Revista Cultura y Ocio

La peculiaridad hispanoamericana

Por Zogoibi @pabloacalvino

Es un mediodía cualquiera del templado invierno en Torata, una pequeña villa en las montañas de Perú. Un numeroso grupo de escolares, uniformados de azulón y blanco, aparece por una esquina de la plaza del pueblo bajo la dirección de varios adultos y, con una ingenuidad tan conmovedora como desdichada, comienzan una suerte de representación consistente en varios actos que no parecen guardar demasiada relación entre sí. En uno de ellos, un puñado de varoncitos camina con las espaldas encorvadas como bajo el peso de la esclavitud (es de suponer que infligida por algún temible dictador o -¿quién sabe?- acaso por los mismísimos conquistadores españoles) en tanto que otros cuatro o cinco, detrás, los fustigan con sus chándales-látigo de manera inclemente, arrancándoles hartos gemidos de dolor. En el siguiente acto, un grupo de muchachas (obsérvese el detalle sexista) desfila al muy razonable -aunque desganado y sin convencimiento- grito de: "¡Queremos libertad, viva la democracia!"; de donde puede inferirse que en Perú no hay ninguna de ambas cosas (lo cual, irónicamente, es la pura verdad, aunque no exclusiva de este país) o que cuanto de ellas pueda haber lo traen esas jóvenes incas con sus protestas, gracias a las cuales han dejado de sufrir alguna tremenda represión autoritaria y muy probablemente heteropatriarcal.

Los otros actos representados parecen menos claramente simbólicos, como el de los alumnos saliendo por turno al imaginario proscenio a cantar las loas de los oficios tradicionales locales (esos con los que dio al traste, hace ya años, el crecimiento y el progreso que brindó a Torata la vecina mina de Cuajone): el lechero, el aguatero (que vende agua), la panadera, la tamalera, etc.

¿Sería demasiado naíf preguntar si esa representación supone una protesta contra la minería o una simple manifestación de "identidad cultural" revitalizada gracias a la democracia y la libertad?

Es difícil no observar a esos estudiantes con ensoñadora ternura; mas ¡ay, qué fácilmente maleables son sus ingenuas mentes y qué sencillo es adoctrinar a los pueblos incultos, cuando hasta a los cultos se engaña! El daño que gobernantes sin escrúpulos -valga la redundancia- hacen a sus naciones es incomensurable.

Una tercera o cuarta parte de esos escolares, sanos y fuertes como robles, llenos de inquebrantable vitalidad y salud, llevan puesto el tapabocas. Why, oh why? Cuando los poderes fácticos abrieron la mano de las restricciones y permitieron a la población mundial respirar (nunca mejor dicho) en paz, la mayoría de los países occidentales se liberó, aliviada en masa, de casi todas las medidas "higiénicas y preventivas", empezando -desde luego- por los nasobucos, siguiendo por el distanciamiento social, las reuniones invernales al aire libre, las aulas con ventanas abiertas, las restricciones a la libertad de movimiento e incluso la compulsiva necesidad de acudir a la clínica más próxima para inyectarse la última "dosis de refuerzo" del preparado mágico. Hasta los afirmacionistas más recalcitrantes, los moralmente superiores salvadores de vidas, debieron de sentir en su fuero interno -pero sin confesárselo- que ya estaba bien de tanta cautela absurda que no había podido evitar a la inmensa mayoría de la población contagiarse de todas formas, y varias veces, con la dichosa variedad gripal; aunque -por supuesto, y para evitar la disonancia cognitiva- se dijeran a sí mismos que, de no haber obedecido ellos las normas como ejemplares ciudadanos, habría perecido la mitad de la humanidad.

Por eso resulta tan llamativo que, mientras Occidente abandonó con diligente presteza las medidas sanitarias a la voz de mando de la OMS, Hispanoamérica persiste en flagelarse con tapabocas y geles hidroalcohólicos. La "pandemia" ha acabado para todo el mundo, nos dice el étnicamente diverso Tedros Ghebreyesus desde su privilegiado púlpito; y sin embargo, en Perú...

Otro mediodía cualquiera de ese mismo templado invierno, en una juguería del mercado de Moquegua, una mujer pide un extracto de frutas y vegetales que posiblemente imagina revitalizador, dietético, gluten-free, ecológico, sostenible y con perspectiva de género. La tendera, con las manos desnudas y brillantes por la mezcla de néctares que resbala desde la hoja del negruzco cuchillo, y con las que ha estado manoseando los dineros tendidos desde las cien sucias manos de otros tantos clientes anteriores, trocea con destreza las verduras y frutas que, impregnadas de esa pringosa y dulzona mezcla de líquidos, en cada una de cuyas gotas hay un billón de gérmenes -incluyendo al espeluznante sars-cov2-, va dejando caer en el vaso de la desbocada batidora. La cliente, que no aparenta cobardía ni pusilanimidad algunas ante el amenazador cóctel patógeno que acto seguido se mete entre pecho y espalda con ayuda de una pajita, muestra en cambio un muy cívico temor ante los bacilos que puedan impactar e invadir su organismo desde el aire, pues no lleva al descubierto ni un solo fragmento de su piel: guantes de lana (negros), camisa (azul marino) de manga larga y abrochada hasta el cuello, mascarilla (negra), gafas (para la vista) sobre las cuales lleva otras más grandes de sol (no un filtro solar añadido a las lentes inferiores, sino dos pares de gafas, unas encima de las otras), totalmente negras, que hacen recordar al Hombre Mosca, el pelo cubriéndole la parte de la cara que no le tapan los elementos anteriores y, de remate, un sombrero... negro ¿Qué clase de retraso mental debe de tener una persona así?

A esta excepcionalidad hispanoamericana; a esta porfía en continuar con las normas dizque preventivas cuando ya la voz autorizada de LA CIENCIA, ese árbitro único y supremo de la sanidad global que es la OMS ha dicho que nada de eso es ya necesario; a este grado de traumatización post-covid que difícilmente tenga parangón en el mundo, no es fácil encontrarle explicación. Puede que estos países sean los pueblos más respetuosos del orbe para con la salud ajena y los más cautos para con la propia (hasta el punto de estar dispuestos a sufrir molestias e inconvenientes con tal de no poner en riesgo ninguna de aquéllas), o puede que sean los más ignorantes y crédulos; sin descartar una combinación de ambas causas, pues la primera, por sí sola, no es suficiente para explicar el fenómeno, dado que las ideas de "respeto y cautela" frente a una amenaza inexistente (si hemos de creer -¿y cómo íbamos a cometer la herejía de no hacerlo?- el infalible y unánime dictamen de LA ciencia personificada en Ghebreyesus) exigen que se perciba ésta como real, lo cual requiere a su vez unas buenas dosis de candidez, incultura y superstición, atributos de los que las sociedades hispanoamericanas no andan, desde luego, precisamente escasas.

Ahora bien: si intentamos despachar la cuestión del excesivo temor al contagio que persiste en estos países atribuyendo su causa a la ignorancia y la credulidad de sus habitantes, estamos entonces obligados a preguntarnos: Y en esencia, ¿en qué se diferencian de nosotros, del ilustrado Occidente? ¿Acaso en su día no nos asustamos, con el mismo espantajo, en igual grado que ellos hoy? El hecho de que en Hispanoamérica los efectos traumáticos del miedo inducido a la población sean más profundos o duraderos que -pongamos por caso- en Europa no cambia la idéntica naturaleza y origen del efecto provocado a ambos lados del océano por la campaña universal del pánico. Los argumentos que esgrimieron la prensa y gobiernos vasallos del poder económico fueron exactamente iguales en todo el mundo, y cada uno de nosotros, o acabó convencido de ponerse un tapabocas, o despreció la idea. Por eso, si ahora caemos en la tentación de relacionar la mayor o menor aprensión de alguien (sea un individuo aislado o todo un pueblo) con su grado de ignorancia o credulidad, debemos hacerlo para todos por igual, independientemente de nuestro lugar de residencia. Tal vez en Occidente nos hayamos "sobrepuesto" a ese temor con mayor facilidad y rapidez que en este otro continente, pero eso no nos redime de las debilidades en su día demostradas, que en nada se diferencian de las de esta gente. Alguno conozco yo que fue el primero en "protegerse" (o sea, en amedrentarse) y más tarde pretendía reírse de los aprensivos.

Pero entonces, si no es una cuestión de incultura, pusilanimidad o candor, la pregunta sigue sin respuesta: ¿por qué en esta parte del mundo ha calado tan hondo el "protocolo sanitario"?


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