Revista Maternidad

La Profecía

Por Lamadretigre

LaprofecíaHay una práctica que debería suponer el veto inmediato de una línea aérea del espacio aéreo internacional. Sabía de buena tinta que Ryanair infligía este tipo de torturas a sus clientes, pero nunca imaginé que la mismísima Airfrance recurriera a técnicas tan barriobajeras. Me equivocaba.

El sábado, recién llegadas a eso que el hotel calificó como suite junior con la misma ligereza con la que un hombre te dice veinte centímetros, recibí un cordial email en el que me comunicaban que mi vuelo del domingo estaba cancelado. Me decían también que no preocupara que harían todo lo posible para ocuparse de mí. No me facilitaban ningún teléfono de contacto y, por supuesto, la dirección remitente era un noreply como la copa de un pino. El email lo habían mandado puntualmente cinco minutos después de cerrar el servicio telefónico de atención al cliente. Así se aseguran de que nadie tiene que hacer horas extras para ocuparse de los molestos pasajeros a los que acaban de dejar literalmente en tierra.

Extasiada como estaba después del día estupendo que acabábamos de pasar disfrutando de un París nevado que hizo las delicias de las niñas, decidí guardar la perturbadora noticia en esa parte del cerebelo a la que no suelo hacerle ni caso. Acosté a mis niñas en aquel tetris de camas y cunas y me dormí plácidamente en mi supletoria de setenta por metro y medio.

A la mañana siguiente, con el toque de corneta al que La Cuarta nos tiene acostumbradas, llamé de nuevo al teléfono de atención al cliente para ver cómo diantres tenían pensado repatriarnos. Una señora amabilísima me dijo que la llamada me costaría treinta y cuatro céntimos el minuto, que ahora mismo estaban todos ocupadísimos pero que estuviera tranquila porque mi llamada era importantísima para ellos y me iban a atender a la mayor brevedad. A continuación me puso una música preciosa y cada cierto tiempo me recordaba cuán importante soy y lo prontísimo que iban a ocuparse de mis necesidades.

Visto que el concierto que estaban orquestando sólo para mí iba para largo, puse la llamada en altavoz, vestí a las niñas, me duché al son de la melodía, me vestí, hice las maletas, me despedí del señor de recepción al que le di una pena infinita cuando me vio lanzarme a la calle con la sillita, las cuatro niñas, tres maletas, el móvil en altavoz y una nevada del infierno. La señora de Airfrance seguía ocupadísima pero prometía atenderme en cualquier momento.

Al rato conseguimos aposentarnos en el bar del camarero más borde de todo París –lo que ya es decir con lo disputadísimo que está el título- que nos comunicó que se les habían acabado los cruasanes, los petit pain y todo amago de desayuno. A las nueve y media de la mañana. Un Domingo. A cambio nos ofreció unos suculentos vasos de leche. Fría. Andaba yo luchando contra La Cuarta y su pajita diabólica cuando la señora de Airfrance me comunicó con una pena infinita que estaban muy agobiados y que volviera a llamar más tarde. Y me colgó. Así, con un par. Cuarenta minutos y no sé  cuantísimos euros después.

Yo que soy muy obediente llamé inmediatamente y la misma señora me soltó la misma retahíla y volvió a colgarme para asegurarse de que no sólo me cobraban los treinta y cuatro céntimos por minuto sino también el coup de piamobile con cada nueva llamada. Así cien veces. Como mínimo. En estas llegó mi amiga la boticaria y me hizo ver con toda la delicadeza del mundo que no me cogerían. Jamás en la vida. Sólo nos quedaba una opción, meternos en la boca misma del dragón. Debíamos ir al origen de todos los males: Charles de Gaule.

Un par de llamadas nos confirmaron lo obvio: el fin del mundo estaba cerca. Muy cerca. En el Arco del Triunfo mismo. No había taxis en toda la ciudad y el servicio de autobuses estaba suspendido por la nieve. Cualquiera que quisiera personarse en el aeropuerto debía jugarse la vida en el RER, la versión gore del cercanías español. Sí o sí.

Cada día… Cada hora… Está usted más cerca del fin del mundo.


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