Revista Arte

La sibila de medianoche

Por Felipe Santos
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Foto: Norman Parkinson para Vogue, 1950

Solía llamar a Bernie tan pronto se despertaba, pero aquella mañana el teléfono permaneció en silencio. Cuando su ayudante entró en la habitación la encontró pálida e inmóvil. “No sé si lo conseguiré hoy”, le dijo con un hilo de voz. No faltaba mucho para que el director de orquesta Bruno Walter, los músicos de la Filarmónica y todo el plantel de técnicos e ingenieros de sonido la estuvieran esperando en el estudio. Incorporó con decisión todo el tronco con la fuerza temblorosa de sus brazos hasta que pudo sentarse al borde de la cama. Bernie ya le esperaba allí para ayudarle a ponerse de pie y comenzar a vestirse. Todo transcurrió muy despacio, incluso tardaron más de la cuenta en subir el desayuno. Fuera del Hotel Ambassador se desperezaba una Viena aún grisácea, exhausta de tanta historia concentrada en unos pocos años ―algo más de diez― en los que el bullicio de la Ringstrasse se fue mezclando con el ruido desordenado de los todoterrenos y el paso firme y agrupado de algunas botas militares.

Kathleen Ferrier llegó al estudio aquel día de mayo de 1952 con el ánimo de los días previos. La contralto inglesa había aterrizado en Viena nueve días antes para grabar con su casa de discos, la Decca londinense, una versión de Das Lied von der Erde (La canción de la tierra) del compositor bohemio Gustav Mahler. Dedicaron seis días a la grabación del disco, el séptimo se dio un concierto matutino con el mismo programa y el octavo se citó a todo el equipo artístico para revisar el resultado. Cuando terminaron de escuchar los seis movimientos y mientras se disipaban los últimos acordes por la sala, todos se quedaron en silencio, pensativos y concentrados. Cuando Kathleen le preguntó al director qué le había parecido, comprobó que su viejo maestro apenas podía articular palabra.

Podía haberse ahorrado aquel día extra, pero la discográfica no quería dejar pasar la oportunidad de tener juntos a artistas de aquella talla para grabar algo más. En ese caso, decidió registrar tres canciones del ciclo dedicado a los poemas de Friedrich Rückert que compuso también Gustav Mahler. Los dos primeros lieder se grabaron sin mayores problemas, pero con el tercero surgieron las primeras dificultades. Ella tenía una voz ancha y grande, de contralto, la tesitura más grave de las femeninas. No era el tipo de instrumento idóneo para grabar en estudio. De modo que los ingenieros siempre debían arreglárselas como podían para que la toma no se distorsionara. Um Mitternacht tenía un crescendo final muy pronunciado que amenazaba con descompensar la grabación. Durante dos horas repitió esa transición para hallar la mejor solución técnica. Cuando lo consiguieron, Kathleen se mostró insatisfecha con el resultado. Creía que su interpretación podía ser mejor. Los productores empezaron a ponerse nerviosos porque veían que se les iba el día sin grabar. Volvió a cantarlo una vez más pero también desechó esa toma. A la tercera, su voz falló. El productor, algo desesperado, decidió entonces dar un descanso de diez minutos.

El rostro de Kathleen Ferrier había empezado a palidecer. Se había sentado pesadamente en una silla próxima mientras Bernie le acercaba un café. “Espero que esté hasta arriba de azúcar”, le dijo. Cuando pasaron los minutos y se dio la orden de reanudar, se levantó casi de un salto, pero un mal gesto le hizo proferir un grito de dolor y cayó al suelo. Todos miraron con estupor la escena. Nadie se atrevió a decir nada. Cuando muchos pensaron que la sesión se iba a terminar ahí, vieron a la Ferrier levantarse. Con los ojos llorosos y un dolor punzante en la espalda, caminó unos pasos y se situó en frente del micrófono.

Um Mitternacht
Hab’ ich gewacht
Und aufgeblickt zum Himmel;
Kein Stern vom Sterngewimmel
Hat mir gelacht
Um Mitternacht.

A medianoche
me despierto
y miro al cielo;
ni una estrella de la galaxia
me sonríe
a medianoche.

Esa primera estrofa irrumpió como un amanecer de invierno. Parecía que ella misma miraba al cielo y se lamentaba de no encontrar una estrella en el firmamento que la iluminara. Su estatura la elevaba con majestuosidad por encima del conjunto. Desde que cumplió los catorce años ya estaba acostumbrada a mirar la vida desde aquella atalaya, aunque al comienzo eso le supusiera algunas burlas en la escuela. Siempre fue buena deportista y su altura siempre la predestinaba a interpretar los papeles masculinos en las obras de teatro escolares. En clase era esa chica inteligente, con carácter, que siempre se hacía oír con aquel vozarrón que tenía. “Sabíamos que tenía aptitudes musicales ―comentaría una profesora años después― pero ninguno de nosotros podía imaginarse que era brillante”. Ahora allí estaba, plantada delante del micrófono con el aplomo de una sibila.

Kathleen Ferrier, durante su última grabación en octubre de 1952 ©DECCA

Kathleen Ferrier, durante su última grabación en octubre de 1952 ©DECCA

Una vez, ya de jovencita, cuando interpretaba el papel del rey Arturo en una obra que había montado su profesora de dicción y retórica, se declaró un incendio en bambalinas que terminó llegando al escenario. El público gritó e hizo ademán de salir corriendo hacia las salidas. De repente, una voz profunda y firme provino desde el centro del escenario. “No hay nada de qué preocuparse”, bramó. Mientras la gente se tranquilizaba, unos empleados de la sala corrieron hasta las mangueras y sofocaron el incendio.

“Era como una profeta hablando a través de su canto”, dijo Elisabeth Schwarzkopf, la gran soprano alemana, que coincidió tres veces en los escenarios con Kathleen. La primera vez fue en Manchester, en un Messiah que dirigía Sir John Barbirolli. La segunda y tercera vez fue en Viena, con la Filarmónica de la ciudad en una Misa en Si menor de Bach y en la Missa Solemnis de Beethoven. Las dirigió Herbert Von Karajan. Volverían a verse con el mismo programa y equipo artístico en La Scala de Milán. De aquel concierto, recuerda que “fue una de las pocas veces que vi a Herbert Von Karajan deshacerse en lágrimas cuando Kathleen cantó el Agnus Dei”. Hasta nosotros ha llegado una grabación donde puede apreciarse la atmósfera confortante que desprende ese fraseo sereno y único.

Um Mitternacht
Hab’ ich gedacht
Hinaus in dunkle Schranken.
Es hat kein Lichtgedanken
Mir Trost gebracht
Um Mitternacht.

A medianoche
pensé
en los sombríos espacios infinitos.
Mas ningún pensamiento luminoso
me trajo consuelo
a medianoche.

Una vez, el dramaturgo Tennessee Williams decidió pintar su autorretrato. Lo tituló “El viejo TW” y en el reverso escribió esta cita de Francis Scott Fitzgerald: “Siempre son las tres de la mañana”. Aludía a ese texto en que el escritor norteamericano reflexiona sobre ese limbo vital, la fina línea que separa la felicidad de la desesperanza y que se asemeja a ese insomne desesperado que, en su zozobra, mira el reloj y ve siempre la misma hora: “En una verdadera noche oscura del alma siempre son las tres de la mañana, día tras día. A esa hora la tendencia es negarse a hacer frente a las cosas tanto como sea posible retirándose a un sueño infantil, pero uno continuamente se ve apartado de ese sueño debido a sus diversos contactos con el mundo. Uno afronta esas situaciones con tanta rapidez y cuidado como es capaz y se retira una vez más al sueño, esperando que las cosas se ajusten por sí solas debido a una gran gracia espiritual o material. Pero mientras persiste la retirada hay menos y menos oportunidades de que exista esa gracia; uno no espera que se desvanezca ni un solo pesar, sino más bien espera ser testigo involuntario de una ejecución, la desintegración de la propia personalidad…”.

Tennessee no sabía mucho de música clásica. Solía escuchar más bien jazz y blues, música sureña, del sur más profundo. Pero para su amigo, el pintor Michael Garady, había sido muy importante en su obra. Un día hizo que escuchara algo de Kathleen Ferrier. Cuando la pieza terminó, se volvió hacia él. Se había quedado sobrepasado y apenas podía hablar. Después de un largo silencio, quizá lamentando que aquella voz no estuviera más cerca para rescatarle de las zozobras de medianoche, le dijo: “No tenemos a nadie así en América”.

Um Mitternacht
Nahm ich in acht
Die Schläge meines Herzens;
Ein einz’ger Puls des Schmerzes
War angefacht
Um Mitternacht.

A medianoche
presté atención
a los latidos de mi corazón;
sólo un pulso de tristeza
me incendió
a medianoche.

Kathleen Ferrier, como Orfeo, en el Festival de Glydebourne de 1947. ©DECCA

Kathleen Ferrier, como Orfeo, en el Festival de Glydebourne de 1947. ©DECCA

Nació hace cien años en una familia modesta, poco dada a lujos innecesarios. Su padre, William, era maestro y su madre también. Se conocieron en la escuela de Saint Thomas de Blackburn. Terminaron casándose en 1900 y se fueron a vivir con la madre de él. Alice Ferrier siempre tuvo inquietudes musicales que nunca pudo desarrollar. Quizá por ello se empeñó desde el principio en que sus hijos tuvieran la mejor formación que podía darles. Los primeros pasos de la pequeña en la música fueron al piano. Muchos la recuerdan como aquella chica alta que cruzaba la calle Montague, saltando y canturreando, mientras balanceaba la cartera donde llevaba sus partituras. En agosto de 1926 empezó a trabajar en la oficina de Correos de Blackburn, cuatro meses antes de que cumpliera los catorce años, primero como telegrafista y luego como operadora de teléfono. De un golpe dejó su infancia atrás, pero continuó con sus clases de piano. En sus ratos libres jugaba al tenis y empezó a pasarse por el coro de la iglesia de la calle James, siguiendo la tradición familiar. Antes solo había cantado en el coro del colegio y el director, tras escucharla, le dijo: “Bien, puedes cantar aquí, pero a condición de que no cantes muy alto, con ese vozarrón que tienes”.

A diez minutos de su casa vivían Tom y Annie Barker, un matrimonio de bajo y soprano, que solían contar con Kathleen para ensayar al piano. Junto a otros tres cantantes formaban un grupo, The Sevilles, a los que terminó acompañando durante sus actuaciones. Aquellas veladas introdujeron a la joven en el mundo del teatro. Un domingo la invitaron a pasar la tarde en compañía de un famoso barítono del Covent Garden. Se sentó detrás y apenas participó en la conversación, pero nunca olvidaría aquello. Tras completar sus estudios de piano, pidió a Annie que le diera sus primeras lecciones de canto. Mientras, seguiría tocando el piano en festivales, pero para entonces la mecha ya estaba encendida.

Cuando cumplió los veintiún años, Kath ya era esa chica alta y sonriente que nos muestran las fotos que hay sobre ella, y sus compañeras de la oficina de Correos así la veían, con esa personalidad arrolladora, que traía de cabeza a buena parte de la población masculina del lugar. Tan sólo Bert Wilson, un fino y espigado empleado de banca, fue el único capaz de aguantar su ritmo en la cancha de tenis, largos paseos en bicicleta y la pista de baile. Tras casarse con él y mudarse a Silloth, en el vecino condado de Cumbria, dio clases de piano y pronto decidió presentarse al Festival de Música de 1937 de la vecina Carlisle. En principio, su intención fue concursar en piano, pero su marido le apostó un chelín a que no se atrevía a inscribirse en el concurso de canto.

Apoyada en su destreza y su experiencia como solista, se impuso con aparente facilidad en la modalidad de piano. Así que cuando se clasificó para la final de canto se abría la posibilidad de que una misma concursante ganara en dos categorías distintas. La dulce canción To Daisies, del circunspecto compositor británico Roger Quilter, debió impactar al jurado. El Carlisle Journal, al día siguiente, recordaba de la entonces señora Wilson, que “tenía una voz francamente bonita, una de las mejores que han pasado por aquí”. La voz y el fraseo de Kathleen se amoldaban como un guante a los versos de Herrick que sostienen esta canción. La grabación que hizo para Decca en 1951 es una versión reposada, que ella hacía única por su fraseo evocador y la limpieza con que afrontaba el intervalo hasta el agudo final.

Um Mitternacht
Kämpft’ ich die Schlacht,
O Menschheit, deiner Leiden;
Nicht konnt’ ich sie entscheiden
Mit meiner Macht
Um Mitternacht.

A medianoche
peleé en la lucha,
¡oh, Humanidad! de tu sufrimiento;
mas no pude decidirla
ni con toda mi fuerza
a medianoche.

La mañana del 14 de marzo de 1951, Kathleen llamó a su asistente, Bernie Hammond, para que le palpara un bulto que tenía en el pecho. “Seguro que no es nada”. Se lo había notado por primera vez cuando se alisaba un vestido que le había hecho John Turner. Ella le dijo que no estaría de más ir al médico. Aún tardaría diez días en citarse con él porque debía atender unos compromisos en Holanda y Alemania. A la vuelta, haría lo que le había dicho Bernie. La sesión de rayos X en el University College Hospital confirmaron el diagnóstico.

Kathleen Ferrier y Bruno Walter, durante el Festival de Edimburgo. Fuente: sverigesradio.se

Kathleen Ferrier y Bruno Walter, durante el Festival de Edimburgo. Fuente: sverigesradio.se

Su hermana Winifred siempre tuvo la sensación de que Kathleen se había encontrado ese bulto mucho antes, probablemente antes o durante los conciertos que dio en París en enero de ese año. Sólo así se comprende que cuando fue a verla, después de su último concierto, la abrazara casi como nunca lo había hecho. Bien es cierto que su padre había fallecido esos días, pero no recuerda su hermana que algo así pudiera desencadenar tales muestras de cariño. Luego vino la contratación de Bernie Hammond, una asistente que, además de hacer las labores de secretaria, contaba con experiencia profesional como enfermera, algo que en principio no iba a desarrollar en este nuevo trabajo. O eso parecía. “Me quedé paralizada”, confesaría años después. Había palpado muchos bultos como aquellos siendo enfermera y se estremeció al pensar en lo que iba a avecinarse.

Tras una mastectomía que la mantuvo apartada de los escenarios durante dos meses, los sucesivos tratamientos a los que se sometió la dejaban agotada, así que Kathleen aprovechaba cada instante que tenía para poder descansar y atender sus compromisos. Siempre hubo rumores sobre su estado de salud, pero ella los ignoraba y se limitaba a decir que estaba un poco cansada y que solo necesitaba descansar. Si alguien veía que le costaba atarse los cordones de los zapatos o levantarse de una silla, lo zanjaba con un “solo es reúma”. Eso era todo.

Um Mitternacht
Hab’ ich die Macht
In deine Hand gegeben!
Herr! über Tod und Leben
Du hältst die Wacht
Um Mitternacht!

¡A medianoche
puse mis fuerzas
en tus manos!
¡Señor! ¡Sobre la vida y la muerte
Tú eres el centinela
a medianoche!

Aquella última estrofa cayó como lava ardiendo sobre los músicos. Kathleen apareció ante ellos como aquella profetisa que Virgilio debió visitar en las faldas del Vesubio antes de escribir La Eneida. Su hermana Winifred siempre la recuerda “completamente absorta con cualquier cosa que cantara”. Aún cuando era consciente de su enfermedad, “podía cantar O Death, How Bitter, de Brahms, o las canciones de Rückert con una pasión y una autenticidad que te partía el corazón”. Virgilio escribiría luego que su héroe Eneas se haría acompañar de una sibila cuando decidió internarse en el inframundo. Un lugar a donde Kathleen volvería vestida de Orfeo, meses antes de su muerte. Allí, en ese limbo no tan virtual entre la vida y la muerte que se abría en el escenario del Covent Garden, vería como su pierna se deshizo en mil pedazos a falta de un acto para terminar la representación. Entre dolores que cuesta imaginar y que nadie del público percibió, aún podría despedirse para siempre del canto con esas palabras de Orfeo: “¿Qué haré sin Eurídice? ¿A dónde iré sin mi bien?”. El día que falleció, la BBC retransmitió la grabación de esa misma aria de la ópera de Gluck, tantas veces cantada por ella.

Bruno Walter no había podido ocultar las lágrimas durante los últimos compases de aquel Um Mitternacht. No podía quitarse de la cabeza lo que acababa de presenciar: aquella chiquilla que conoció en Edimburgo en 1947 peleando contra su propio destino con la serenidad de diosa griega. Se acordó de la primera vez que la vio: “Allí entró, ni muy tímida ni muy descarada, más bien con una modesta confianza en sí misma, con una especie de vestido de corte salzburgués, una falda con peto, que la hacía tan joven y encantadora, tan pura y solemne a la vez, tan discreta y noble, que la habitación pareció iluminarse por el encanto de su presencia. Tenía la frescura de una chiquilla y la dignidad de una señora”. Les había unido Das Lied von der Erde, que ella iba a cantar por primera vez. Ensayaron juntos numerosas veces, sobre todo el sexto movimiento, Der Abschied, esa despedida personal de Mahler a la plenitud de la tierra, que empezó a hacer mella en Kathleen cada vez que la cantaba. “Las lágrimas caían por sus mejillas. Intentaba evitarlo con todas sus fuerzas, pero sólo pudo controlar sus emociones a medida que ensayaba. Esas lágrimas no tenían nada que ver con el sentimentalismo, sino que mostraban la fuerza de un sentimiento, en absoluto debilidad alguna, y una profunda comprensión de otro gran corazón”. Cuando esto ocurría, Bruno Walter la consolaba diciéndole que no se preocupara, que les pasaba a todas las cantantes con las que había trabajado. Pero con lo que no contaba es que Kathleen se emocionara en el primer concierto. Para él, ese día iba a ser muy emotivo porque era el reencuentro con los músicos de la Filarmónica de Viena después de la guerra. Muchos habían enviudado o habían sobrevivido a campos de concentración. Allí, en medio de todos ellos, estaba ella, preguntando a dónde va a ese caballero que se encuentra en el último movimiento: “¿A dónde voy? Voy a vagar por las montañas. Busco reposo para mi corazón solitario”. En los últimos compases, con toda orquesta zumbando a sus espaldas en mitad de ese adiós triste y gozoso a un tiempo, apenas pudo pronunciar los dos ewig (eternamente… eternamente) con que se cierra la obra. Abandonó el escenario y fue rápidamente a verle a su camerino. Estaba avergonzada. Al verla, apenas pudo decirle nada. En silencio, mientras sacudía la cabeza, alargó el brazo y la confortó con unas leves caricias en el hombro.

Cuando Kathleen terminó de cantar, se sentó otra vez en la silla y le musitó a Bernie: “Ha sido duro de verdad”. Aún pudo descansar el resto del día y quedaron con Bruno Walter al día siguiente para volar juntos hasta Zurich. Al llegar al aeropuerto, donde sus caminos se separaban, el viejo maestro todavía tuvo tiempo de refugiarse con serenidad en aquellos grandes ojos y contemplar su sonrisa luminosa por unos minutos, mientras intercambiaban algunas palabras sin importancia, que él escuchaba a duras penas porque quizá en sus oídos aún retumbaba la rotundidad de las últimas notas de aquel lied compuesto por su maestro. Quizá pensó entonces que no había conocido a nadie como Kathleen Ferrier y Gustav Mahler, “por ese orden”, como escribiría años después. El aviso de sus vuelos a Londres y Nueva York los separó definitivamente. Al despedirse, ella le puso la mano en el pecho y le dijo mientras le miraba a los ojos:

― Cuídate mucho hasta que nos volvamos a ver.

***

Playlist en Spotify de este artículo

  • Selección de grabaciones de Kathleen Ferrier:

Kathleen Ferrier. Centenary Edition
The Complete Decca Recordings
Decca, 2012. 14 CD + 1DVD.

Mahler: Kindertotenlieder
Wiener Philarmoniker
Bruno Walter, dir.
Emi, 2012. 1 CD.

Kathleen Ferrier (documental)
Diane Perelsztejn, dirección
Charlotte Rampling, narración
Decca, 2012, 1DVD.
Accesible en Medici.tv en alquiler on-line

 Artículo publicado en Dendra Médica, Revista de Humanidades

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