faenado y no por mí precisamente o sufre el esquilme de toda la familia.  Paciencia para tolerar que después de tanto esmerarme en bautizar a mis hijos y elegir sus nombres, se llamen tarada y estúpido, y viceversa, cada dos segundos    Sobredosis de paciencia es a lo que debo apelar cuando intento encauzar las energías de mi hijo en cosas productivas, ejemplo, lo hago barrer el desmadre que hizo en el jardín, perseguido por el perro y el gato y no me barra cuánta maceta hay sobre su cabeza con el mango del escobillón.  Y paciencia, al fin y al cabo es por lo que rezo para comprender algunas cosas que, a pesar de lo vivido, todavía me parecen incomprensibles. Paciencia para mi y para el mundo.  Porque concluyo a todas las luces que la paciencia es salud.  Y chan, chan, salute por acá.


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