Desde que apareció el primer manuscrito en el que un amanuense narraba algún suceso que pudiera ser de interés y, sobre todo, desde que la invención de la imprenta multiplicara exponencialmente la capacidad de difusión de cualquier publicación -sean libelos, periódicos o libros-, el Poder siempre ha pretendido sujetar y controlar tan formidable herramienta de comunicación con la que se habían dotado los seres humanos. Pero simultáneamente a una historia de la comunicación de masas -historia del periodismo- existe otra cronología de la censura que ha estado tan unida a ella, acompañándola y adaptándose a su devenir técnico y legal, como si fueran dos caras de una misma moneda.
Y es que el peligro que entrañaba la divulgación de información e ideas de forma masiva e impresa hizo que la autoridad civil (los gobiernos) o la espiritual (las iglesias) establecieran sistemas preventivos de control. Así fue como surgió la Pragmática de 1502, normativa promulgada por los Reyes Católicos que obligaba a solicitar licencia previa a todo librero o impresor que desease publicar cualquier obra “que sea pequeña o grande”. Desde entonces, se han sucedido las disposiciones y los requisitos legales, incluida la propia Inquisición, que regulaban y mantenían bajo estricta supervisión cualquier impreso, aun fueran “pliegos sueltos”, para evitar la crítica y el disenso al poder establecido, tanto político como religioso.
Claro que, a lo largo de la historia, ha habido muchos tipos de censura: desde los burdamente explícitos (censura previa) hasta los implícitos más ladinos (la autocensura), a pesar de que la legalidad haya acabado por asimilar la libertad de expresión y el derecho a la información como derechos fundamentales en las sociedades civilizadas y democráticas, y de los que deriva la libertad de prensa. Sin embargo, aunque formalmente las constituciones y las leyes amparen tales derechos, en la práctica existen maneras sutiles de influir e intervenir en una publicación para “adecuar” su contenido a los intereses del “censor” de turno.
Mongolia es una revista satírica que hace crítica social y política, y que en su corta existencia en los kioscos ya se ha metido con el rey (“El rey podría violarte”) y con cualquiera que en este país dé lugar a la chanza y la risa floja, como la que provoca Ana Botella presumiendo de lenguas y gestualidad teatrera. A algunos les podrá gustar más y a otros menos, pero en medio de la crisis que afecta a todo lo impreso, con una continua necrológica del soporte papel que no acaba de fallecer, la revista ha consolidado una tirada mensual nada despreciable y ha conseguido la fidelidad de más de mil suscriptores. Sigue una tradición humorística española que cuenta con precedentes tan inolvidables como La Codorniz, Por favor, Hermano Lobo o El Papus, por citar sólo algunos ejemplos.
Ni que decir tiene que muchas de las revistas señaladas sufrieron las consecuencias de la censura de su época, siendo secuestrados algunos números, mutilados de su interior artículos o viñetas, prohibidas durante plazos de tiempo más o menos largos y hasta condenados sus directores o redactores por delitos variados, pero siempre relacionados con el denodado afán de ejercer la libertad de expresión más allá de los límites de lo tolerado.
Actualemente, los márgenes son más amplios para la libertad de imprenta, aunque se conserven espacios reservados al escrutinio de la opinión pública, como ese delito de injurias al Jefe de Estado que permite retirar una portada considerada ofensiva por mostrar la viñeta de un príncipe en pleno acto sexual, como si en los palacios no se follara. Además, se mantienen mil formas sumamente eficaces para influir en la orientación y la capacidad de las publicaciones para desarrollar su cometido. Es innegable que el acatamiento a la normativa vigente y el seguidismo de la política gubernamental garantizan el acceso a las subvenciones y ayudas que el Poder concede a los medios de comunicación y a la edición de revistas y libros. Sin ellas, su viabilidad económica no sería posible.
Pero es que grandes empresas y corporaciones industriales pueden permitirse el lujo de ser “tratadas” con benevolencia por aquellos medios que reciben gran parte de sus ingresos gracias a la publicidad que éstas le contratan. La dependencia de la publicidad atenaza la libertad de expresión de las publicaciones de una manera tan eficaz como la más arcaica censura.
El Corte Inglés ha añadido una nueva forma de presión y de control sobre lo que se publica en relación con la empresa en los medios. Aparte de todo lo anterior, se puede permitir “vetar” la venta de una publicación en los kioscos del interior de sus tiendas. Es lo que ha hecho con el último número de Mongolia, al disgustarle que la revista se mofara de los antecedentes falangista del nuevo director de los Grandes Almacenes, llegando incluso, para hacerla desaparecer de inmediato, a comprar los ejemplares existentes en sus estanterías.
Son reacciones viscerales de quienes no están acostumbrados a la crítica y mucho menos al humor ácido, pero inteligente. Pero es que, encima, son reacciones inútiles que consiguen lo contrario de lo que persiguen. Sin necesidad de invertir ni un céntimo en ello, Mongolia se ha visto obsequiada con una publicidad cuyo impacto ha sido más rentable que el de cualquier campaña convencional. Y es que con “creativos” como los de El Corte Inglés y sus “pragmáticas” para controlar a la prensa, no se puede luchar. A menos que nos lo tomemos a “guasa” como hace Mongolia. ¡Enhorabuena, compañeros!