Revista Cultura y Ocio

La primera historia de la lengua latina publicada en España

Publicado el 14 junio 2012 por Franciscogarciajurado

La primera historia de la lengua latina publicada en EspañaLa pátina del tiempo convierte a menudo en invisibles aquellas ilusiones y empeños que hicieron posible la consecución de algunos propósitos. Es posible que alguien de nosotros haya visto en alguna librería de viejo el libro que hoy ilustra nuestra entrada, la Historia de la lengua latina de Friedrich Stolz, publicada en 1922, y que probablemente lo haya dejado por parecerle insignificante. Sin embargo, se trata, nada menos, que de la primera vez que se publicó en España un libro dedicado a la “Historia de la lengua latina” desde los modernos criterios de la lingüística histórica. El libro, asimismo, esconde otros secretos que no he logrado descifrar, como el ocultamiento de su verdadero traductor, que no es Américo Castro. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO Fue durante la elaboración de mi artículo titulado “El nacimiento de la Filología Clásica en España. La facultad de Filosofía y Letras de Madrid (1932-1936)” (Estudios Clásicos 134, 2008, 77-104) cuando comprendí por primera vez la importancia que tenía este librito. Entre otras cosas, en él se establecía un puente real entre los incipientes estudios de Filología clásica en España y nada menos que el Centro de Estudios Históricos. Consta en la portada que Américo Castor es el traductor del volumen, pero tuve la suerte de que Jaime Siles me sacara de este error o, más bien, espejismo. Siles sabía directamente por Antonio Fontán que el traductor había sido José Vallejo, uno de los grandes latinistas del siglo XX y maestro del propio Fontán. El análisis interno de la obra, en especial de las notas del traductor, confirma que, en efecto, su traductor no ha podido ser más que un latinista consumado y un buen conocedor de la lingüística histórica. ¿Por qué llegó a figurar como traductor Américo Castro? ¿Es posible que hubiera alguna razón comercial de por medio? ¿Otras razones más oscuras? Conozco, por cierto, otra historia no muy grata habida entre Américo Castro y otro latinista, Eustaquio Echauri. En todo caso, no tengo respuesta, como veis, pero sí buenas preguntas. Termino la entrada de hoy con un suculento postre: la semblanza que el propio Antonio Fontán hizo de José Vallejo. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
José Vallejo , 25 años después
Antonio Fontan 1 MAR 1984
Archivado en: http://elpais.com/diario/1984/03/01/sociedad/446943602_850215.html
“Se ha cumplido recientemente un cuarto de siglo de la desaparición de José Vallejo (1896-1959), maestro de latín y otros saberes, quien fue catedrático de Filología Latina en Sevilla y Madrid durante cuatro lustros, y a quien el autor de este artículo, que fue uno de sus discípulos y hoy es uno de los herederos de su legado científico, recuerda y rinde homenaje en las diversas etapas de su vida.
Acaba de cumplirse un cuarto de siglo de la muerte repentina del profesor José Vallejo, catedrático de Filología Latina durante 20 años en la universidad de Madrid y antes en la de Sevilla. Había sido el maestro indiscutible de dos generaciones profesionales de la docencia y la investigación de las humanidades clásicas y de la lingüística latina.Vallejo era un sevillano que a los 24 años había obtenido una cátedra de instituto de Latín en la más brillante promoción de aquella década. Su talento y su laboriosidad llamaron pronto la atención de Menéndez Pidal, que le vinculó al Centro de Estudios Históricos y a la prestigiosa Revista de Filología Española (la famosa RFE), que había fundado y dirigía personalmente don Ramón. Incorporado como profesor de Latín al Instituto Escuela, pudo ya a edad temprana alternar la enseñanza y el estudio como haría hasta el final de su vida cuando repartía el tiempo entre la facultad y el Instituto Nebrija de Filología Clásica. Varios de sus alumnos del Instituto Escuela cultivaron después las disciplinas humanísticas, empezando a realizarse la singular vocación de magisterio que tenía Vallejo, junto con un modo absolutamente peculiar de ejercerla. Yo creo que él nunca llamó a nadie para que trabajara con él o siguiera las líneas de investigación en las que él estaba empeñado. Pero tampoco rehuyó nunca hablar con cualquier joven estudioso refiriéndole con naturalidad lo que sabía de la materia que interesaba a su interlocutor y declarando paladinamente, sin falsas modestias, sino con inmenso realismo, lo que él mismo ignoraba o no había sido estudiado todavía.
Vallejo, que no había tenido propiamente maestros de latín, no ocultó nunca su admiración por la obra y los métodos de tres grandes personalidades de la. generación anterior a la suya: Menéndez Pidal, Gómez Moreno y, Julio de Urquijo. Después del Instituto Escuela de Madrid, Vallejo enseñó desde 1930 en la universidad de Sevilla, como he dicho, no sin alternar su docencia del latín en España con los cursos, en centros universitarios del mundo anglosajón, y alguna temporada de estudios en países de habla alemana.
Vallejo fue también mi maestro y el de otros varios latinistas y helenistas españoles que empezaron a cultivar esas disciplinas entre los años treinta y el final de los cincuenta. Publicó relativamente poco para lo mucho que había estudiado: unas seis o siete docenas de trabajos de investigación, según se incluyan o no entre sus estudios personales, los extensos comentarios críticos a que era tan aficionado y en los que, discutiendo con los autores, vertía ideas originales y un nutrido haz de brillantes sugerencias. Pero esos trabajos se aducen y se discuten todavía en la bibliografía internacional. Fue siempre también un entrañable amigo de sus amigos, entre los que, como alumno primero y como colega después, tuve el honor de contarme. Pienso en Gonzalo Menéndez Pidal, en José Rey, en Miguel Herrero García, Eugenio Asensio, Luis Oitiz Muñoz, José Manuel y Jesús Pabón, Abelardo Moralejo, Eulogio Varela, Federico Navarro, Álvaro d'Ors, Michelena, Manuel Fernández-Galiano, Diego Angulo, etcétera.
Vallejo, que había perdido muy joven a sus padres y que no tuvo hijos, estaba especialmente ligado, además de a sus amigos, a la familia de Felisa, la esposa entrañable, universitaria también y meteoróloga de profesión, y a sus parientes, entre los que se contaba el poeta y dramaturgo Alejandro Casona, casado con la hermana de su mujer.
No es este el momento ni el lugar para una enumeración ni para un examen crítico de las publicaciones de Vallejo, de las que ya en su día ofreció una pormenorizada relación García Calvo. Sí es, en cambio, oportuno a los 25 años de su muerte decir unas palabras sobre la significación de su figura en la cultura de España, cuando se posee ya una perspectiva para enmarcar el recuerdo del intelectual y la obra del científico. Era un sabio sencillo y un espíritu selecto. Su ingenio, en ocasiones burlón, rayaba a veces en la mordacidad, con esa contención final tan andaluza del que nunca se permite rebasar las fronteras del buen gusto. Pero es que estaba siempre desbordado por su capacidad de ocurrencias y por su especial inclinación a ver la vida, el mundo, la realidad y la gente con un margen de ironía envolviéndose en el gesto escéptico con que la gente del Sur vela tantas veces una profunda timidez.
Vallejo se consideraba discípulo de Menéndez Pidal, prendado de su magisterio y de sus motivaciones. Unía al aire de la escuela la erudición personal del humanista, con ribetes de bibliófilo empedernido y constante. La colección de los libros de memorias, pulcramente ordenada y cuidada con esmero, constituía la parte más personal de su biblioteca, no muy nutrida, pero bien seleccionada, de estudioso y de lector infatigable. El historiador de la lengua y estudioso historicista que era Vallejo se complacía en fijar las primeras apariciones de usos lingüísticos y modos de decir castellanos, que podían datarse principalmente en los libros de memorias, en donde su aparición suele ir acompañada de alguna especie de excusa o captatio benevolentiae.
Vallejo era historicista en filología y también en su concepto del hombre, de las lenguas y de España. Era también un positivista moderno, para el que en sintaxis latina, por ejemplo, y en las otras disciplinas afines, lo que no eran hechos o datos no contaba. La investigación científica consistía para él en explicar lo que tenía una explicación plausible, y registrar, como documentos, todo lo demás.
El espíritu del pueblo
Igual que para el común de los filólogos de escuela de Pidal, para Vallejo la lengua era algo así como la proyección y la forma del espíritu de un pueblo: la forma, en el sentido humboldtiano, entendida como uno de los moldes, o el principal de ellos, en que se había plasmado el ser y el estilo de una nación o de toda una cultura. Por eso, en busca del Volksgeist español seguía con atención la cronología y la geografía de las andanzas cartaginesas en la península, y la protohistoria ibérica y celtibérica, que, al igual que lo vasco, antiguo, medieval y moderno, habían conformado, junto con la romanidad, la realidad espiritual y social de España.
El mensaje de Vallejo sería más o menos el siguiente. Hijos de nuestra tierra y de nuestra propia cultura, vivimos enmarcados por nuestra geografía y llevamos en lo más profundo de nuestro espíritu la huella de una lengua que tiene un "genio" propio, con todas las exigencias que eso implica, y que posee una historia que resulta inseparable de sus mismas realizaciones. Una lengua que, antes de existir como tal, había sido latín. Y del latín, lengua, y de su literatura, procedía y procede el torso que constituye la estructura de las culturas peninsulares. Quizá por eso Vallejo se interesaba tanto por la proyección de la cultura latina sobre la española, hasta el punto de que una de las obras que dejó esbozadas, y la que más le hubiera gustado concluir, era la bibliografía de los traductores españoles de los clásicos antiguos en la cultura española, hasta que la literatura nacional, ya en plena edad moderna, empezó a alimentarse con sus propias creaciones.
Pero el latín y la cultura romana, de que procede por derecho la de España, no se establecieron en la antigüedad sobre un desierto. En la Península Ibérica había, antes de la colonización romana, algunas lenguas que eran vehículos de comunicación y de creación de cultura, y que entre los vascos, por ejemplo, se han conservado hasta hoy. De ahí el interés de Vallejo por lo ibérico y lo celtibérico, y por la lingüística euskera. La amistad con Urquijo y algunos estudios toponímicos son las pruebas de esto último, así como su decidida asistencia a Michelena, en quien había descubierto los valores que hoy le reconocen todos los especialistas.
Yo diría que la visión que tenía el maestro Vallejo de la lengua y de la vida de España era históricosociológica, si se me permite definirla con una palabra que él hubiera rechazado. Vallejo más bien hubiera dicho que él veía la lengua -latina, ibérica, vasca, griega o castellana-, la vida y España, sencillamente como son, que es también como aparecen a la vista del que las estudia en serio.
En lo que concierne a las ciencias del lenguaje, Vallejo, sin merma de sus profundas convicciones historicistas, estudiaba con interés rayano en la avidez todas las innovaciones doctrinales y metodológicas de que tenía noticia, aunque no se dejara casi nunca convencer por ellas. Naturalmente, ya en su juventud, había leído el Curso de Saussure, pero sin creérselo del todo. Prefería los historiadores y los sociólogos del lenguaje, aunque nunca se le oyera emplear este último término, tan poco de su gusto, por la falta de rigor a que conduce como una pendiente resbaladiza. Sus autores de cabecera eran entre los principales lingüistas y filólogos de estas escuelas de la primera mitad del siglo XX. Pero seguía a todos los lingüistas e historiadores del mundo grecorromano. Yo he tenido en mis manos los primeros libros de Trubetzkoi y de Schrijnen, leídos por Vallejo al tiempo de su aparición, con las notas marginales de quien los había estudiado atentamente.
Uno de los papeles que conservo con especial admiración son unos breves apuntes manuscritos de 1958 sobre las Estructuras sintácticas, el primero de los libros del creador del generativismo Noam Chomsky, publicado el año anterior en La Haya. Pocos españoles lo habían conocido tan pronto. Vallejo seguía todo lo que tenía que ver con la sintaxis en general y en particular con el latín clásico, tardío y medieval, con la España antigua, con el mundo ibérico (de aquí el Vallejo interesado por las inscripciones de las monedas y la localización de las cecas prerromanas de la península)y lo vasco.
Pero la deuda de los filólogos clásicos españoles con el maestro ,desaparecido hace ahora 25 años tiene otras dos vertientes: la revista Emérita y la biblioteca del Instituto Nebrija o del Consejo, que son la impecable continuación de la labor que el Centro de Estudios Históricos había iniciado en el campo de la filología clásica en 1933. Gracias a la presencia y a la dedicación de Vallejo, la tarea se prosiguió, sin que la guerra civil significara más ruptura que la ausencia de España de algún exiliado eminente. Él lo hizo todo o casi todo durante 20 años, desde el mismo 1939, con la ayuda de los jóvenes de entonces, como Tovar, D'Ors, Fernández Galiano, Magariños muy pronto y, algo más tarde, de los que vinimos después.
Los azares de la vida determinaron que entre los discípulos de Vallejo fuera yo el que más cerca estuvo de su amistad y sus confidencias durante los últimos años de su vida, y que ahora me haya tocado desempeñar la presidencia de la Sociedad Española de Estudios Clásicos, cuando se cumplen 25 años de la muerte del que fue mi maestro. Recuerdo que mis primeras clases universitarias fueron como ayudante de Vallejo, en su propia cátedra, leyendo y traduciendo a Catulo por indicación suya. Hay un bello poema que el vate de Verona dedica a la muerte de su hermano, al visitar su tumba al retorno a la patria, tras haber recorrido muchas tierras y surcado mares. Yo cerraría esta evocación del maestro haciendo mías las palabras y el espíritu con que el poeta acudía a su hermano a ofrecer un homenaje póstumo y dirigir a sus mudas cenizas una voz que no espera respuesta, y que, en nombre de los que fuimos sus discípulos y de los que lo son nuestros, consiste en decir sencillamente: bene magistrum, ave atque vale.
Antonio Fontán es catedrático de Filología Latina en la Universidad Complutense y presidente de la Sociedad Española de Estudios Clásicos.”

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