Revista Cultura y Ocio

La puerta de los sueños. a la venta en www.amazon.es (extracto)

Por Orlando Tunnermann

LA PUERTA DE LOS SUEÑOS. A LA VENTA EN WWW.AMAZON.ES (EXTRACTO)(EXTRACTO)
   La profusa maleza gris entre el follaje esperpéntico, que crecía entre los raíles roñosos de la antigua vía del tren, ahora convertida en un mausoleo de herrumbre y detritos, se contorsionaba de un modo calamitoso ante el embate incesante del gélido viento de aquella noche de Julio. El firmamento era un oscuro telón de acero, salpicado de remotos destellos que desplegaban su belleza a través de los confines del universo. Bárbara y Miranda caminaron en silencio haciendo equilibrios sobre los raíles, gozando de la magia hechizadora de aquel paraje solitario. El viento aullaba emitiendo un gemido lastimero; las sombras adoptaban formas tétricas y retorcidas.
En aquel paisaje espeluznante se habían desarrollado acontecimientos dramáticos y truculentos. La antigua estación de tren de Arlequín se había convertido en el “reino de los duendes” y los falsos nigromantes que se escondían detrás de las carcasas demacradas de las cosas.
Bárbara y Miranda sentían fascinación por ese anverso esotérico de la vida, los misterios más insondables, los peligros que acechan bajo rostros benignos u ocultos tras las rendijas de una calle entornada de un oscuro callejón.
     Se detuvieron delante de una gran locomotora de marchito color amarillo. Estaba enganchada a dos vagonetas de tamaño inferior. Su estructura de madera ajada aparecía decrépita; la pintura desvanecida como una bruma ligera. En su interior había enormes sacos de esparto que contenían centenares de cuartillas, albaranes y papeles arrugados.
Otros estaban cargados de cables y herramientas obsoletas cubiertas de grasa. El suelo de madera se había convertido en una alfombra de tablones sucios y cubiertos de jeringuillas, envases y botellas de vidrio rotas. En ocasiones, grupos de pandilleros adolescentes, drogadictos y maleantes de la peor calaña erraban por aquel escenario de espanto.
   Las gruesas cadenas que aferraran los formidables portones del hangar habían sido forzadas recientemente. En el suelo, mezclados con la tierra roja y los hierbajos, sobresalían algunos eslabones retorcidos y los restos de un gran candado. En su parte superior, acristalada y resquebrajada, aún podían leerse las grandes letras negras del cartel que anunciaba el nombre de la estación: Arlequín.   Bárbara ondeó la mano e hizo señas a Miranda, que todavía proseguía dentro de una de las vagonetas revolviéndolo todo, como si buscara con desespero los restos de un fabuloso tesoro, para que la acompañara a echar un vistazo dentro del hangar. Miranda se reunió con ella junto a los portones y entraron con sigilo.
   El tubo fluorescente de la plaza de garaje número 41 se había hecho añicos. Los guijarros, blancos y afilados como dagas, estaban desparramados por el suelo de color oscuro, cubierto de manchas de grasa seca y aceite. Miranda contempló sin gran interés aquel garaje amplio y prácticamente en penumbras. Había chatarra amontonada por todas partes, bidones, botes de pintura.
Volvió su atención hacia la plaza de garaje número 41. Algo de grandes dimensiones permanecía oculto bajo una lona suicísima cubierto por un denso manto de polvo.   Retiraron la lona, levantando una espesa humareda que impregnó el aire de partículas de polvo que las hizo toser. Durante unos instantes fueron incapaces de ver nada en absoluto. Al rato, una imagen nebulosa se tornó mucho más diáfana y real, como si surgiera del núcleo mismo de la nube tóxica. Ante sus ojos, atónitas por la incredulidad, apareció un elegante y antiquísimo modelo de Cadillac rojo.
La carrocería presentaba un estado impecable, sin embargo, las ruedas estaban pinchadas y los cristales de las ventanas delanteras estaban despedazados. Las puertas y el alerón trasero, de forma aerodinámica, eran blancos.
   -¡Me encanta este coche! ¿No te parece una auténtica maravilla, Barbi?
Su novia la contempló con desdén, adoptando una expresión hosca. La aborrecía cuando jugaba con su identidad de ese modo, inventando epítetos ridículos. En 5 años de convivencia raras veces le había oído pronunciar su nombre real. Fingió que no le importaba y le regaló una rutilante sonrisa, que confería a su dulce y bello rostro ovalado una expresión angelical.
   -No puedes hablar en serio. ¡Tiene las ruedas pinchadas, las ventanas destrozadas! ¡Es una chatarra!
   -Pues a mí me encanta...
   -Miranda… deberíamos marcharnos a casa. Es tarde. Mañana tenemos que madrugar, hay que trabajar, ¿recuerdas? Además, ya sabes qué clase de chusma merodea por aquí a estas horas.   -Barbi... ¿dónde está tu sentido de la aventura? ¡Déjame disfrutar un ratito más de este lugar! ¿No te apetece fisgonear un poquito? –Preguntó Miranda sonriendo deliciosamente, como una niña pequeña entusiasmada con un nuevo juguete-
   -Fuiste tú quien se empeñó en entrar aquí Barbi. ¡Venga... anímate! Te prometo que nos marcharemos enseguida, mucho antes de que lleguen los violadores, drogadictos y maleantes de la noche -bromeó Miranda-
   -Me pregunto quien habrá abandonado aquí esta maravilla de Cadillac -prosiguió en un soliloquio- ¿Cual será su historia? Seguro que es fascinante...
   Bárbara no contestó, se había quedado apostada junto a la puerta entornada. Las farolas del exterior iluminaron tímidamente el interior del hangar.
Hacía frío. Miranda observó a su novia unos instantes, recortada como una silueta en medio de la noche. La brisa mecía su cabello negro y corto, que envolvía su rostro como si fuera una caperuza liviana de finas hebras. Entonces, de repente, los faros de un coche delataron su presencia, dibujando los relieves suaves y curvilíneos de su figura esbelta y bien proporcionada. Dos mujeres gruesas y dos hombres de color, altos, fornidos, se apearon de un potente Porsche descapotable amarillo.
Bárbara reconoció inmediatamente a Edgard. Arlequín era un pequeño pueblo turolense que no sobrepasaba los 100 habitantes. Todo el mundo se conocía. No podías pasar desapercibido, y mucho menos alguien como Edgard, con sus costumbres ostentosas y mala reputación.
Había llegado de Cuba 10 años atrás, huyendo de un pasado turbio que le vinculaba al sórdido mundo de las drogas y la prostitución.
Cogieron unos zurrones grandes y se encaminaron hacia la puerta del hangar. Miranda y Bárbara tuvieron que ocultarse a toda prisa dentro del Cadillac. Inmediatamente sintieron náuseas ante el olor hediondo que manaba de entre la jungla de desperdicios que abarrotaba los asientos traseros. La tapicería de color rojo estaba resquebrajada y hundida.   Unos haces de luz, debían ser linternas, planearon en la oscuridad del hangar como luciérnagas en busca de cobijo. Durante unos minutos Edgard y sus compinches alumbraron cada recoveco en evidente estado de agitación y desconcierto. Hablaban en susurros. Miranda y Bárbara se apretujaron la una contra la otra en los asientos traseros, invisibles bajo un improvisado lecho de periódicos, revistas y papeles. Permanecieron en silencio, estáticas como esfinges de granito.
   Oyeron unos pasos cerca del coche. Una de las mujeres, rubia, de aspecto escandinavo y vestimenta burda, hablaba con Edgard.
   -No hay nadie. La puerta estaba abierta, sí, pero ha debido ser el viento. Hace una noche de perros. Bueno, vamos Edgard. Estás demasiado tenso. Volvamos con los demás, antes de que aparezca alguien y tengamos que salir en estampida.
   -Sí, ahora mismo voy con vosotros -Respondió en tono reflexivo-
   Edgard se quedó solo por unos instantes. Dejó su linterna encendida sobre el maletero y se apoyó contra el Cadillac. Miranda y Bárbara notaron su presencia amenazadora; contuvieron la respiración y se mantuvieron unidas en la misma posición, abrazadas en silencio.
Cerraron los ojos y llenaron sus pensamientos agitados de murmullos de mar, olas rompiendo contra los acantilados. Imaginaron una playa idílica, bañada por una luz ambarina al atardecer. Ellas se convertían en la dorada arena de la playa, acariciadas por los rayos suaves del sol.
 Durante años habían llevado a la práctica aquel ejercicio de relajación y meditación. Se disfrazaban de arlequines y eran capaces de adoptar cualquier pose durante horas, permaneciendo en un estado de quietud inverosímil. Sus actuaciones se habían circunscrito siempre a Teruel. La mímica requería unas dotes notables de interpretación y abstracción, disciplina y autocontrol. Si se movían, aunque fuese muy ligeramente, Edgard se apercibiría de ello. Estaba demasiado cerca.
   Había sido una experiencia divertida, disfrazarse, montar los escenarios, recorrer los pueblos y convertirse en esfinges humanas. Todo el mundo las conocía en Arlequín y recordaba sus memorables interpretaciones. Cuando comenzaron a trabajar en el bar de Matías como camareras y se tomaron en serio la pasión que ambas sentían por la música, fundaron su banda de rock, Sirenas in love, y apenas les quedó algo de tiempo libre.
   Escucharon su voz. Edgard hablaba con alguien de un modo entrecortado; estaba hablando por teléfono.
   -Claro que seguimos adelante...
   -¡No, eso que dices es ya imposible!
   -No puede ser, ya no. Es como si no recordaras el motivo por el cual tuvimos que salir de Cuba.
   -Sí, eso es. Dentro de dos días. Espero que estés listo, porque ya no hay vuelta atrás.
   -Tal vez sí. Confía en mí.
   -Saldrá bien. Sigue el plan y nosotros nos encargaremos del resto.
   -Nos hemos asegurado antes. Está fuera, Thalia y sus malditas canciones están de gira por México. ¿Qué te sucede? Estás demasiado nervioso. ! ¡Pareces nuevo!
   -Sí, justo ahí, así que no se te ocurra moverte de tu sitio, con el motor encendido, tal y como lo habíamos hablado ¿Podrás hacer tan sólo eso?
   -Bien, mucho mejor para ti. Ahora duerme un rato. Asustado como una niña no me sirves para nada.
   Colgó el teléfono y recogió la linterna. Sus pasos indicaban que se estaba alejando. Entonces se detuvo y se giró sobre sus talones, dubitativo. Avanzó nuevamente hacia el Cadillac.
Había algo debajo del coche. Le escucharon maldecir entre dientes. Edgard emitió un sonoro bufido airado cuando examinó con su linterna lo que había encontrado. Era la lona. Alguien la había ocultado bajo el coche a toda prisa. Él tenía razón. No estaban solos. Volvió a maldecir, con mucha más vehemencia esta vez. Estaban atrapadas como ratones de laboratorio en una jaula. Edgard estaba metiendo la mano a través de las ventanillas rotas, tal y como habían hecho ellas momentos antes. Estaba dentro.
   Se sentó en el asiento del conductor y echó un rápido vistazo al interior del Cadillac. Apestaba. Allí dentro había decenas de revistas y periódicos desparramados por todo el asiento trasero. Edgard centró todo su interés en el asiento del copiloto y la guantera. Entonces, Miranda dio un respingo cuando notó como la linterna aterrizaba violentamente sobre su muslo derecho, golpeándola primero en la rodilla. Logró sofocar un quejido de dolor, pero al moverse involuntariamente las revistas que cubrían sus piernas se deslizaron hacia abajo, dejando al descubierto una mínima porción de su minifalda roja.
Miranda movió lentamente su pequeña mano derecha hasta que hizo contacto con los pliegues rugosos de las revistas que habían descendido en picado. Tiró de ellos suavemente, tratando de devolverlos a su posición original. Bárbara suspiro aterrada cuando se apercibió de lo que trataba de hacer su novia. En otras circunstancias la habría reprendido de inmediato, pero decidió que sería más conveniente posponer las increpaciones para más adelante. Edgard, al parecer, no se había percatado en absoluto de su presencia y continuaba revolviéndolo todo como si buscara joyas y  rubíes de un tesoro azteca.
Al rato, le oyeron reír con estrépito. Se produjo un momento fugaz de gran tensión cuando su mano aferró otra vez la linterna. Miranda notó el peso de su mano sobre su muslo derecho. Contuvo la respiración, alerta ante la posibilidad de que las descubriera y las matara allí mismo. No ocurrió nada de eso. Edgard se giró nuevamente y enfocó algo que tenía entre las manos. Parecía una tarjeta. Volvió a reír con sorna esta vez.
   -¿Quién demonios eres tú?  ¡Menudo tipejo!
   -Manfred Böher -leyó en voz alta- Sr. Manfred Böher -repitió- hemos aceptado su solicitud de admisión en el museo de engendros y bichos raros...
   -Psicólogo, sociólogo, experto en terapias de grupo... ¡menuda basura!
   -Das miedo amigo, ¿de qué planeta eres? -prosiguió Edgard con su absurdo monólogo- Aquí en la Tierra no hay especies tan raras como a la que tú debes pertenecer.
   Pasos. Alguien se aproximaba. Una voz de mujer muy encolerizada gritó:
   -¡Edgard! ¿Qué pasa contigo? ¿Qué demonios haces ahí dentro? Te estamos esperando. ¡No hemos venido de excursión!
   -Vale, vale… está bien. Ahora mismo voy. –Refunfuñó, obviamente molesto con la interrupción-.
   Las chicas sintieron una sensación de liberación cuando escucharon el sonido de la puerta al cerrarse. Después unos pasos, alejándose definitivamente.   Aún tuvieron que aguardar dentro del Cadillac una media hora. Querían estar seguras de que cuando dejaran su escondrijo Edgard y su cuadrilla se hubieran marchado.
   Estaban solas nuevamente. Bárbara ya estaba fuera, dirigiéndose hacia la salida. Miranda, por algún motivo, se había quedado rezagada. De hecho, permanecía todavía dentro del coche. Tenía algo entre las manos y lo miraba entretenida y risueña.
   -¡Miranda!  ¿Se puede saber qué haces ahí dentro todavía? ¡Vámonos ya por favor! ¡Eres una auténtica chiflada!
   -Ahora… espera que coja esto -contestó sin apremio. Se refería a una tarjeta pequeña, o tal vez fuera un carné.
   -No sé como puedes estar tan impasible y tranquila. Edgard ha estado a punto de pillarnos. Si nos hubiera descubierto nos habría matado aquí mismo. He pasado mucho miedo.
   -Barbi… has estado genial. Te lo digo en serio -contestó Miranda sin darle mayor importancia a lo sucedido- Ha sido una aventura fantástica, pero tienes razón. Deberíamos regresar. Por esta noche hemos tenido suficientes emociones. Somos unas temerarias.
   Algo chocó contra su pie derecho. Al moverse y apartar los periódicos con los que se habían protegido tan eficientemente, un objeto liviano había caído de alguna parte para aterrizar junto a su tobillo. Miranda tanteó con las manos, y enseguida estas hicieron contacto con el objeto de tacto suave: un cuaderno.
   Emocionada y absorta lo examinó durante unos segundos.
No era un cuaderno después de todo, sino un diario precioso forrado de terciopelo amarillo con incrustaciones de cristal verdes y rojas. Se lo mostró a su novia, orgullosa, como quien muestra un trofeo, pero su rostro adusto y carente de entusiasmo le indicó que era mejor salir de allí sin más demora.
   No había tenido tiempo de hojearlo sino de un modo somero. Miranda se apercibió con cierto disgusto de que algunas de las hojas habían sido arrancadas. Más tarde lo leería detenidamente; el diario, hermosísimo, con esas incrustaciones relucientes, imitando los destellos de las esmeraldas y los rubíes.
   Llegaron a casa abatidas por la fatiga y la intensidad de las emociones vividas. A la mañana siguiente se encontraba Miranda meditando sobre todo ello cuando la voz aterciopelada de Bárbara la sacó de sus cavilaciones.
   -Aún sigo asustada por lo que nos pasó ayer. Pienso en lo que nos podría haber sucedido si Edgard nos hubiera descubierto.   -Somos chicas con suerte, ¿no crees? Me pregunto qué estarían tramando esos. Edgard ha vuelto a las andadas, eso está claro.
   -No estamos seguras Miranda –se mostró cautelosa Bárbara-   -Escuchamos la conversación. Reconoce que las palabras de Edgard eran sospechosísimas. Tenemos motivos más que de sobra para pensar que trama algo.
   -No estamos seguras Miranda… además, no es asunto nuestro. Lo mejor es olvidarse de ello. Me da igual si planean entrar en casa de Thalia mientras está fuera, de gira. Es cosa de la policía. Nosotras ya nos hemos involucrado demasiado. Estamos chaladas. Sólo a nosotras se nos ocurre merodear por la antigua estación de tren a esas horas -dijo Bárbara, claramente afectada y asustada-
   -No podemos callarnos. Debemos decírselo a la policía. Sé que harán preguntas, pero no tenemos porqué ir a comisaría y declarar como buenas ciudadanas. Escucha Barbi. Nosotras llamamos, y le soltamos toda la historia sin darles tiempo a reaccionar ni decir nada.
   -Ya... algo así como: ¡hola señor agente! mire, resulta que por casualidad me he enterado de que Edgard, un tipejo de muy mala calaña, y unos compinches suyos pretenden entrar en casa de la cantante mexicana Thalia, ya sabe la cantante, sí, la casa que tiene en Rosinos, dentro de 2 días. A ver si pueden pasar por allí y vigilar un poco...
   -Me encanta como lo has escenificado Barbi. -dijo Miranda bromeando- Matías siempre nos ha ayudado. Deberíamos contárselo. Él sabrá lo que hacer. Matías siempre sabe lo que hay que hacer.
   -¡Querrás decir que Matías siempre nos saca de todos los líos!   -Sí, eso mismo quería decir -concluyó Miranda riendo.
   -Vale, se lo diremos a Matías. Pero déjame hablar a mí. Y otra cosa, no vuelvas a llamarme Barbi, sabes cuanto lo detesto.
   Matías escuchó todo el relato sin pestañear. Había poco trabajo en el bar aquella mañana, por lo que decidió cerrar más temprano y dar el día libre a las chicas. Las increpó con severidad por su conducta irresponsable y temeraria, pero sabía por experiencia que tratar de doblegarlas, como si fueran sus propias hijas, era del todo imposible.
Tanto Bárbara como Miranda poseían un carácter indómito e independiente. Las vio marchar, cogidas de la mano y sonrientes, como si no hubiese sucedido nada en particular o reseñable. Jugaban con sus vidas, a veces caminando por un finísimo sendero de hilo a punto de quebrarse, danzando con el peligro y la muerte de una manera casi casual e informal, como si formara parte de un ritual en sus vidas. No había nada que él pudiera hacer para cambiar eso. Jamás cambiarían, y él las quería y siempre las protegería como si fuesen carne de su propia carne.
   Matías estaba nervioso y sin duda la mujer al otro lado de la línea se habría percatado de eso. Nadie puede engañar a la policía, ellos lo saben todo, saben detectar los rasgos de un embuste o el estigma indiscutible de un testimonio fidedigno.
Matías presentía que la mujer no concedía la menor valía a su relato atropellado. Resultaba inverosímil. Sin embargo, estaba obligada a comprobar cualquier historia que les llegara, por burda, zafia o incongruente que pudiera resultar. Había decidido desde un primer instante no mencionar a las chicas. Él se haría cargo de todo. Se esforzó por mostrarse natural, respondiendo a cada pregunta sin titubear. No le había salido del todo mal. Por supuesto no había contado la verdad, simplemente la había adaptado a otra circunstancia que resultara convincente.
   Edgard, un inmigrante cubano de muy mala calaña y reputación en el pueblo había entrado en su bar acompañado por dos mujeres y otro hombre. Añadió que estaba convencido de haberle reconocido, no así a sus acompañantes, a quienes no había visto nunca antes. De un modo casual, mientras se acercaba a una mesa para servir a unos clientes, había escuchado fragmentos inquietantes de una conversación disimulada, y cuyo contenido parecía encerrar una trama organizada, un asunto turbio. De hecho estaba convencido de que preparaban un gran golpe. Le contó a la agente como había escuchado claramente el nombre de la cantante mexicana Thalia, que ahora estaba de gira y se había afincado en Rosinos dos años atrás. Rosinos estaba a muy corta distancia de Arlequín, donde vivía actualmente Edgard, y muy probablemente sus compinches.
   Estaba sudando copiosamente. Escuchó como la agente le pedía que se identificase. Matías vaciló durante unos segundos… y colgó el teléfono.   Aquella noche no habría actuación de las Sirenas in love. Miranda protestó con vehemencia.
Le venía bien el dinero y su música lo era todo, un modo de vida, su auténtica pasión. Matías, asustado como pocas veces le había visto antes, le explicó que tan pronto como se fuesen los últimos clientes de la mañana cerraría el bar y se iría a casa. Miranda iba a decir algo, pero entonces, Matías la interrumpió y miró el televisor, horrorizado.
Bárbara, que estaba al fondo del bar atendiendo a unos clientes, se aproximó en dirección a la barra, pálida, sobrecogida, contemplando estupefacta las imágenes terribles de una noticia trágica reciente ocurrida en Arlequín. Matías subió el volumen y arrimó a la barra el taburete en el que estaba sentado. Una mosca se posó en su frente sudorosa. No notó su presencia. Belinda Salvador, del canal 33, se encontraba delante de la casa que la famosa cantante mexicana Thalia tenía en Rosinos. La mujer, una jovencísima periodista delgaducha, hablaba de víctimas, muertos, un tiroteo, un baño de sangre. Matías espantó a la mosca que se había posado en su frente, pero al rato regresó para aterrizar sobre su barbilla, por la cual resbalaban jugos de cerveza. Se llevó una mano arrugada y rojiza a la boca para sofocar un grito.La mosca cayó fulminada dentro de su enorme jarra de cerveza, flotando como una gran embarcación sobre un estanque de aguas doradas. Algunos clientes se aproximaron a la barra para escuchar con mayor atención.
   Al menos 6 hombres y tres mujeres habían sido sorprendidos a primera hora de la mañana mientras forzaban la entrada de la vivienda. Al apercibirse de la encerrona se había producido un tiroteo, arrojando un nefasto balance con dos agentes muertos y tres de los atracadores gravemente heridos. Uno de ellos había logrado escapar ileso, introduciéndose a punta de pistola en uno de los vehículos de la policía. Los agentes habían identificado positivamente al fugado como Edgard Sánchez, un peligroso y escurridizo narcotraficante cubano afincado en Arlequín.
Bárbara sintió como sus piernas estilizadas temblaban, incapaces de sostenerla. Durante unos intensos momentos notó como si un gélido muro de cemento se hubiese erigido delante de ella imposibilitando cualquier movimiento.
No podía caminar en ninguna dirección, y el aire que respiraba parecía cargado de gruesa arenilla y carbón que asfixiaban sus pulmones. Desvió su mirada hacia su novia, que estaba junto a Matías, pálida, irresoluta y callada como una fría madrugada de invierno en un bosque de abetos de hielo. Matías le estaba acariciando el pelo, hablándole con suavidad y ternura, consolándola. No podía escuchar sus palabras. Estaba tan sólo a unos metros de distancia, pero sus oídos sólo retransmitían el eco de una voz desgarradora y llena de ira.
Esa voz hostil y amenazante sonaba tan cerca que parecía haberse infiltrado en su cerebro. Edgard se había instalado en un recoveco de su mente y vociferaba como un demente.
Siempre supo que estaban ahí, en el Cadillac abandonado, escuchando toda la conversación.
Las había descubierto, y ahora no habría lugar en el mundo al que pudieran ir sin que él lo supiera. Este pensamiento lúgubre y tan descorazonador le hizo recordar el estribillo de una canción de Brendan Perry de un disco llamado: "The eye of the hunter": "Incluso en las sombras, camuflada en sus pliegues caprichosos e invisibles, los ojos del cazador pueden encontrarte, porque nada escapa a su luz deslumbradora y centelleante". Miranda adoraba esa canción, e incluso la había incluido en alguna de las galas de verano, aunque su canción predilecta siempre era “Just another woman in love” de Anne Murray.
Ahora su repertorio viraba mucho más hacia los sones atronadores de Vanilla Ninja, una banda femenina de Estonia que les fascinaba. Miranda consideraba que no existía parangón en su género y soñaba con componer alguna vez un tema como su famoso “Cool Vibes”, que las representara en el festival de Eurovisión en el año 2005.
   El rutilante Ford Focus de color rojo fuego de Miranda abrasó la autopista con sus neumáticos adiestrados para volar sobre el asfalto.
Bárbara contemplaba el paisaje yermo de los valles que dejaban atrás con total indiferencia. Le gustaba la velocidad, al igual que a su novia.
Sortear los obstáculos justo una fracción de segundo antes de que la colisión letal fuese inevitable. Pasaron por delante de un monasterio en ruinas y enseguida vieron una indicación en la carretera que anunciaba un desvió hacia la población de Sandril.
Bárbara cogió las llaves de la casa de Matías. Estaba bien ubicada, coronando una avenida ancha en medio del casco histórico. Desde el ático podías deleitarte con las panorámicas sosegadoras del pueblo, escindido por las corrientes turbulentas del río Guadalaviar.
Matías, mirándolas con sus ojos azules rebosantes de humanidad y sabiduría, como haría un padre benévolo y excesivamente protector, había insistido en que se refugiasen en su casa, al menos hasta que Edgard estuviese entre rejas. No las había descubierto, agazapadas como cobayas aterradas en el interior del Cadillac, pero sin duda se habría percatado de que la policía les estaba esperando justo en el instante en que trataban de acceder a la vivienda de Thalia.
Obviamente, alguien les había delatado. Matías se sentía mucho más tranquilo sabiendo que Miranda y Bárbara no estarían en Arlequín mientras Edgard estuviera en libertad, probablemente buscándolas, atando cabos, removiendo telarañas y sombras en pos de una historia verdadera que despejase sus dudas.
   La luz entraba a raudales a través de los enormes ventanales de la amplia casona. Los muebles eran sobrios y vetustos de color caoba. En las estanterías había gran cantidad de libros de cocina perfectamente alineados. Toda la casa parecía un remanso de paz, un santuario de pulcritud. En las paredes había cuadros de doncellas y grandes damas de porte noble y mirada altanera, todos estaban firmados por un artista desconocido llamado Sherhov. El resto de las habitaciones, de menor tamaño, estaban impregnadas de un aura de laconismo y tristeza.
En las mesillas de noche había figuras de porcelana del niño Jesús en su pesebre. Bárbara entró en el dormitorio y contempló un elegante crucifijo de nácar que colgaba de la pared. El resto de la habitación lo completaban dos mesillas de noche atiborradas de fotografías de su mujer, una condesa millonaria que había fallecido en un accidente aéreo 10 años atrás.
Vanessa Galende, propietaria de una cadena de hoteles en Brasil llamada Osiris, había abandonado su país cuando se casó con Matías. Nunca tuvieron hijos y su enlace tan sólo duró unos años.
Había una fotografía que desentonaba por completo del resto. En ella, Bárbara y Miranda, cogidas de la mano sobre un escenario, saludaban a una multitud enfervorecida. La  extrajo del resplandeciente marco de plata y vio algo escrito al dorso: actuación de las Sirenas in Love. Otero, año 2002.
Bárbara sonrió divertida al contemplar el largo cabello negro de Miranda salpicado de mechas azuladas. Al año siguiente las había teñido de rojo y ahora toda su cabellera se había convertido en una esplendorosa melena abultada de color dorado. Volvió al salón.
Miranda había puesto un CD de la soprano valenciana Ana María Sánchez. Su voz portentosa llenó el espacio vacío donde se habían cristalizado el silencio y la soledad. Un reloj de pared emitía un ruido monótono y distante, como el murmullo de las olas de una cala camuflada bajo los amplios sillones grises de cuero.
El aire parecía inflamado con el aliento furibundo y abrasador de un dragón. Miranda se había quedado adormilada sobre el sillón. Bárbara la contempló con devoción. Humedeció sus dedos con sus labios y recorrió el contorno de su cuerpo voluptuoso y exuberante. Se acostó junto a ella y enseguida se sumió en un profundo sueño poblado de criaturas maléficas, que olisqueaban a través de los cristales despedazados de un Cadillac abandonado, tal vez buscando una presa fácil a la que devorar.
   Olía a pan recién tostado, tierno y apetitoso. Miranda abrió los ojos despacio, como una mariposa desplegaría sus alas al atravesar la corteza de la crisálida, y sonrió feliz al descubrir a Matías en la cocina preparando un suculento desayuno. Bárbara ya estaba levantada. Unos tenues rayos de luz penetraban en la casa revoloteando pesadamente como polillas remolonas.
   Miranda se introdujo en la ducha, cerró los ojos y permitió que los chorros de agua caliente viajaran por su cuerpo como tórridas lenguas de fuego.
Disfrutaba permaneciendo en esa posición durante 10 o 20 minutos, errando con su imaginación por extensas llanuras verdes de Irlanda. Apenas conservaba algún recuerdo de su niñez, junto a un padre desahuciado y una madre que les había abandonado poco después. Aquellos días remotos parecían invenciones, fantasías, meras ilusiones. Sin embargo, una parte de su ser ansiaba retornar a sus orígenes, y abrazar con fervor a unos parientes lejanos que se habían desembarazado de ella, como quien extirpa un quiste maligno o una daga mortal.
Tal vez por ello ahora detestaba a todos los irlandeses y abominaba la sangre irlandesa que fluía por sus venas. A veces podía vislumbrar con su mente prados verdes y colinas, una casa pequeña de madera pintada de rojo y con la puerta amarilla, rodeada de denso follaje y extensos valles.
También escuchaba los gemidos de su madre, apaleada por hombres diversos a quienes debía grandes cantidades de dinero. Su padre, convaleciente en un hospital, moribundo, pálido, demacrado y consumido por un cáncer de páncreas. Sus recuerdos se tornaban mucho más placenteros y dulces cuando derivaban hacia Bárbara, Matías, las Sirenas in love. Todo resultaba más cómodo y deleitoso cuando los reformatorios y centros educacionales especiales, Irlanda y su inherente línea sanguínea quedaban atrás, como las estelas que deja un velero surcando el océano.
   La lona seguía en el suelo, junto al Cadillac. Miranda volvió a entrar en el coche abandonado, oteando a su alrededor con agitación. Su corazón latía aceleradamente, emitiendo un tamborileo desesperado, como una sonata fúnebre en un campo de batalla sembrado de cadáveres. En seguida se sintió mareada por el hedor que emanaba de aquella caverna pútrida, repleta de inmundicia y sustancias en descomposición. Había dejado la puerta del hangar entornada; la luz de la mañana deshizo el encantamiento de la noche, expulsando a las sombras y a la oscuridad.
Había mentido y se sentía despreciable por ello, pero estaba segura de que, tanto Matías como Bárbara, habrían abominado su lunático propósito de regresar nuevamente a la antigua estación del tren. Debía darse prisa. Su excusa expiraría en poco menos de una hora. Les había contado un embuste carente de imaginación, pero había funcionado. Deseaba pasear tranquilamente por Sandril y relajarse.
Había pasado una noche terrible, seguramente atenazada por el temor y la angustia acumulados. Sabía que su actitud no merecía calificativos elogiosos ni paliativos. Se estaba comportando como una adolescente inmadura, propulsada por la temeridad y una curiosidad perniciosa. Ya no había vuelta atrás. Estaría de regreso antes de que Bárbara o Matías comenzaran a inquietarse.
   Examinó la guantera. No había nada interesante, salvo algunos albaranes y facturas arrugadas, billetes de tren gastados y pañuelos de papel sin usar. El asiento trasero seguía tal y como lo recordaba; un lecho desordenado de periódicos, revistas y papeles esparcidos como semillas en un latifundio.
En el suelo imperaba el caos más absoluto. Pequeñas fotografías sobresalían como espinas en un crisol de latas de cerveza vacías, plásticos y una maraña indefinible de porquería. Un par de revistas de montañismo y viajes exóticos llamaron su atención. Enseguida las desechó aburrida. Miranda salió del coche, conturbada y ligeramente decepcionada. ¿Qué pensaba encontrar? Sus pensamientos viraron inmediatamente al diario. Entonces escuchó un crujido, o tal vez fueran pasos amortiguados. Al momento se apoderó de ella una irrefrenable necesidad de de regresar.
El hangar parecía haber menguado, resultaba claustrofóbico y sombrío, una celda de castigo. Avanzó hacia la puerta entornada con paso brioso, y cada nuevo metro recorrido parecía duplicar la distancia restante hasta la salida, como si el propio camino se expandiera a su antojo como una gigantesca escolopendra dotada de millones de pares de pies. Se recriminó con una severidad exacerbada y recordó el aspecto lujoso y esotérico del diario. Tan pronto como llegara lo sacaría de su improvisado escondrijo, bajo la almohada de su cama, y profanaría sus secretos, como un devoto cirujano manipularía las vísceras de un organismo muerto.
   Cuando le vio a través del espejo retrovisor, Miranda, incrédula y aterrada, pisó a fondo el acelerador y se alejó de aquel lugar a toda velocidad. Puso un CD de la cantante Belén Arjona y subió el volumen para que su voz poderosa sepultase su propio grito de horror. Aún seguía corriendo cuando su Ford Focus tomó la curva bajo el puente romano de 8 arcos que conducía directamente a la entrada de la autopista. La había reconocido sin ningún género de dudas, y ese hecho espeluznante parecía suficiente para bombardear sus pensamientos de pesadillas. Edgard estaba en la calle, libre, y ahora sabría donde buscar a quien les había delatado.
   Bárbara contestó inmediatamente. Su voz sonaba relajada. Podía escuchar a Matías a su espalda, murmurando algo, o tal vez simplemente canturreaba una de esas baladas pegadizas que tanto le gustaban del estilo de Paul Anka o Adamo.
Consultó el reloj interior del coche. Eran poco más de las 11:00 de la mañana. Calculó que se reuniría con ella en unos veinte minutos.
Bárbara hizo un ruidito, como un suspiro largo y prolongado después de una gran pausa, como si cavilara acerca de lo que estaba escuchando. Posiblemente había captado una nota discordante, un matiz que sólo distinguen los enamorados, una muesca identificativa tras una burda mentira. Al rato prosiguió charlando con naturalidad y se despidió.
Miranda volvió a guardar su teléfono móvil en la guantera y vio a través de la ventanilla una pastelería abarrotada de gente. Aminoró la marcha y se dispuso a realizar una breve parada. Llevaría un par de palmeras de chocolate.
Bárbara las adoraba. Mientras esperaba, memorizó nuevamente su mentira.
   Había cogido el coche y se había puesto a escuchar música conduciendo sin rumbo para despejarse. No había dormido demasiado bien a causa de la tensión de las últimas horas. Lo peor, sin embargo, no había sido eso. Tampoco la noticia del asalto a la casa de Thalia en Rosinos. Edgard la había sorprendido huyendo de la antigua estación de trenes. ¿Qué hacía él allí? Probablemente se estaba refugiando en el hangar hasta que se tranquilizase todo.
La policía le estaba buscando por todas partes. Debería informar a la policía, pero si lo hacía postergaría aún más su retorno a Sandril y Bárbara la acribillaría a preguntas. También Matías la sometería a su propia batería de cuestiones y dudas. Entonces sólo le restaría contar la verdad. Bárbara montaría en cólera y comenzaría a desvariar con sus justificables peroratas acerca de la honestidad y de compartirlo todo. Lo más aconsejable era la escapada. Edgard estaba en Arlequín, libre y dispuesto a encontrar a sus delatores. La había sorprendido. Miranda comenzó a impacientarse presa del pánico.
Miró a su alrededor. Decenas de coches pasaban por la carretera a gran velocidad. La hilera de personas delante de la pastelería parecía interminable. Una mujer muy voluminosa estaba desvalijando la tienda comprando toneladas de chucherías de colores para sus dos niñas gemelas.
Miranda las contempló con una repentina sensación de aversión. Su madre había capturado sus pequeñas cabecitas rubias con un espantoso lazo naranja tan grande como una sandía. Llevaban sendos vestidos idénticos de color amarillo poblados de inmensos lunares negros que las confería un cierto aire de precoces folclóricas escapadas de alguna feria ambulante. Las pulseras embutidas en sus muñecas de miniatura tenían forma de escarola, con pliegues retorcidos de cartulina y plástico.
Cuando la mujer salió de allí, cargada de bolsas transparentes que revelaban un arsenal de golosinas policromadas, un hombre que estaba justo detrás aplaudió con estruendo provocando las risas de la gente. Ahora todo transcurría mucho más deprisa. Su turno era el siguiente, justo detrás de una señora de avanzada edad que se debatía entre una deliciosa empanada de nata y fresa y un enorme bizcocho redondo relleno con trocitos de piña caramelizada. La mujer se decidió finalmente por el bizcocho. Se dirigió hacia la puerta y pidió disculpas al tropezar con un hombre que acababa de entrar.
    Miranda le escuchó respirar a pocos centímetros de su espalda. Lo hacía de un modo forzado y calamitoso, como si hubiese pasado los últimos días de su vida corriendo y fumando al mismo tiempo. La dependienta, una vivaracha adolescente pelirroja, envolvió las palmeras de chocolate que le había pedido y sugirió que se llevara una estrella de chocolate. Miranda observó que sólo quedaban tres.
Era un bollo de generosas dimensiones con forma de estrella cubierto de chocolate. Imaginaba la cara que pondría Bárbara cuando la viera. Decidió seguir su consejo y pidió que se la envolviera junto a las otras cosas. Mientras lo hacía no le quitaba el ojo de encima al individuo que respiraba como un dragón enfermo. Sus ojos se encontraron y Miranda tuvo la seguridad de que estaba asustada, o en todo caso, había algo en ese hombre que a ella le amedrentaba. No quería volverse para mirar. Sería demasiado indiscreto.
Cuando le devolvió el cambio observó que la pelirroja seguía examinando a su nuevo cliente. Miranda levantó la vista y al girarse se encontró con un hombre negro de complexión fuerte. Vestía con ropa de cuero negra y sus ojos desaparecían bajo los cristales tintados de unas gafas de sol. Al pasar junto a él, atolondradamente, con el corazón encogido en un puño, se estremeció cuando le sonrió como si fueran viejos amigos.
Miranda salió de la pastelería a toda prisa. Sacó las llaves del coche y abrió la puerta con una urgencia desesperada. No se sintió del todo segura hasta que puso en marcha el motor. Vio que la dependienta ya estaba cobrando al individuo que había logrado desestabilizar su sistema nervioso. La muchacha la miró, como si pretendiera advertirle del peligro que corría, como si se preguntara qué hacía allí aún. Su mirada atravesó el cristal del escaparate y pareció implorar que se marchara a toda velocidad, antes de que fuera demasiado tarde.
   No lo podía creer. Edgard la había encontrado. ¿Como había logrado alcanzarla? Ella había salido de la vieja estación mucho antes que él. Lanzó una mirada de reproche a su Ford Focus, como si deplorara su lentitud de caracol. Al momento lo comprendió. Edgard estaba entrando en un flamante Corvette rojo que estaba estacionado en doble fila con las luces de emergencia encendidas.
Le buscaba la policía. ¿Acaso pretendía pasar desapercibido con un coche de carreras como ese? Seguramente habría abandonado en algún sitio el Porsche con el que le viera la primera vez. Cambiar de modelo era una buena estrategia cuando la justicia trataba de echarte el guante, pero… ¿un Corvette? Miranda intuyó que su afán por atraparla debía ser tan desmedido que Edgard había descuidado por completo las más elementales precauciones y conductas de cautela.
Su ego dibujaba una línea pareja a su estulticia. Eso estaba bien. Un asesino necio siempre era mejor que uno meticuloso y calculador.
   Arrancó el coche a toda velocidad, preguntándose por qué había definido a Edgard como a un asesino. Sabía de sus trapicheos y flirteos con las drogas, la prostitución y los robos en casas lujosas… pero crímenes de sangre…
 En las noticias habían informado de un tiroteo en casa de la cantante Thalia. Edgard estaba allí, armado, con intención de matar a tiros a quien se pusiese por delante o pretendiese arrebatarle su botín. Consideró que asesino era una palabra que podía definir perfectamente a Edgard después de todo. Sintió un escalofrío nada esperanzador ante aquella perspectiva tan poco halagüeña.   Venía siguiéndola. ¿Como podía haber sido tan imprudente? Se había dejado atrapar como una cobaya de laboratorio.
Pisó a fondo el acelerador e inmediatamente se sintió mejor. El cuentakilómetros rápidamente alcanzó los 160 kms/hora.
Sabía que era una barbaridad. Las señales de tráfico indicaban claramente que debía mantenerse por debajo de los 100, 120 como máximo. Sin embargo estaba totalmente segura de que si aminoraba la marcha el Corvette de Edgard, una verdadera gacela de la carretera capaz de ponerse a 200 kms/hora en unos segundos, la alcanzaría en un abrir y cerrar de ojos.
¿Quien sabe de lo que sería capaz? ¿Podían multarla por exceso de velocidad, pero qué importancia tenía eso cuando un sicario te perseguía en su Corvette para echarte de la carretera, quemarte viva o cualquier otra atrocidad semejante? Su mente revoloteó desquiciada barajando distintos tipos de muertes horripilantes. Se preguntó cual sería la predilecta de Edgard. Miró por el espejo interior del coche. Edgard no estaba solo. A su lado viajaba una rubia despampanante con aspecto de "novia del gangster más buscado". Mantenía la distancia, como si aquel juego estúpido de las persecuciones le divirtiera o quisiera recrearse en los prolegómenos de un ajusticiamiento por venganza.
   Allí estaba su salida: Sandril. Miranda observó consternada como el Corvette de Edgard había iniciado también la maniobra de señalización para abandonar la autovía. No podía permitir que descubriera donde la esperaban Matías y Bárbara. Decidió que sería mucho más prudente recorrer unos kilómetros más y dejar el coche aparcado en un punto diametralmente opuesto. Entraría en una cafetería y telefonearía desde allí a Bárbara. Después improvisaría cualquier cosa; todo menos un testimonio veraz de los acontecimientos en que se había visto implicada en la últimas horas.
Llegó al casco histórico del pueblo. Un guardia grandullón, con más aspecto de hacendoso labriego que de agente de tráfico, hizo una señal para que se detuviera. El Corvette de Edgard se había quedado rezagado unos 300 metros, detrás de una furgoneta de reparto de Donuts. El agente se arrimó a la ventanilla, y después de examinar concienzudamente su voluptuosa anatomía le indicó a regañadientes que se dirigiera al parking público que había en la calle Vadin.
Estaba muy cerca y allí no tendría problema alguno para encontrar aparcamiento a aquella hora.   Miranda se situó detrás de un imponente Mercedes plateado y a continuación descendió por la estrecha rampa que conducía al modesto y solitario parking. Aparcó junto a una destartalada furgoneta con matrícula francesa. Había muy pocos coches, apenas una decena.
Permaneció allí sentada durante unos minutos con el motor en marcha. No había ni rastro de Edgard, pero dudaba mucho que le hubiese dado esquinazo tan fácilmente. Se sentía abrumada y le costaba respirar, como si sus pulmones se hubieran anegado de escarcha y espinas. Cogió el teléfono móvil y lo miró hipnotizada. Pulsó la letra B y en un instante apareció el nombre de Bárbara. Sonrió dichosa: "Siempre apareces cuando te necesito...” murmuró para sí.
   No había cobertura en ningún punto de aquel parking subterráneo. Miranda, abatida y cabizbaja,  se apercibió de que había penetrado como una incauta en la celda de su propia emboscada. Ahora tendría que salir al exterior, donde sin lugar a dudas esperaba Edgard, con las garras emponzoñadas, como un ave de presa amaestrada en el arte de desgarrar lentamente a sus víctimas hasta que exhalan su último hálito.
Observó que había dos salidas diferentes. ¿En cual de ellas aguardaba Edgard? En ese momento recordó a la rubia platino. La huida se presentaba mucho más ardua de lo que había imaginado. Seguramente ambas vías de escape estaban vigiladas. Volvió al coche y puso un CD.
La música siempre había ejercido sobre ella un poderoso influjo sedante. La voz de Susannah Hoffs, con su maravilloso y melódico tema: "Unconditional love", lleno su espíritu con un bálsamo de caricias. Se sintió más relajada y predispuesta a afrontar las consecuencias de su chiquillada. Volver al garaje había sido una puerilidad. Tenía 28 años, tres más que Bárbara, pero seguía actuando como la quinceañera frívola y casquivana que había sido, expulsada de institutos e instituciones de acogida tantas veces.
   La iluminación era bastante pobre. Desde su cálido cobijo dentro del coche Miranda observó al Ford Escort amarillo que acababa de entrar. Del interior salieron rápidamente, como propulsados por una fuerza centrífuga, dos ruidosos chiquillos de unos 10 o 12 años de edad. Sus abuelos, unos sesentones de aspecto amable, les reprendían sin el menor éxito.
Los pequeños bribones habían decidido sublevarse y no paraban de saltar como acróbatas en un circo. El más alto de los dos llevaba una especie de sotana blanca con capucha. En la espalda se leía en enormes letras verdes el nombre de la rapera afro-americana Katrina “Trina” Taylor.
La mujer se detuvo delante de una máquina expendedora de tabaco y extrajo una cajetilla de Marlboro, mientras su marido dialogaba con los chicos en un intento inane para que guardaran silencio.
Miranda escuchó el nombre del portador de la sotana: Marcos. Su abuelo le estaba prometiendo algo relacionado con un video juego de samuráis, pero el muchacho parecía inmune a las negociaciones; tan sólo quería atrapar a su hermano, que se estaba escondiendo debajo de un Renault Megane gris con matricula de Granada. Su abuela corrió hacia él y le sacó de allí tirando de sus piernas como si fueran dos prolongaciones inertes de unas flores ajadas. Entonces Miranda, mientras contemplaba la escena con una sonrisa divertida en sus labios, examinó al bravucón que se agazapaba bajo la capucha blanca. Comenzó a maquinar una estratagema infalible para escurrirse de aquel garaje sin delatar su identidad.
   El muchacho seguía observando el billete de 50 euros con una expresión de arrobo similar al éxtasis cuando desapareció por una de las salidas del parking, camuflada bajo la capucha de la sotana que le acababa de comprar. El chico le ofreció también sus gafas de sol, negras, con un dibujo de un troglodita llamado Rody el Despellejador en un lateral. De ese modo, su atuendo resultaba perfecto.
   Miranda imaginó como sería el rostro de Edgard cuando le viera salir. Una sonrisa triunfal en su semblante justiciero. Tal vez le dejaría despedirse de Bárbara; una última llamada antes de su funeral, rodeada de amigos que lloraban desconsolados.
Matías estaría también allí, consolando a su novia, regañándole y balbuceando que habían sido unas estúpidas, unas ignorantes que menospreciaban el peligro y siempre vivían al límite. Abrazaría a Bárbara y le rogaría que abandonase el camino de la insensatez, lejos de sicarios como Edgard Sánchez.   Cuando salió se topó con una delgaducha quinceañera que se movía al ritmo de unos auriculares minúsculos. Edgard no estaba, ni tampoco la despampanante rubia de bote que le acompañaba. A unos 100 metros en la acera de enfrente había una cafetería: La Morada del duende truhán. Era una rocambolesca taberna de color azul con pequeños ventanucos que recordaban a los ojos de buey de los submarinos.
   El móvil se había quedado sin batería. No lo podía creer. La pantalla del teléfono parpadeó repetidamente en un heroico intento por recobrar la vida, pero al instante se quedaba completamente oscura.
Maldijo entre dientes y se dirigió de nuevo a la puerta. En ese instante le vio, a través de los ridículos ventanucos redondos. Estaba justo delante del parking, fumando compulsivamente. Su amiga decía algo, pero Edgard ni siquiera la miraba. Su único interés era encontrarla y no pararía hasta lograrlo. Nada le haría recular ni distraerse, ni siquiera las curvas prodigiosas de aquella modelo de plastilina. Volvió a entrar. Una mujer de unos 35 años, 40 a lo sumo, no paraba de mirarla. Miranda no la conocía de nada. Aquel no era momento para flirtear con otra lesbiana. Además, Bárbara era la única luz de su vida, y cuando ella estaba presente el resto del universo desaparecía.
   La desconocida se acercó con un botellín de cerveza en una mano. Tenía la mirada triste pero su sonrisa resultaba seductora, así como su cuerpo voluptuoso. Su cabello negro caía sobre su espalda en graciosos bucles. Vestía con tejanos y una camisa de cuadros masculina que mermaba notablemente su feminidad.

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