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Por Gcdmartinez @libro_en_blanco

La sonrisa de Diego
Yo era un chico normal, a mis 18 años todos los adultos decían de mí que era un buen chico, responsable, aplicado, simpático, educado, limpio…

Yo era un chico… normal, a mis 18 años, todos los chicos decían de mí que era un tipo muy majo, un buen colega, un chaval animado y enrollado.

Yo era un chico normal, a mis 18 años, todas las chicas decían de mí que era un chico muy guapo, un ligoncete, un…

Pero ese no era yo… todo fachada y presencia, en realidad yo era un chico normal que vivía de forma normal y al que le gustaba hacer lo mismo que a todos los chicos del mundo, gamberrear y andar detrás de las chicas.

Mi nombre es Rodrigo y vivo en una pequeña ciudad española, conservadora, arcaica y gris, llena de bellas piedras y almas sin sombra. La sombra de la despoblación vaciaba las calles los fines de semana echando a la gente a los pueblos y a la gran ciudad cercana, mientras los que no podíamos salir nos moríamos sin nada que hacer.

Nuestro mejor pasatiempo, era subirnos a los altos para ver como correteaban los coches por las carreteras cercanas, con sus luces, con sus llantos, y de muy vez en cuando, teníamos suerte y alguna pareja aparcaba junto a nosotros sin más fin que el de la lujuria y poníamos todos nuestros oídos en sus pasiones (aprovechando para la autosatisfacción, necesaria, pero robaba).

Lo peor eran las vacaciones y los puentes, cuando todos, y digo todos, los chicos y chicas salían fuera de la ciudad, y tan sólo nos quedábamos aquellos a los que los Reyes Magos no tenían en cuenta, aquellos para los que Benidorm era una ilusión, una fantasía. Nos quedábamos sólo los de los remiendos en el pantalón y las camisetas del Carrefour.

Precisamente fue en unas vacaciones, en uno de esos puentes en los que toda la gente viaja a las estaciones de esquí y visitar a la familia del angosto pueblo, cuando conocí a Diego. Él cambió por completo mi forma de ser, mi vida, e incluso mi color de cara.

Yo, por aquel entonces, tenía una novieta, nada serio, pero demasiado serio para nuestros 18 años. Su nombre era Lucía: guapa, tonta y popular (justo lo que yo necesitaba por aquel entonces, ya sabéis, para reafirmar mi masculinidad y conseguir la popularidad tan codiciada). No solía pasar mucho, mucho tiempo con ella, la verdad es que no me agradaba nada su conversación, y ya se sabe que a esa edad no se pasa más allá de los besos con saliva, así que nos respetábamos, nos utilizábamos mutuamente, pero no nos tocábamos mucho (más bien nada). La sorpresa saltó cuando me habló de el fin de semana vendría su primo. Diego era el primo preferido de Lucía, tal vez por ser los pequeños de su familia, siempre habían sido muy afines, en gustos, aficiones… en todo. Me lo pintó tan igual que ella, que pensé que iba a ser un auténtico gilipollas, pero…

Pero resultó que me equivocaba. Cuando Lucía me presentó a Diego, algo dentro de mí cambió. Como en esas series de TV en las que al protagonista se le ve por dentro como se le acelera el corazón.

Allí estaba él, exuberante, ojos como el mar, piel de azúcar de caña, el otoño reflejado en su cabello brillante, y la sonrisa más bonita que puedo haber visto en mi vida.

Tengo que hacer un alto en este camino para contarles que a mi lo que me gustan son las sonrisas. Me da igual la belleza, la personalidad, la caricias, los ojos… si una sonrisa es bella, la persona es bella, porque en la sonrisa reside la personalidad de cada uno.

Como os iba contado, Diego tenía la sonrisa más bonita que puedo haber visto en mi vida. Pero no sólo eso, sino que resultó ser un chico muy simpático y con un gran sentido del humor… enseguida nos hicimos amigos, y al cabo de un par de días me pidió, por favor, que le separara un rato de su prima, porque, según él, no la soportaba.

Aquel día resultó amanecer un día maravilloso. Radiante, luminoso, y con una brisa de aire templado. Salí de cada con mi bicicleta y me dirigí a buscar a Diego, habíamos quedado para ir a montar un rato y quién sabe, si jugar un partidillo de fútbol con los chicos del barrio.

Cuando salió de su portal, estaba especialmente bello, con un brillo en su sonrisa similar a la del sol de la mañana, y con los cabellos húmedos que le daban un aspecto particular. Iba vestido con un pantalón corto deportivo y una camiseta blanca, ancha, que contrastaba con el color de su piel.

Jugamos a carreras, saltamos las aceras, y sorteamos los pocos coches que llenaban la ciudad, hasta que se le ocurrió, porque no, subir al monte a ver la ciudad. la juventud y la adrenalina nos hizo pedalear hasta quedar exhaustos, carretera arriba durante los cinco kilómetros, hasta caer rendidos, y jadeantes, en lo alto de la colina.

Allí estuvimos un rato, tumbados boca arriba, mirando al cielo, hasta que un rayo de luz se cruzó en nuestras vidas.

Desde el suelo dirigí la cabeza hacia donde estaba Diego, y me sorprendí al ver que él también volteó para mirarme a mí, y nuestras miradas se fundieron durante más de 10 minutos. Poco a poco nuestra mirada fue tomando un compromiso, y llenos de vergüenza, nos sentamos y disimulamos el momento.

No recuerdo la torpe conversación que mantuvimos, pues no era realmente importante, los detalles de ésta se borraban por los latidos del acelerado corazón y por la mirada de complicidad que ninguno de los dos se atrevía a mantener más de un segundo.

Pasaron meses en solo un momento.

Nos tumbamos de nuevo, y miramos al infinito, nerviosos, ansiosos, conscientes de que algo estaba pasando y que no podíamos detenerlo. Ninguno de los dos se atrevía a avanzar, a reconocer, a pensar.

Hasta que nos sorprendimos los dos, y en un alarde común de valentía, mi mano se volvió hacia la suya, y la suya hacia la mía, y con los ojos cerrados a la vista de las nubes, nuestros dedos se entrecruzaron y no hubo palabras para definir tanto sentimiento.

Cuando abrí los ojos, podían haber pasado días en tan sólo un segundo, pero allí lo pude observar, quieto, como dormido, con su mano en la mía, un ángel en la tierra, con su pelo por el suelo, con sus ojitos cerrados, con su sonrisa nerviosa, con su piel más suave que el cristal, aunque con la textura y el calor de las estrellas.

Mi mano derecha decidió tomar la iniciativa, y sin pedir permiso a la razón y a la vergüenza, se acercó a su mejilla y la acarició con los dedos, sintiendo la textura de su piel sonrojada, y acarició su pelo suave como el viento.

Diego entonces abrió los ojos, esas fantásticas gotas de agua de mar, y giró su cabeza para poder verme. En sus ojos reflejaba miedo, deseo, dudas, curiosidad, calor y vida, sobre todo eso… vida.

Mis dedos pasearon por su cara, por su pelo, por su sonrisa, por su cuello, por su boca. El posó su mano izquierda sobre nuestras manos unidas, que permanecerían unidas como el mar y la sal.

Fue entonces cuando el sonido de un coche interrumpió nuestro proceso, y torpes, abrumados y terriblemente sonrojados, nos pusimos de pie, y sin darle más cuentas al cielo de nuestros actos, montamos en nuestras bicicletas y corrimos carretera abajo intentando que nuestras pedaladas ocultaran nuestro deseo.

Sólo de vez en cuando una fugaz mirada de complicidad hacía que su sonrisa me diera ánimos y me devolviera a estar tumbado con sus recuerdos.

De vuelta a la civilización, la vida regresó a ser igual que antes, aunque yo sabía que dentro de mí algo había cambiado, y estaba seguro que dentro de aquel chico también se había encendido una luz.

Lucía se pegó a su primo como un perro a su cola durante todo el día. Puedo aseguraros que no había estado más cerca de ella en todos los días de nuestra relación. Pero poco a poco se fueron esfumando los momentos y el deseo se fue haciendo hueco en mi interior.

Creía que estaba todo perdido, cuando por fin llegó el momento, la oportunidad y la señal. Y llegó de manos de una pequeña bronca entre los primos, creo recordar que fue porque ella quería ir a un parque cercano y Diego quería ir a los Recreativos. Ya digo que no recuerdo muy bien el contenido, pero lo que sí se bien, es la desproporción que tuvo la bronca, que yo no llegaba a entender. Como Diego se había puesto tan furioso con su Lucía, y se había puesto tan cabezón con el hecho de ir a los Recreativos.

El caso es que la discusión terminó mal y Lucía se fue corriendo con su amiga, gritando que no quería saber nada de él, mientras Diego permanecía sentado en un banco, sin sonrisa, y yo estaba petrificado a su lado, sin saber como reaccionar.

Cuando Lucía desapareció, Diego se incorporó y se puso a andar hacia la nada, rezumando malestar. Yo me limité a seguirle silencioso, asustado e inquieto.

Pero poco a poco, paso a paso, todo empezó a recobrar la normalidad, Diego volvió a recuperar su sonrisa, y yo empecé a comprender el porqué de aquel desafortunado incidente. Nos dirigimos a los recreativos, para ver como los chicos jugaban, ya que nosotros no teníamos mucho que gastar. De vez en cuando nos dirigíamos la misma mirada furtiva de esa mañana, la misma sonrisa pícara de la bicicleta. De vez en cuando, nos agolpábamos detrás de algún fortuito jugador para aprovechar a rozarnos inocentemente el torso de la mano, su piel suave y cálida sobre mi piel.

Resultó que Lucía tenía razón, y no duramos más de 30 minutos en los recreativos, aburridos por no tener nada que hacer, pero inquietos por saber que podría pasar después. Paseamos juntos hasta que nuestros pasos, entre la inconsciencia y el deseo, nos llevaron al parque al que no queríamos ir. Cuando ya estaba oscureciendo, esa misma inocencia y ese mismo deseo, nos llevó a sentarnos en el banco más alejado de la vista de la gente.

Nos sentamos en el banco y charlamos, y charlamos, y nadie sabe cuanto tiempo estuvimos charlando, pero cuando nos quisimos dar cuenta, ya era de noche y los nervios nos habían impedido mirarnos a los ojos.

De repente y sin pensarlo, su mano se posó sobre la mía, y me agarró con fuerza, y no tuve otra opción que mirarle a su rostro y ver que su sonrisa se desdibujaba entre la vergüenza y el miedo. El también miró fijamente a mis ojos y con la voz entrecortada me comentó que al día siguiente había de marchar para su casa, y que, probablemente, no nos íbamos a ver más. Tras decirme eso, su mirada calló hacia nuestras manos, ahora agarrándome de forma firme y pasional.

Lo que sucedió a continuación no es lo importante de la historia, lo bonito es lo que el amor había creado en esos dos intensos días. Aún así, creo que debo contarles lo que a continuación pasó.

Levanté su cara para volver a ver sus ojos bañados en sal, y no encontré otra forma de volver a sentir su sonrisa que la de apoyar mis labios sobre los suyos, y así fundir nuestras almas en un apasionado beso.

Aprovechamos la ceguera del momento para acariciarnos y besarnos nuestros rostros, ya para que mis manos recorrieran su cuello y espalda, deteniéndome en el tacto de su pelo y en el calor de sus axilas.

Nerviosos, mirábamos fugaces al parque para evitar ser sorprendidos ahora por otro coche inoportuno, pero dedicábamos más nuestros ojos a mirarnos lujuriosamente.

No puedo imaginar el tiempo que estuvimos siendo un solo cuerpo, sintiendo el roce de nuestros cuerpos, pero los labios llegaron al cuello, las manos a la piernas, y los ojos al cielo.

Pude sentir el roce de su mano en mi entrepierna, tan rígido que dolía. Pude sentir el roce de su entrepierna en mi mano, tan nervioso…

El siguiente paso fue despojarle de su camiseta, dejando al descubierto su cuerpo dorado y brillante como el propio oro… y aproveché el momento en el que nuestros ojos se separaron, para ver la lujuria en sus ojos y el amor en su boca, marcada en mi boca.

Volvimos a atacarnos, pero ahora con más pasión, tocando nuestros cuerpos, acariciándonos tan fuerte que dolía, pero tan bello que lo amaba, besando cada palmo de su torso, y mordiendo cada centímetro de su piel.

Posé mi mano derecha en su muslo, y poco a poco fui entrando por su pernera hacía su interior, extremadamente caliente, peligrosamente mío.
Diego adoptó un rol totalmente pasivo, se dejaba tocar, se dejaba morder, se limitaba a suspirar y gemir sabiéndose un manjar.

Cuando puse su mano sobre su bóxer, pude sentir y ser partícipe de la tremenda erección que tenía Diego, sólo comparable con la que yo tenia en ese momento. No es que se sintiera especialmente grande ni especialmente grueso su pene, pero a mi me pareció el mejor regalo del cielo que en ese momento podía tener.

Le acaricié sobre el bóxer, agarrando y recreándome en el taco, mientras con mi lengua celebraba sus axilas, le retiré la goma para introducir mi mano en lo más profundo de su piel, y sentir el calor extremo del deseo de mi amigo, y pude notar la suavidad de su piel. Le acaricié, le apreté, le toqué y le toqué.

Diego estaba en el cielo, pero aún así quería bajar él también al infierno, así que tomó las riendas del momento y me separó de su cuerpo. Sin mediar palabra, y mirándome a los ojos, levantó mi camiseta y comenzó a devorarme, siendo menos correcto, y dirigiéndome directamente a mi estómago, a mi ombligo, a mi alma…

Su mano llegó enseguida a mi entrepierna, ya que mi tremenda erección la hacía fácilmente localizable, además, llevaba un pantalón de esos de velcro, y la mano de Diego no encontró obstáculos, desabrochó mi pantalón y mi corazón, y mi entrepierna, saltaron como un resorte de una caja sorpresa.

No hubo más preámbulos, los habíamos gastado todos, así que, mirándome a los ojos, empezó a acariciar mi entrepierna con su lengua.

Si hubiera un Dios, yo creo que en ese momento estaría dentro de mí, porque yo creo que estaba en el cielo, con el niño más bonito del mundo saboreando mi polla y mi mano frotando directamente el suyo. Le bajé el pantalón también para poder liberarle de su trampa, y así pude observar sin reservas ni pudores, toda su masculinidad, joven aún, pero en pie de guerra, húmeda ya por las caricias y el fuego.

Lentamente fue introduciendo mi pene en su boca, al ritmo de las olas del mar, rozando sus suaves labios contra mi piel desnuda, chocando sus blancos dientes contra mi roja carne, acariciando con su tierna lengua los rincones de mi alma. Yo le acariciaba el pelo, el cuello, la espalda, las nalgas, la vida.

Pero yo también le deseaba, así que le cogí tiernamente para que dejara de chupar y se incorporara, y así poder, de nuevo, besarle en los labios y saborear toda esa sonrisa, ahora puro fuego. Le retiré el pelo de la cara, una vez más, para así poder observar toda aquella belleza, y continué con aquella pasión desenfrenada.

Mientras besaba sus palabras, le recosté sobre el banco, y me arrodillé en el suelo frente a él, para bajar su pecho y abdomen y sentir en mi mejilla el suave tacto y el olor de su corazón. Su piel era húmeda, tersa, arrogante. Me la pasé de una mejilla a otra, por los labios, por la nariz, quería sentirla en todas sus dimensiones, en todo su color. La introduje en mi boca y torpemente succioné, tratando con mi lengua de no dejar palmo de su piel sin acariciar, y un leve gemido salió de la sonrisa de Diego. La saqué de nuevo para no perderme ni un detalle de su anatomía, y con el tacto de una mariposa, acaricié sus testículos con mi nariz, con mi lengua y con mi vida.

Sus manos en mi cabello comenzaron a marcar un ritmo dulce mientras yo saboreaba todo su esplendor, sintiendo su aliento en mi cuello. Sus gemidos eran cada vez más audibles y mi presión cada vez más fuerte, y su tamaño cada vez mayor, hasta que nos ahogamos en un suspiro, Diego se vino en mi lengua dejando en mi boca todo su placer, unas pocas gotas de eterno placer.

Estábamos exhaustos, pero no queríamos abandonar. Me hizo poner de pie y se quedó sentado justo frente a mí, miró hacía mi entrepierna, y diciéndole un “te quiero” que le salió del alma, lo introdujo en su boquita haciéndome perder la razón y la voluntad. Mis manos entre sus cabellos que se confundían con la noche intentaban marcar mi voluntad, pero su hábito en mi vientre descolocaba mis sentidos y hacía flojear mis piernas. Tampoco recuerdo el tiempo que estuvimos en esa faena, sólo puedo recordar que justo antes de venirme el orgasmo, le pedí que se pusiera de pie y me besara, y así, transformados en un eterno beso de amor, juntando nuestras bocas como representantes en toda nuestra piel, me masturbé hasta venirme en el más placentero éxtasis de mi vida, dejando que mis jugos se unieran con el barro del parque.

El abrazo duró horas, días, meses, allí juntos, sin separarnos, en el parque, rodeados de oscuridad y bancos vacíos. No queríamos separarnos, porque sabíamos que en cuanto lo hiciéramos corríamos el peligro de no volver a juntarnos.

Escaparnos juntos, dejarlo todo, yo con 18 años y él con 19, eran las incoherentes ideas que nos pasaban por la mente, porque nos amábamos, porque nos teníamos y porque nos queríamos.

El frío otoño ayudó a apagar los rubores, y con un tierno beso en los labios, decidimos, cogidos de la mano, abandonar nuestro nido de amor para volver al mundo real. Miré el reloj y pasaban ya de las 22h00.

Avanzamos por el parque, y le acompañé hasta la casa de Lucía. Ella estaba en el portal, esperándole. En cuanto nos vio aparecer se echó a llorar, y abalanzándose a los brazos de Diego, le pidió perdón y le dijo que no volvería a enfadarse con él, ojalá fuera verdad, porque era el contacto para volver a ver de nuevo aquella sonrisa.

Se perdieron en la oscuridad del portal, no sin antes voltear su cara para clavar en mis ojos sus pupilas llameantes, y con un sordo eco, pronunció sin sonido las eternas palabras: “te quiero”.

Yo me quedé roto, de pie, junto a su puerta, durante un rato, para arrastrarme después hacia la negrura de la noche y desaparecer.

Desde entonces, desde aquel día, a mis 18 años, no volví jamás a ser un chico normal.

07

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